En algunos párrafos de Alas Rotas (la novela que hace unos meses me editó La Esfera Cultural, a pesar de llevar escrita más de diez años),
intentaba reflexionar, entre otras cosas, sobre la capacidad humana para
adaptarnos a cualquier situación, por complicada o límite que parezca. Y lo
hacía, porque por la época en que la escribí, pasé por momentos de la existencia
duros y complicados. Por supuesto que no fueron meses o años peores que los de
otros congéneres: cada uno tenemos lo nuestro y lo de muchos es peor que lo mío;
si uno pudiera establecer una especie de termómetro o barómetro del sufrimiento y
la dificultad, aquella borrasca de mi existencia seguro que no fue de las más
hondas, aunque la viviese como el más terrible de los temporales. Quiero decir
que es evidente que todos tenemos, tuvimos o tendremos rachas peores que
aquella.
Cuando uno habita la rutina monótona de lo cotidiano
sin sobresaltos, hasta una gastroenteritis de algún hijo, o cualquier pequeña
intervención quirúrgica, o un contratiempo en el colegio, o una decisión
arbitraria de un jefe caprichoso que obliga a hacer horas extraordinarias parecen
arbitrios injustos y pesados, porque todo lo trastocan. Cualquier imprevisto
ajeno a nuestra voluntad o deseo, es recibido en demasiadas ocasiones con una
sinfonía poco melodiosa de quejidos y protestas, de refunfuños y lamentos.
Sin embargo, un día, cualquier día, sin previo
aviso, algo brota con la virulencia y sorpresa de un terremoto —por desgracia, prácticamente
impredecibles—, sucede algo que deja en apenas un prurito lo anterior. Tras los
primeros días o semanas, mientras el estupor, como un gas, empieza a
empequeñecerse o empieza a mezclarse con otras sustancias —dolor, sufrimiento,
miedo, impotencia…— que también menguan su volumen, se pasa a otra rutina.
Acaso sea una costumbre más dolorosa, acaso un horario teñido de desesperanza o
desesperación, pero de cualquier modo, se trata de un hábito, y apenas sin
darnos cuenta, entramos en su ritmo, hasta habituarnos, hasta hacerlo nuestro:
visitas a hospitales, a cárceles, a psiquiátricos, cambio de horarios para
atender o estar con éste o aquél, reducción, o supresión, de determinados
gastos, etcétera, etcétera.
En ocasiones, más tarde —a veces poco más tarde,
a veces mucho más tarde—, otro acontecimiento complica o agrava la situación.
Vuelve a crecer el estupor, aumenta el dolor, se ensancha el miedo, engorda la
impotencia, se hincha el sufrimiento… Por unas horas o días o semanas, pensamos que esto
no puede ir a peor, que no podremos soportar la nueva densidad de la carga o el
bulto suplementario que alguien ha arrojado sobre el anterior, doblándonos más
aún las espaldas. Sin embargo, pasan las semanas, quizá los meses, y volvemos a
sonreír, volvemos a preocuparnos por otras minucias que nada tienen que ver con
la tara que acarreamos y que, otra vez, parece menos pesada.
En algunos casos, transcurrido otro periodo de
tiempo, se repite lo anterior, otro empeoramiento, otro bulto sobre la espalda.
Todo el proceso se repite.
Un día uno, de pronto, sin saber por qué, echa
la vista atrás y contempla la pendiente que ha descendido hacia el sufrimiento.
Comprueba con claridad irrefutable que ya está muy lejos de aquella planicie de
aburrimiento y calma, aquella sucesión de horas en que no pasaba nada o casi
nada.
Pero otro día comprende con clarividencia que
el verdadero problema no es la lejanía de tal llanura, ni siquiera la práctica
imposibilidad de retornar a la superficie, comprende, digo, que el problema
verdadero es la extensión del sendero hasta llegar al final de la cuesta que
desciende. Los caminos de la vida no tienen marcha atrás, como mucho —y con
suerte— puede haber atajos o pueden aparecer nuevos oasis, pero el pasado se queda
para siempre muy lejos de nuestra espalda, más lejos que el eco.
Nada es definitivo o perenne, es cierto. Mientras
haya vida, el movimiento —aunque no se abandone nunca el mismo pueblo o ciudad—
de la existencia propicia valles, cuestas, depresiones, cordilleras, lagos,
mares, tempestades, bonanzas…
Cada vez que se me arroja un nuevo fardo que encorva
mi espalda con su peso, suelo recordar aquellas reflexiones, porque me alivian,
son como un descompresor de la impotencia o el miedo o el estupor, es verdad
que apenas pueden con la preocupación o el dolor, pero al menos evitan la total
ceguera.
Pero aún así, y aún sabiendo que es cierto,
pesa mucho, hace falta algún tiempo (unas horas, unos días) para aclimatarse a
este nuevo bulto, para acomodarlo junto a los otros y que todo el cargamento no
se desequilibre y me tire y me aplaste.
No sé si ahora, en caso de caída, me
levantaría… Lo más probable es que pudiera, al fin y al cabo el ser humano es
capaz de arrostrar casi cualquier penuria; pero es mejor no arriesgar, mejor no
precipitarse, mejor detenerse para que este fardel no desbarate todo la
impedimenta que acarreo cada jornada.