Cómplices

Lunes, 26 de septiembre de 2011

Fecho esta entrada en el día de hoy, pero en realidad abarca mis recuerdos de mi viaje a Zaragoza, hasta la madrugada del domingo, cuando me despedí de mis amigos, antes de regresar al hotel que abandoné a la mañana siguiente de regreso a Segovia.

Viernes, 23 de septiembre de 2011
Segovia-Madrid (Atocha) 11:00 a 13:00

¿A qué velocidad se puede escribir sin escribir nada? ¿Cuántas palabras pueden pensarse en la extensión de un kilómetro de autopista, camino de Madrid, como primera parada hacia Zaragoza? ¿Por qué no inventan algo que deje impreso y legible el pensamiento…? Mejor que no lo hagan.
A mi lado se ha sentado una mujer lee a Vasili Grossman, después de haber conversado por teléfono durante unos minutos. He puesto el asiento lo más vertical posible. He apoyado toda la superficie de mi espalda sobre su respaldo, cada músculo se relaja.
Por el mismo precio me han dado una bolsa de patatas en este bar de la estación de Atocha. No debería abrirla. La abro. No debería comerlas. Las como.
¿Cómo es posible que salir de una ciudad tan pequeña como Segovia sea tan difícil? ¿Cómo es tan complicado si no se atraviesa, sino que sólo se recorre su lado del mediodía?
Ahora debe faltar poco para que salga algún tren. No el mío. Para ese falta más de una hora. Pero no me importa esperar en la estación. Prefiero que sea así. Llegar con el tiempo justo es algo que odio y más en este tipo de viajes. El bar-taberna donde almuerzo la tortilla y los pimientos y la cerveza y las patatas fritas (no dejaré ni una, seguro) se está llenando. Si tuviera un portátil como ése de ahí, estaría escribiendo en él y no tendría (después, el lunes) que traducir mi letra con vocación de insecto inseguro o borracho.
Estás tranquila. Tres veces he telefoneado desde que me he levantado, antes de la siete de la mañana, como siempre. La patata frita era un trocito con la misma textura de las obleas de antaño, pero salada.
He pensado que quizá todos necesitemos un refugio. Vertical. Voy vertical, sentado en el asiento del autobús con la intención de no romper la armonía izada de árboles y farolas y edificios y mujeres y hombres.
Siempre que estoy en la estación del AVE de Atocha, tengo la impresión de que me he metido en una parte del mundo que no me corresponde, donde sólo puedo ser espectador. A mi alrededor percibo que la crisis (la ‘cosa’, dicen en Sevilla) no se ha acercado aquí dentro. Así lo predican los atuendos, los móviles, las maletas, los complementos, los portátiles, los peinados, los perfumes, hasta los ademanes y los tonos de voz… Si ahora sacara mi móvil del bolsillo, todos sabrán que no juego en su misma competición. Aunque lo más probable es que las dos o tres miradas que me hayan encontrado (por casualidad) piensen que están viendo a un ornitorrinco: un tipo escribiendo con bolígrafo sobre las hojas de un cuaderno. Eso sí un Moleskine; tampoco me extrañaría que no entendieran de esto.
Me lo regaló Marián, hace unos años. Sólo lo uso muy de vez en cuando. Al viajar –y no siempre-. Es mi ordenador personal portátil. Al abrirlo hace unos minutos he contemplado su última anotación. Febrero de 2010, nuestro viaje a Sevilla. También estuvimos en este mismo bar. Entonces vimos a Curro Romero, y le pedí un autógrafo. Fue mi regalo para Pepe. Poca cosa, pero le encantó.
Falta una hora para que salga el tren que me dejará en Zaragoza. Podría estar en otro sitio, pero no me importa esperar aquí dentro.
Cada vez hay más ruido.
Hoy no quiero que la Mujer Muerta sea una mujer muerta. Mejor la llamaré Mujer Dormida. Está tan tranquila, tumbada al sol… Mi vecina de asiento no lee despacio. Al fin ha coincidido mi mirada furtiva con la visión de la tapa del volumen, pues por un instante en que lo ha cerrado brevemente, quizá saboreando la última frase que ha leído, o doliéndose de algo sucedido en el relato, o recordando que se le ha olvidado algo en casa…, he descubierto que se trata Vida y destino. No he leído este libro. Ella lo hace sobre una edición de bolsillo. Yo no podría aguantar su lectura durante mucho tiempo. El cuerpo 10 de la letra (o quizá menor) consigue que la lectura acabe pareciéndose a una batalla campal. ¿Cómo podría sobrevivir a tal horror? Si leer se convierte en tal tortura, sería un terrible contratiempo para mí.
La autopista, hasta que lleguemos a los túneles del Guadarrama, como tantas veces, está casi vacía dirección Madrid. Sin embargo el tráfico viene hacia Segovia. No me cuadra, es viernes por la mañana. No creo que estén llegando al Hay Festival tantas personas. Es temprano para eso; pero no es hora para entrar en un trabajo.
