Sólo me apetece leer. En estos días tengo tres libros sobre la mesa: un ensayo de Pablo
d’Ors, “Biografía del silencio”, editada
por Siruela; una novela de Juan Cobos
Wilkins, “Pan y cielo”, en Isla del
Siltolá; la obra completa, hasta ahora, de José María Muñoz Quirós editada por
Vitrubio bajo el título genérico de “Tiempo y memoria”.
Los alterno.
Sitúo la
pantalla del ordenador hacia mi izquierda, así abro un hueco escaso, mas
suficiente, sobre el tablero de la mesa y puedo intentar leer en modo activo:
lápiz y papel al lado, lápiz que subraya o comenta los libros en los libros,
lápiz que también, a veces, salta a mi bloc de notas. (No me siento en un sofá,
porque, a la larga, dos o tres horas más tarde, resulta más incómodo que esta
silla; porque, a determinadas horas, ni siquiera me da tiempo a que los
músculos lumbares perciban tal incomodidad, pues me dormiría sin remedio, y no
tienen culpa de ello los escritores o sus textos —También acabo pegando
cabezazos muchos días, aunque subraye, anote, comente—. No me siento en el sofá
porque no quiero que la lectura sea un viento pasajero que igual que llega se
marcha, quiero que, de algún modo, me rieguen o me nutran). De vez en cuando
miro a la pantalla del ordenador y me digo, ‘Individuo, deberías abrir el
aparato y escribir algo, porque sabes que a la larga, si no lo haces, pronto te
llegarán remordimientos.’
Y cuando
alcanzo esta reflexión me paro en seco. ‘¿Es que alguien me obliga? ¿Acaso
tengo el deber de escribir, pues alguien esté esperando mis textos o es que
alguien me ha encargado algo con fecha fija y le di mi palabra y estoy a punto
de no cumplirla?
En agosto
de 1959 —creo—, no tengo aquí delante su diario, hablo de memoria, Luis Felipe
Vivanco, sumergido en la tranquilidad, el sosiego, el aburrimiento de algunos días
veraniegos en Segovia, escribía —poco más o menos— que su verdadera aspiración
debía ser la de leer, aprender, cuidar, velar, sacar adelante a su familia y
hacer su obra.
Y ahí se
detenía. No iba más allá. No hablaba de publicar ni de vender ni de vivir de
esta tarea ni de ser conocido en su presente o en cualquier otra época.
Plena
conciencia de que la obra es una tarea siempre en marcha, pleno convencimiento
de que lo único que a él le competía, lo único por lo que se debía preocupar,
lo único para lo que debía poner —por así decir— toda la carne en el asador era
realizar la obra, ser fiel o coherente consigo mismo.
¿Tengo semejante
conciencia artística? ¿Soy consciente de que tengo una obra por hacer y que ése
es el único motor que debe empujarme, olvidando el resto?
A veces
creo que no. A veces creo que —usando la escala que usó Juan Goytisolo—, durante
algún tiempo me he quedado en las ramas, lo más accidental ha venido a
sustituir a lo esencial, he pretendido conformarme con intentar ser literato y
he renunciado a la posibilidad de ser escritor.
O no me he
planteado en serio la diferencia, porque a veces, más que vivir, parece que me
dedico a lamentarme por lo rápido que avanzan los días, las semanas, los meses…