Cómplices

Uno está convencido que la base del funcionamiento más o menos correcto de la sociedad es la confianza, más incluso que la eficacia y la profesionalidad. Sin ella sería prácticamente imposible vivir: ¿Cómo subir al autobús si uno no se fía de las cualidades del conductor? ¿Cómo contratar un servicio telefónico si uno no cree en lo que le prometen? ¿Cómo caminar por la calle, si se piensa que cualquiera de las personas que se cruzan con nosotros puede hacernos daño? ¿Cómo ir al médico si se duda de su competencia? ¿Cómo abrir la propia casa a una persona si creemos que puede robarnos, golpearnos...?


Aunque por el calendario podría parecerlo, no han sido vacaciones, o sí. En todo caso ha sido una sensación de inanidad voluntaria y cómoda.
No me siento satisfecho, pero tampoco me siento arrepentido. Nunca nadie me ha obligado a esta tarea tan absorbente, tan sólo mi deseo desmedido nutría a la voluntad para que empujase a mis actos sin desfallecer en ellos.
¿Huyó ese deseo? ¿Acabó por secarse como una florecilla en medio del desierto? ¿O es la voluntad la flaquea? ¿O es una mera debilidad física explicable y justificable?
Las respuestas me asustan, por eso prefiero enmudecerlas y, si fuera posible, aniquilarlas, mas eso sería como acallar mi pensamiento, y tal cosa ahora mismo es imposible.




—Imaginemos —se dijo el escritor— algo imposible en la vida real: en un país moderno del primer mundo, una infraestructura privada, cuya financiación, unos cuatrocientos millones de euros, ha corrido a cargo de una entidad bancaria gestionada en parte por políticos, entra en quiebra, no puede pagar sus deudas y acaba, como mal menor, en concurso de acreedores
»Algo imposible, y rocambolesco —se repetía el escritor—. Es inimaginable que algo así suceda en una nación del primer mundo, donde se realizan estudios de riesgo, proyecciones financieras, y todo tipo de análisis que anticipan cualquier posibilidad. Sin embargo, ya se sabe que a los escritores nos encanta imaginar situaciones complicadas y poco probables.
»Pero sigamos… Una vez que ha empezado ese imposible concurso de acreedores, y tras años de intentarlo por otros caminos, al juzgado no le queda otra, pues no hay más de dónde tirar, que sacar a la venta el aeropuerto, pues será la única manera de hacer frente a parte de la deuda para que los acreedores cobren, al menos, una parte, aunque no sea completa. Del mal el menos, se dirían los abogados.
»¿Cómo no se venderá un aeropuerto en la mitad de su precio o, en el peor caso, en la tercera parte? Demasiado fácil —dudaría el escritor—. ¿A quién le puede interesar esto?
Y decide —por pura imaginación, acaso porque su mente es enrevesada y juguetona y amiga del absurdo y de la astracanada ibérica— que con diez mil euros será suficiente.
¿Por qué este escritor ha introducido en la posible trama del relato algo a todas luces imposible? [El escritor no bebe, ni consume drogas alucinógenas, ni se medica]. Los lectores avezados tendrán ya la respuesta: el autor intenta elaborar una novela negra, pero absurda, un pequeño experimento. El escritor quizá tenga un reto. Construye una trama imposible para poder responder algunas preguntas: ¿Cómo se sale de una deuda, sin pagarla? ¿Cómo se evita que más de una empresa acuda a una subasta pública donde sale a la venta un aeropuerto? ¿Cómo es posible que la única empresa que puje se haya constituido pocos meses atrás con un capital de cuatro mil euros y que se arriesgue a presentar una plica por una cantidad tan absurda? ¿A quién se beneficia de una situación así? ¿Qué piensa hacer esa empresa con un aeropuerto?
Y justo en ese momento, el escritor decide dejar de imaginar:
—¿Para qué avanzar más —se dice—, si nadie creerá una historia con estos mimbres? Por más que piense en mafias, políticos corruptos y sofisticados entramados financieros y cosas similares, ningún editor en su sano juicio compraría el manuscrito; diría que es algo inverosímil, justo lo único que no se puede permitir en una novela negra, aunque la ambientara en la Mancha, donde don Quijote confundió molinos con gigantes.
Y apagó el ordenador. Aunque cuando una pregunta se le clava en la imaginación, es difícil desenclavarla.



Siempre defenderé el sagrado derecho a que cada individuo o grupo exprese cuanto quiera y como quiera, mientras no atente a la vida de otro. Creo en la libertad de expresión, sobre todo cuando nace de la libertad de pensamiento, al fin y al cabo es la materia prima de lo que desearía mi primordial tarea cotidiana: pura quimera, dicho de paso.
Amparado en tal derecho, expreso el dolor que me producen determinadas decisiones, en mayor medida cuando su fundamento más hondo parte de la mentira, de la manipulación, de la interpretación torticera.
Sé que por encima de mis sentimientos, apreciaciones y voluntad, está la libre voluntad de la mayoría. También sé que, por encima de fronteras y banderas, estamos los seres humanos quienes, a la postre, hemos inventado ambas, y a ambas acudimos como una especie de hogar común y protector, que a causa de algunos, acaban por tornarse cuarteles donde protegerse de los enemigos. [¿Cómo puede convertirse un ser humano mi enemigo, ni siquiera mi adversario, más allá de los juegos con que se entretiene el aburrimiento y el ocio?]
Llega un momento en que, por más que se pretenda demostrar la verdad —o la mentira— de una opinión, tal cuestión no tiene trascendencia, pues la esencia de estas opciones tiene que ver con los elementos más potentes e invencibles que anidan en lo profundo del cerebro, los aportados por el subconsciente irracional y subjetivo, aunque la verdad no forme parte de su argumentario.
Los indefensos ciudadanos de a pie pagaremos muy cara tanta intolerancia, la iniciada hace tanto tiempo, que aún se manifiesta en determinadas actitudes y reacciones, y la moderna, mero y triste espejo de la antigua; lo pagaremos muy caro, digo, porque en la división anida empobrecimiento y empequeñecimiento, porque en la ruptura brotan semillas de odio e incomprensión, de desconfianza y desasosiego.
Y a pesar de este desgarro, repudio la imposición, creo en la libertad, la libertad de todos, la que nace del pensamiento libre. Si antes se hubiera sido menos tozudo e inflexible, quizá no estaríamos apenas a unos metros del abismo.