Una mujer a mi derecha, sentada en otra mesa de la taberna, como a siete u ocho metros, escribe. Aún no ha acabado su caña. Ella no ha puesto su cuaderno sobre la mesa, sino que lo apoya sobre sus muslos. ¿Estará escribiendo algo parecido a esto? ¿Me habrá mirado y habrá dejado una nota en la que diga: “A mi izquierda un hombre de mediana edad, unos cincuenta años, con un niqui verde manzana escribe sobre un cuaderno alargado, tipo Moleskine. Quizá esté escribiendo sobre una mujer que a su derecha escribe…”? No, es imposible, tiene todo el aspecto de ser cuestión de trabajo. Una mujer rotunda que pretende destacar su rotundez dentro de una vestido de punto en tonos entre musgosos y terrosos largo y muy estrecho. Yo diría que de unos sesenta años.
Entramos en el túnel de Guadarrama. Por unos segundos mi vecina pretende continuar la lectura, pero es un intento estúpido. La sucesión enloquecida de luces y sombras le provocaría un mareo seguro. Son cuatro kilómetros de túnel. Unos pocos minutos.
Creo que me voy a levantar de aquí. Ya he notado la mirada de uno de los camareros. Empieza a haber mucha gente aquí dentro, y las mesas escasean. Los siete euros y medio del bocata y la cerveza (que incluían la bolsa de patatas fritas) ya no me dan más derecho a continuar aquí sentado. Podría pedir un café. Pero a las dos menos cuarto –aunque ya haya comido- no me apetece. Mejor salgo fuera.
Cruzar uno de los intestinos del Guadarrama y entrar en la luz del lado de Madrid es llegar al frenesí. De todos modos a estas horas aún no es exagerado. Ya no vamos solos. Sigo vertical en mi asiento. El autobús va silencioso. No se oyen conversaciones a través de los móviles. Los que hablan con su acompañante de asiento, lo hacen en voz baja. Escuchamos la cadena Dial: Sergio Dalma, Maná…, otros cantantes que no conozco. Música previsible. Tengo la sensación de que cada cantante o grupo siempre canta la misma canción, aunque sean siempre diferentes. ¿Eso es estilo o es comodidad? ¿Hay que mantenerse fieles a sí mismos o hay que evolucionar siempre?
Las tres filas de asientos –que parecen dispuestas para asistir a un desfile- están ocupadas. Tendré que quedarme de pie. Creo recordar que el AVE a Barcelona sale por la vía cuatro. Los anuncios de entradas y salidas de trenes son una banda sonora que se parece a un mapa de la geografía de España. Valencia, Gijón, Alicante, Segovia, Valladolid, Palencia, León, Polana de Lena, Mieres, Oviedo, Cadiz, Granada, Málaga, Sevilla, Toledo, Córdoba… Definitivamente debe ser imposible que los humanos permanezcan anclados en el mismo punto durante todo el tiempo. Se vacían, de pronto, cuatro asientos. Algún acceso al andén se ha abierto. Al menos durante esta media hora estaré sentado. Algunos han pensado que el desfile es un desfile de modelos… femeninos… No van desencaminados…
En poco tiempo se ven los cuatro enormes dedos que sobresalen de la crestería de Madrid. Esas cuatro torres que acabarán por convertirse en uno de sus símbolos. La silueta de la capital, como casi siempre también, se esfumina, como cubierta por un velo humoso. Mi vecina de asiento lleva leídas treinta y cuatro páginas. ¿Cómo es posible con ese tamaño de letra?
Sí, ya estoy más calmado. Ya puedo a empezar a pensar en Zaragoza, en los amigos que encontraré. Sigues tranquila.
A las dos de la tarde anuncian nuestro tren. Se hace el milagro. Como si hubieran tocado a formación, se forma una larga fila que nos aprestamos a pasar el último control antes de acceder al andén, por la vía 4, efectivamente. Hay dos entradas para bajar al andén. Esto va rápido, pero aún falta media hora para que salga el tren…
Calle Pintor Rosales. Este circuito de Madrid a veces se hace intrincado, pero a estas horas la circulación es fluida. Ya no tengo compañera de asiento. En realidad casi no tengo compañeros de autobús. La inmensa mayoría ha bajado en Moncloa. Apearse en Príncipe Pío sólo lo hacemos los que no nos vamos a quedar en Madrid.
El coche número ocho del AVE, donde está mi asiento está a casi doscientos metros. Esta bolsa azul pesa de lo lindo. Los libros pesan. Pero creo que podré soportarlo. Veo que la señora de vestido largo y ajustado viaja en el mismo tren. Es alta. Lleva un portátil. Seguro que es de Barcelona. No abundan los equipajes excesivos. La inmensa mayoría parecen viajeros frecuentes; quizá trabajen en Madrid. Quizá alguno de ellos eran de los que antes usaban a diario el puente aéreo.
Nada más llegar a la parte superior de las últimas escaleras que conducen al andén del tren de cercanías que me llevará a Atocha, lo veo estacionado. Tengo que cogerlo, si puedo. La bolsa pesa un huevo, pero me arriesgo a bajar corriendo. No hay problema, voy a llegar seguro. Llego.
Mi asiento está en mitad del vagón. Me ha tocado pasillo. No siempre todo es posible. De todos modos el viaje no será un suplicio. También ha entrado en este vagón la misma señora de aspecto rotundo. En el asiento al lado del mío ya está sentado un señor que lee un libro de bolsillo. Arturo Pérez Reverte. Trafalgar. Me gustó esa novela. Sin duda me gustó mucho menos que el de Galdós, pero aún así la del cartagenero me gustó por el retrato que hace de España, esta España tan particular que crece y se hace grande a pesar de sus mandatarios y por la descripción de la batalla. ¿Por qué diría lo que dijo de Moratinos? Me hastía tanto la gente que va de dura por la vida. Me cansa tanto. Es aburrido. Ya sé que el refrán dice que por la caridad entra la peste, pero, digo yo, no habrá un punto de equilibrio, una manera de ser que se corresponda al verso de Machado, ‘en el buen sentido de la palabra, bueno’.
El metro de Madrid o un tren de cercanías, como éste que viene de Chamartín y me dejará en Atocha, es un escaparate de la geografía humana del mundo. Salvo por los jóvenes –y a estas horas no veo a ninguno- es raro escuchar el acento del español de Madrid. A veces es difícil oír el castellano. Me gusta escuchar tantos acentos y distintos idiomas. Odio los uniformes, odio la inmaculada pureza si se logra sólo a través de la intransigencia.
Una voz de joven repite en castellano, catalán, inglés y francés su bienvenida al AVE, el trayecto, algunas instrucciones sobre lo que no hay que hacer y lo que se puede hacer y nos anuncia la película que van a proyectar y que no veré. No creo que la viera en ningún caso, pero el título que ha dado lo hace más desaconsejable aún. Todavía siguen llegando viajeros. Seguro que son personas más acostumbradas que yo a esta rutina y saben que no llegarán tarde si llegan cinco minutos antes. Mi compañero de asiento habla por el móvil. También va a Zaragoza. Pienso que muchos nos bajaremos en la Estación de Delicias. Sube un tipo joven con americana azul y mirada fugitiva. Lleva una maleta de la que sobresale una especie de grill y dos bolsitas de papel. Al sentarse, tras echar un vistazo inquisitivo a la concurrencia, levanta la mesa que va plegada al respaldo de delante y allí las deposita. Son dos bolsas con regalos, no me cabe duda. Y su misión en el viaje es que no les pase nada. Tienen que llegar a su destino (Zaragoza o Barcelona, pues este tren no hace más pardas) sanas y salvas. De hecho, por el cuidado que pone parece que el objeto del viaje sea ése. Entran dos chicas jóvenes, muy resueltas. Atractivas. La rubia con pelo de escarola amarillo no es guapa pero luce piernas con vocación de autopista para las caricias. Lo sabe, seguro, si no los pantalones cortos no serían tan cortos. Traen un despliegue considerable de maletas y bultos. Se van a sentar al fondo del vagón, justo en mi campo visual… Los dos únicos rostros que voy a ver durante el viaje, salvo el de mi compañero de la derecha que lee sin entusiasmo. Las rubia ha encontrado un lugar donde dejar parte de su equipaje bastante lejos de donde se sientan. Su compañera parece advertirle de que espere a que haya subido todo el pasaje, pero ella no hace caso y no lo cambia de sitio.
La estación de Atocha es un hormiguero como siempre: metro, cercanías, trenes regionales, media distancia, AVE… Todas las clases sociales sobre raíles, pero todos moviéndonos por la amplia estancia. Al llegar al acceso para viajeros del AVE, ante mí tres mujeres que, evidentemente, van de boda a algún sitio. Los trajes que lucirán los llevan fuera de la maleta, colgados de su percha y protegidos por bolsas de plástico transparentes. Justo la está delante de mí, lleva además una caja de forma hexagonal, como un helado de fresa y nata, supongo que allí dentro habrá algún tocado o sombrerito. Son jóvenes. Atractivas. El de seguridad que vigila la salida de los equipajes, se ofrece solícito a ayudarlas. Estos hombres, sonrío.
Sale el tren hacia Zaragoza.

Atocha, recepción Hotel (14:30 18:00)
Tengo la sensación de que me engañan. Frente a mí el panel informativo donde anotan la hora, la temperatura, el destino y la velocidad dice que vamos a 190 kilómetros por hora. No es posible. No noto nada en el asiento. Ni siquiera la velocidad a la que pasan las construcciones y algunos árboles me parece exagerada.
Aún no hemos salido de Madrid. 247 kilómetros por hora. Veo un pedazo de autopista. Sí, ahora comprendo que es posible, los coches que, sin duda se desplazan, parecen estar detenidos… Empiezo a comprobar que todo es relativo.
La rubia y su compañera, sentadas frente a la señora que escribía en el bar de la estación de Atocha y frente a otra mujer con vestido negro, empiezan a desplegar un arsenal de herramientas virtuales. No se están quietas. Parece que ellas llevaran un frenesí similar a la velocidad del tren. La rubia tiene dos teléfonos, al menos, un i-phone y un móvil más corriente. La morena parece trabajar con un portátil. Sacan una botella de agua. La rubia una revista de moda.
Lo que menos me gusta del AVE es que durante demasiados kilómetros avanza emparedado. Supongo que tendrá que ser así. Incluso me imagino que será mucho más seguro. Pero a uno le quitan la posibilidad de contemplar el paisaje, al menos durante un rato largo. 14:46, 296 kilómetros por hora. Se me hace curioso ir a esa velocidad y, por el contrario, estar sentado y con la mente a la velocidad de la contemplación, dejándome llenar por formas, colores, luces…
Mi compañero de asiento se ha quedado dormido. Al poco de arrancar el tren ha dejado el libro en la redecilla del respaldo del asiento de delante y ha cerrado los ojos. Ahora sé que duerme por el modo en que respira. No ronca. Alguna vez se le escapa un silbidito.
Cada vez que la llaman por teléfono, la rubia, obediente a las instrucciones de la tripulación, sale a la plataforma que separa a los vagones, pero se lleva con ella el i-phone, y no sé cómo consigue enterarse también de los mensajes o correos que le llegan a través de él.
15:00, 296 kilómetros por hora. No sé calcular por qué parte de la geografía andamos o volamos. Empiezo a considerar que estos pensamientos son un tanto absurdos. Al fin y al cabo, aunque parezca lo contrario, siempre estamos en movimiento, en un viaje que no tiene parada. Incluso dormidos, incluso después de muertos, nuestro cuerpo sigue transportado a la velocidad con que la tierra gira y se traslada alrededor del sol, miles de kilómetros por hora. Es lo mismo que ir dentro del tren. El tren va dentro de otro vehículo. Mi sangre avanza por las venas impulsada por el motor del corazón, bumbum, bumbum, que no cesa –para mi suerte- y dentro de mi carne se mueve siempre a la misma velocidad del universo, aunque esté quieto, aunque viaje en un AVE entre la Alcarria y quizá un pedazo de la meseta, por Soria. O no. No lo sé. Creo recordar, de cuando viajé a Lérida, que esta línea tiene estación en Calatayud. Este tren, no. Este tren sólo para en Zaragoza, antes de llegar a Barcelona.
15:15 299 kilómetros por hora. ¿En algún momento pasará de los 300? El paisaje empieza a cambiar. Aparecen las estribaciones de la Ibérica, como un oleaje de tierra que dan ganas de acariciar. A lo mejor ya estamos en territorio aragonés. Las encinas abundan. El terreno escarpado, algún riachuelo, alguna hoz hace que el itinerario atraviese puentes. Luego de pronto uno vuelve a viajar emparedado, a través de las dentelladas que nuestra maquinaria ha dado al terreno.
Ya decía yo que la película no se podía ver. He comprobado en los primeros créditos que es de la factoría Disney, pero no es de dibujos animados. Es peor aún. Es algo de ciencia ficción futurista con mucha acción y más efectos especiales, malísimos. Sin embargo, a mi alrededor veo que el personal se distrae con ella.
La rubia bebe agua. Habla por el móvil. Contesta algo en el teclado del i-pohe. Se ríe de algo que ha recibido, muy gracioso y lo comparte con su compañera, que está enfrascada en el trabajo. Ahora saca una cámara digital y fotografía, no sé si de la revista de moda, o del propio i-phone. Mi compañero da un respingo y se despierta. No cambia de posición, salvo para erguirse brevemente. La rubia se va a dar cuenta de que la miro y va a pensar lo que no es. Pero es foco de atracción, pues es el único punto en movimiento aquí dentro. Ahora se levanta y de un enorme bolso que ha dejado allá arriba saca una tablet… No le falta de nada, absolutamente de nada.
15:30. 296 kilómetros por hora. Faltan dieciocho minutos, según lo que dice el billete para llegar a la estación de Zaragoza. No creo que pasemos de los trescientos por hora. Ya no. El paisaje vuelve a ser plano, pero con más vegetación. El cielo comienza a enmarañarse.
15:44. Parada. Cuatro minutos antes estoy en la estación de Delicias. Al bajar, dejo en su sitio al joven de mirada fugitiva, a las jóvenes y a la mujer que vi en el bar de la estación de Atocha. Ahora lee algo en el portátil, parecía una revista o un periódico digital. ¿Algún blog...? No, no lo creo. La mitad del pasaje, por lo menos, ha descendido aquí. Pero se han subido tantas personas. A pesar de ello, parece que la estación está vacía. Es inmensa. De techos altísimos. Un volumen tremendo.
Todo sigue siendo relativo. Unas cien personas, aquí no parecemos nada, nadie, pero llenaríamos dos autobuses…
La escalera que sube hacia la salida de la estación está a doscientos metros, por lo menos. No tengo prisa. Tengo que comprarme una maleta con ruedas. Un tamaño más intermedio, no ese maletón que parece un ataúd y que hace por lo menos veinte años no ha bajado del armario. ¿Por qué no se lo llevaría?
Hace calor. Un calor pegajoso. La calle, como no podía ser de otro modo a estas horas, está vacía. Tal que un desierto. Como en casi todas partes, la estación de Delicias está a las afueras de la ciudad, aunque no tanto como en Segovia, por ejemplo. Se ve que es de las importantes, como la de Santa Justa en Sevilla. Hasta el diseño arquitectónico es más sugerente que la de Segovia, una mera caja de zapatos, sin más. La de Segovia, sería un módulo de ésta. Seguro que así lo han diseñado los del Adif, según el número de vías de la estación (es decir el número de líneas que la crucen) así el tamaño de la estación. Luego se van añadiendo módulos.
Dudo si hacer caso de las indicaciones de Pilar y coger el autobús o mejor coger el taxi. Ahí mismo está el autobús. Otros doscientos metros. Venga, Amando, que tampoco pesa tanto…
Ya estoy empapado de sudor. El conductor sigue a lo suyo. Le miro. Me mira. Le pido un billete. No reacciona. Es joven. Tiene aspecto de que su trabajo no es que le entusiasma. Le vuelvo a repetir lo del billete. Al fin reacciona. ‘Uno cero cinco’, dice. Le pago. Sé que he de bajarme en la primera parada de César Augusta. Y luego, según Pilar, diez minutos para llegar al hotel. Un señor, muy amable, me explica con detalle que mi parada es la cuarta después de la suya.
Todo es relativo.
El autobús se va llenando de personas. Ahora me doy cuenta de la extrañeza del conductor cuando le he pedido un billete. Todo el mundo lleva su tarjeta de transporte urbano. Normal, Zaragoza es una ciudad grande y extensa… Pero supongo yo que llegarán viajeros foráneos que bajen en la estación y no suban a un taxi… Lo mismo no, lo mismo cualquier viajero en su sano juicio coge un taxi.
De todos modos, y a pesar de la amabilidad del señor, he demostrado una vez más que soy un pardillo, pues en el propio autobús se anuncia la siguiente parada de modo muy claro. El autobús se ha llenado en dos paradas.
La avenida llena de palmeras. La próxima la mía. Más calor, más bochorno, se cubre el cielo. Me pongo en marcha. No, no va a ser por aquí, seguro… Mejor preguntar a aquel chaval que se acerca...
Efectivamente, me he equivocado… Media vuelta… Los diez minutos van a ser veinte. Las asas de la bolsa se clavan en las manos. ‘Espero que no me corten’. Voy mirando los nombres de las calles que van saliendo a mi derecha y ya veo alguno de los que están en plano donde Pilar me ha marcado el camino que debo seguir.
El centro de Zaragoza está levantado. Llevan dos años discutiendo sobre el tranvía. Parece, por lo que oigo, que sea a alcaldada, pues mucha población se opone. Pero las obras ya son irremediables, porque la ciudad en la zona céntrica ya está preparándose para recibirlo.
Ya sé dónde estoy. Voy a aparecer en el hotel por el lado de los restos de la muralla romana…
Aquí estoy. Son las 16:20
Después de la ducha salgo de nuevo a la ciudad.
Quiero ir a la Basílica, lo primero.
Es un impulso. Se me ha ocurrido como si tuviera una intuición imparable. Y no paro hasta entrar. La recorro en silencio. Nadie hace caso del cartel que dice, a la entrada, que no se recorran las naves, durante la misa. En la capilla donde está la Virgen celebran misa (están acabando), pero los grupos de turistas se afanan en embeberse de la historia de este templo. Todavía recuerdo la salve. No tengo fuerzas para más. Ni ánimo. Ni silencio dentro para decir lo que ella en todo caso ya sabe.
Todo es relativo, si ella lo sabe, por qué he entrado en el templo y le he rezado una salve. ¿Superstición? Hoy me da lo mismo todo.
A la salida noto un levísimo mareo. Entro en la calle Alfonso. Voy a ir a tomarme un café allí donde nos hicimos la foto de la solapa de Oscurece en Edimburgo. Sé que está al otro extremo de la calle. Espero encontrar antes una administración de lotería. Es el encargo que tengo y barrunto que no voy a tener más tiempo.
Creo que voy a tener que zamparme algo más que un café. Cada vez estoy más mareado. Como en todos los lugares que conozco las administraciones de lotería ubicadas en el casco antiguo son poco más que mechinales o tabuquillos, donde dos personas no caben. No me molesto ni en mirar el número.
El café está –como hace un año- casi vacío. Pero ahora no habrá discusión por las consumiciones, ni volveré loco al camarero. Lo malo es que tampoco habrá esas risas y esas miradas… ¿Y si a Pilar no se le hubiese ocurrido lo del sorteo, qué habría pasado? Pobre Inma, temblaba. Se negó en rotundo –y con razón- a acabar ella la novela. Quedábamos seis. Anabel tampoco quería acabar. ¿Alguno queríamos acabarla? Yo no me lo planteaba siquiera. Pensaba que la única solución lógica era la propuesta por Pilar. Si Oscurece en Edimburgo había arrancado con un sorteo, con un sorteo se concluía. Era elemental. ¿Cómo no se nos había ocurrido?
La caracola está seca. No me gusta mucho, prefiero las de Limón y menta. Claro que las cinco de la tarde ya han pasado muchas horas desde que la hayan elaborado. No la disfruto la engullo. Me está dando un ataque de melancolía. Entiendo que no estén aquí. Lo del año pasado ya fue una muestra de amor al arte… Pero en verdad siento que no estén aquí. Aunque hubiéramos venido en una furgoneta, redireccionando cada pocos kilómetros…
Me vuelvo al hotel, por hacer tiempo. Pilar y Anabel llegarán hacia las seis y media, pero no me apetece patear Zaragoza… Zapeo como un imbécil. ¿Quién se pone a leer a estas horas? De pronto suena un telefonillo. Cerca, pero no sobre la mesilla que está junto a la cama. Al fin reacciono, busco por la habitación. Sí, está en el baño… Cuando llego han colgado. Seguro que están abajo Pilar y Anabel. Me llaman al móvil. Son ellas.

Bar Las Murallas-habitación del hotel (18:00 02:00)
El reencuentro después de estos meses, cuando estuvimos en Lérida es efusivo. No están nerviosas, o lo disimulan, a pesar de la presentación. Me habían dicho que estarían ocupadas, por eso no las he llamado, por eso habíamos quedado, pero parece ser que no tienen que hacer nada. El editor se encarga de todo. Anabel me ha regalado el libro de poesía Dues dones diuen que ayer mismo Beatriu C. Durany y Maribel Mir presentaron en Lérida. Espero comprender el catalán.
El bar donde entramos está vacío. El señor que atiende la barra, tendría que estar jubilado. Nos sentamos a la espera de que llegue José Antonio y charlamos. El señor se acerca a la esquina de la barra donde estamos. No sé si porque está entretenido con la televisión o porque nuestra conversación le entretendrá más. No me extraña. Aunque no seamos la alegría de la huerta, diremos cosas distintas de las repeticiones absurdas de la televisión.
José Antonio sigue adelgazando. Se les ve a los tres felices, orgullosos con ganas. Es un fin de semana importante para ellos. (También para mí): presentan el libro dos veces, organizan un recital por segundo año como asociación. Su tarea tenaz da frutos y eso siempre satisface. Pienso que no es lo mismo una ciudad seis veces más grande que otra. Ni en lo bueno ni en lo malo. También se acerca José Antonio Lozano.
Al salir, el cielo encapotado da la impresión de acelerar el anochecer. Continuamos de frente por la calle en que estamos. Dejamos a la derecha las ruinas romanas y seguimos por esta calle, la calle Predicadores, donde está el Albergue de Zaragoza. Al llegar a la puerta entiendo el nombre. Resulta que esta parte de Zaragoza forma parte del camino de Santiago. Me giro y me doy cuenta de que esta calle, en línea recta, por donde venimos, conduce directamente a la Basílica del Pilar.
El editor, Luis Sanz, está más nervioso que los autores. Se le ve activo, implicado, entusiasmado. Sonríe a menudo. Sus ojos claros parece que van a volar de un momento a otro. Tiene la delgadez propia del que fue corredor de fondo o de medio fondo. Ya hay bastantes personas en la parte inferior de este local, donde se va a celebrar la presentación.
En tiempos también llegó a ser cárcel de la Inquisición. Abajo parece una cueva abovedada, una especie de bodega, como algunos bares de la plaza de Segovia, pero más anchos y la bóveda cubierta de ladrillo visto. Me camuflo como mejor puedo. Ahora tengo que desaparecer estando.
El editor se mueve de un lado a otro. Nos estamos retrasando un poco más de la cuenta, pero los autores no parecen tener prisa. Se acercan a éste, a aquél, a ésta, a aquélla… Algunos de los que están también les conozco del año pasado: Carlos Agorreta, Mariano Ibeas, Carmen Molinero, María Otal, Inmaculada Marqueta… Otros quizá debiera conocerlos o reconocerlos, pero no soy capaz de ponerles nombre.
Al fin todo comienza y desde el principio uno ve que Luis no lo tiene fácil con el trío. Ellos, dentro del marco propuesto, alteran a su modo y manera el guión establecido. Me lo estoy pasando bien, y me parece muy sugerente algunas de las cosas que escucho. Han trabajado muy duro.
Mario Iriarte tiene vocación de trovador. Este chaval podría dedicarse a la poesía. La moda de los monólogos ha hecho mella en todos los artistas acostumbrados a actuar en público.
Me llama Ana. Ha podido arreglar todo lo del bono para el autobús a la Universidad. Parece que con el sonido de la campana dentro del oído pero lo ha conseguido. Como casi no hay cobertura aprovecho para subir y ya te llamo otra vez. Según él estás un poco más inquieta, pero no le noto nervioso. Descansa, por favor, descansa. Ha llovido. No ha desaparecido el bochorno, pero algo se ha aliviado.
También llamo a Marián, prefiero charlar, aunque sean cinco minutos tranquilos con ella.
Cuando bajo están mis amigos firmando libros y despidiéndose. Mario me ha escrito una dedicatoria preciosa al CD que le he comprado de su último disco, El sabor de las palabras. Todo es relativo. La bolsa que el editor ha llenado con los libros se la vuelve a llevar casi con el mismo peso. Pero también se le ve satisfecho. El acto ha sido entrañable y ahora empieza el verdadero trabajo. Por fin saludo a Ester, la mujer de José Antonio.
Al final el grupo se ha reducido a la mínima expresión. Si no me equivoco quedamos una docena para la cena. Empiezo a notar el cansancio de todo el día. Como cualquier día. Estoy entre Pilar y Anabel, frente a Estela, María y Rafael Castillejo. Resulta que conocía su página sin conocerle a él. Ha sido una cena distendida. Marcada por el buen humor, la ironía y los dobles y triples sentidos en las frases, en los gestos.
Antes de caer rendido en la cama, Rafael, María, Mario, Anabel, Pilar y yo hemos ido a una terraza de verano junto al Ebro casi a la orilla, junto a uno de los puentes. Sigo el ejemplo de Anabel y me pido un gin tonic fantástico…
El tumulto de la fiesta del fin de semana en la calle Manifestación llega por vaharadas a la habitación, pero antes de las tres estoy dormido… 

Zaragoza, sábado 24 de septiembre de 2011
Es la primera vez en muchos años que el despertador me ha despertado un sábado. Estaba rendido. Tengo que estar fresco para lo que nos espera en esta jornada.
Has descansado y esa es la mejor noticia para afrontar esta jornada. Siento el pellizco del dolor en el cuello, como tantas veces. No me puede pasar como el año pasado. Aquella jaqueca que me machacó la tarde del sábado. Me tomo un iboprufeno en el desayuno.
Pido un taxi para que me acerque al centro cívico donde pasaré el día. Ahora sólo están los libros, pero la bolsa sigue pensando lo mismo. No me arriesgo a llegar tarde. Mientras espero a la puerta del hotel, observo la tarea incesante de los servicios de limpieza de la ciudad. La verdad es que más bien parece un estercolero que la zona histórica de una ciudad europea. Como cualquier ciudad. No es temprano, las nueve y media de la mañana, y todavía hay jóvenes que pasean con su correspondiente vaso de plástico en la mano.
Charlo con el taxista de la ciudad, de la crisis, del tranvía de Zaragoza. Le gustó Segovia, cuando estuvo. La verdad es que el trayecto se hace lo suficientemente largo como hilvanar los titulares de una conversación.
He llegado antes que ninguno. El día ha amanecido gris, pero la temperatura es agradable. Apetece quedarse fuera, en el parque que precede a las instalaciones de este Centro Cívico Teodoro Sánchez Punter. Van llegando muchos niños acompañados de sus padres, por alguna razón que desconozco la mayoría son de raza china.
Antes de empezar el acto de la mañana, nos hacemos unas fotografías, junto a un estanque rectangular sobre el que, de algún modo, pivota todo el diseño de este parque.
Me presentan a Fernando Burbano un poeta de Zaragoza que luce la tricolor sobre la cazadora que trae. En dos frases que dice lo comparo de inmediato con Labordeta. La misma reciedumbre en la voz y en el gesto, esa socarronería, ese orgullo de lo aragonés… Y la comparación con los árboles –que tantas veces he usado para explicarme al ser humano- aparece en sus labios con facilidad. Noto de inmediato que una corriente subterránea nos une.
Al finalizar el acto matinal, cuyo diálogo ha sido enjundioso y profundo, gracias a los comentarios del catedrático de física y del poeta zaragozano, éste me pide el correo electrónico. Me quiere enviar un largo poema que ha escrito este verano y en el que trata de algunas cuestiones de las que hemos hablado en el coloquio.
Después de firmar algunos libros, vamos los cuatro paseando a la búsqueda de un lugar para comer. Antes tomamos un vino a la puerta del restaurante. El día ha despejado y hace calor. De pronto, junto a mí, pasa una pareja que reconozco de inmediato. Es increíble lo pequeño que es el mundo. Virginia y su chico a mi lado. La saludo y de pronto no me conoce. No sabía que venía a su tierra, así que no es de extrañar que se sorprenda de esta manera. Resulta que vive justo a la vuelta de la esquina, en un portal que está en la misma acera donde estamos.
Nos telefonea Marcos. Pregunta por la presentación y le contamos lo que les estamos echando de menos. Se nota que es sincero cuando dice que le encantaría estar con nosotros.
Cuando han elegido el restaurante, la verdad es que el bar que lo precede no me ha dado muy buena espina. Pero nada más cruzar la puerta, me doy cuenta de que el comedor es otra cosa. Empiezan a servir comidas a partir de las dos de la tarde y antes de las dos y cuarto prácticamente se ha llenado de personas mayores fundamentalmente. Ésta es la mejor señal para confiar en lo que vamos a comer.
La comida ha resultado una de las más interesantes que recuerdo en mucho tiempo. Pasamos de literatura a cine y de cine a literatura con facilidad. A los cuatro nos interesan las mismas cosas, aunque sostengamos opiniones diferentes. Se ha pasado más de una hora y media sin sentir.
Los amigos ilerdenses empiezan a llamar a Anabel. Aunque el Recital propiamente dicho no comienza hasta las cuatro y media de la tarde, ellos ya están esperándonos. Así que regresamos y allí nos reencontramos con Josep que se ha venido con su mujer, con quien acaba de regresar de su luna de miel por Italia. Se queja de lo excesivamente caros que son los precios, sobre todo en Milán y Venecia. En un bar regentado por una familia china, esperan Nuria y Carmen. Cuesta algo de trabajo hacernos entender con los chinos, pero lo conseguimos. Sólo han confundido un café con hielo (el mío) con uno con leche, pero lo han tirado sin mayor problema, con una sonrisa en la boca. Estamos en un barrio humilde. Llegan algunos parroquianos habituales que se ve han confraternizado con la familia que regenta el establecimiento. Al poco aparecen Carlos y Carmen… Se acerca la hora…
Cuatro horas escuchando relatos breves, parecen muchas horas. Yo dudaba que mi atención pudiera aguantar sin resquebrajarse en algún momento, por eso me lo he tomado con calma, y por eso no he perdido detalle. Y me lo he pasado a lo grande. Cuando he salido a la calle, para hablar por teléfono, ya era noche cerrada. Tengo la impresión de haber asistido a una representación un poco larga, pero que me ha interesada.
Cuando he salido a leer mis dos relatos, estaba tranquilo, y creo que he leído bien y claro, aunque al final del último la sequedad de la lengua quizá haya hecho un poco pastoso el sonido de mi voz. A esas horas ya había llegado Rosana y sus muñecas. Qué alegría verla, junto a Dioni, que no sabía yo que asistiría también a este recital. Cuando estuve en Lérida me quedé con ganas de charlar con él. Me parece todo un personaje. También ha venido al recital, a pesar de lo que dijo por la mañana, Fernando Burbano que ha leído un relato en homenaje a Buñuel. Y me ha dado ya el ejemplar de su poema largo, no ha esperado al correo electrónico. Se titula Renco y la encina y según me ha confesado es un poema difícil. Lo leeré con atención, y espero que pueda desentrañar el misterio que encierre.
Estela, quien no ha podido escuchar mi relato, me ha pedido una copia, porque alguien le ha dicho que le ha gustado. La tarde se despide con muy buenas sensaciones. Luis, el editor del libro de mis amigos, y su mujer, Mª. José, me piden un ejemplar de Versos como carne. Espero que les guste.
Me gustaría poder hablar con todos los compañeros que han leído algo, pero algunos se han marchado y con otros no puedo pues la conversación con Mª José y Luis, sobre libros, es interesantísima. Al final otro grupito similar al de ayer nos unimos para cenar al aire libre en otro bar próximo. Se unen a nosotros Dioni y su mujer, Rosana y su chico, María Otal, Carlos, Carmen, Montse, que se ha pasado la tarde haciendo fotografías del acto, además de leer dos relatos con un perfume poético innegable. No puede negar –y no lo hace- que es poeta, Ester, José Antonio Lozano, Estela que tiene que marcharse…
Pero todavía, después de la cena, no acaba la noche. Está jugando el Barça contra el Atlético de Madrid y no me interesa en absoluto el partido. Si estuviera en casa lo estaría viendo, pero aquí estoy tan a gusto que prefiero el paseo lento, que nos adentra hacia zonas más céntricas y postineras de Zaragoza.
Al final, en lo que podría ser la calle Uría de Oviedo o el Barrio Salamanca de Madrid, nos sentamos para tomar una copa. La bolsa azul sigue conmigo; pesa lo mismo que por la mañana, pero no me importa. El tráfico por esta avenida es denso y rápido, de gran ciudad. La calle está tomada por gentes que se han vestido con sus mejores galas. Seguro que nosotros desentonamos un poco. El bar al que pertenece esta terraza, tiene un barman –muy joven- encargado de preparar los cócteles y bebidas combinadas ante los clientes. Es todo un espectáculo. José Antonio Lozano, Pilar, Anabel, María y yo disfrutamos del momento. En esta zona no se nota mucho la crisis, la verdad; al menos hacia de cara afuera.
Después de una hora larga, decidimos acabar la velada. Me acompañan hasta El Paseo de la Independencia, donde ya me explican el modo de volver al hotel, ya muy próximo.
Aquí, en realidad es donde acaba el viaje, aunque falten unas ocho horas para que coja el tren de vuelta. Ya no nos veremos más, y nos despedimos con la satisfacción que ha supuesto este fin de semana, como carga de baterías. Pilar ya está pensando en el próximo año, pero mejor dejar que pasen los días y sus noches, los avatares uno tras otro. Me gustaría volver, si tienen a bien, claro, pero todo se andará…
El ambiente del sábado estalla en esta parte de la ciudad, junto al Coso, la Plaza de España… Cuando llego a la calle Alfonso, mientras al fondo contemplo las cúpulas de el Pilar, el recuerdo de otra noche de sábado de hace un año, vuelve a mí. Aquel sábado bautizamos nuestra novela, aquel sábado decidimos que se llamaría Oscurece en Edimburgo y un año después –menos una semana- la hemos presentado en Zaragoza.