Regresando Don Quijote de su aventura en Sierra Morena, gracias a los oficios del cura, el barbero y la colaboración imprescindible de la bella Dorotea, en el papel de princesa Micomicona, comenta el licenciado don Pedro que andan los caminos de la zona un tanto revueltos, por cuanto alguien con poco seso había liberado a un grupo de condenados a galeras que, lejos de esconderse y vivir honradamente tras su liberación, habían vuelto a las andadas de sus fechorías. (Cervantes, sin embargo, no aborda, sino a través de la fina ironía, el asunto de los delitos cometidos y la desproporción con la pena impuesta, galeras, nada menos). El buen Sancho, también ajeno al engaño —como es sabido—, se apresura a meter baza y cuenta con su habitual incontinencia verbal que el autor de tal ‘hazaña’ fue su señor don Quijote.
Aquí quería llegar.
Tras la reacción iracunda del Caballero de la Triste Figura, que arrea un par de mamporros con su lanza al escudero y le reprende con dureza, el hidalgo manchego viene a decir que a él —como buen seguidor de la caballería andante—, le importan un ardite las razones por las que sufren quienes se cruzan en su camino, pues su deber consiste en aliviar el dolor, no juzgar las causas que lo han provocado. Y si una vez confortados de su condena, los individuos delinquen, no es asunto suyo.
Me quedé en suspenso durante un puñado de minutos al leer estas palabras. La esencia de la tarea del caballero es aliviar el sufrimiento, no actuar tras haber evaluado las consecuencias de sus actos.
Un rato antes —la televisión a mis espaldas casi siempre está enchufada— acabé viendo parte de la mala película de 2004 “Yo, robot” protagonizada por Willy Smith donde se reflexiona sobre la posibilidad de que la inteligencia artificial —los robots— mute y se convierta y sobrepase a la humana. Típico tema de parte de la ciencia ficción desde Isaac Asimov. De hecho, sus tres leyes de la robótica son parte de su fundamento teórico.
En un momento determinado —muy avanzado su metraje—, se desvela la razón por la que el detective Del Spooner (Willy Smith) odia a los robots de un modo tan visceral, un odio que supone ir en contra del mundo de 2035, más en concreto de la ciudad de Chicago que tiene tantos robots como la quinta parte de su población. Un día Spooner regresaba del trabajo, cuando vio a una niña de unos doce años que acompañaba a su padre en coche. En ese momento, el conductor de un remolque se distrajo y embistió a los dos vehículos, lanzándolos al río. También un robot vio el accidente y saltó al agua, pero, aunque Spooner le ordenó que socorriera a la cría, éste le rescató a él ya que calculó que el policía tenía el 45% de probabilidades de sobrevivir, mientras que la niña sólo tenía el 11%. Para el detective, el 11% de la chica hubiera sido razón suficiente para salvarla. Según él la lógica de los robots es implacable porque carece de sentimientos, porque se basa sólo en lo científico llevado al extremo. Afirma en la escena —la única que me conmovió de la película— que un ser humano normal, de haber podido, habría salvado a la niña. Los robots son lógicos, precisos y exactos, pero son crueles en su exactitud, porque carecen de sentimientos. Esa crueldad les alejará de los humanos, e incluso puede convertirlos en enemigos casi invencibles.
Y pensé, después —mientras la película entraba en su desenlace de acción desmedida, imposible y superflua—, que el protagonista quizá erraba, pues ya demasiados homo sapiens parecen haber sido poseídos por el tipo de inteligencia robótica tan eficaz, tan precisa, de lógica tan aplastante e irrefutable.
Acaso demasiados seres humanos se asemejan cada vez más a robots que actúan, no para atenuar el sufrimiento, como hace don Quijote quien libera a un grupo de presos condenados en firme por la justicia, sin pensar en que pueden volver a delinquir, sino para que las consecuencias de sus actos sean eficaces, aunque esto suponga llevar el sufrimiento a otros congéneres, como hoy ha sucedido con las condiciones impuestas para conceder el tercer rescate a Grecia.
A lo mejor era menester que un ejército de quijotes, y no de robots con apariencia de tecnócratas imperturbables, poblara buena parte del planeta, aunque entre medias algún pícaro, o un buen manojo de ellos, se aprovechara de su utópica quimera.



En una sola línea, se embeben los mimbres de una historia, o mejor dicho, en una sola línea se almacenan las piezas de una construcción que, más tarde y bien dispuestas, podrían formar un edificio.
Refiere Luis Felipe Vivanco en sus diarios veraniegos de Segovia —en concreto hablo de julio de 1960, o sea hace cincuenta y cinco años— una excursión desde la capital hasta Pedraza que compartieron él y sus hijas May y Sol (no cita aquí al hijo ni a la esposa) con la poeta y traductora italo-española Ester de Andreis (descubrimiento interesantísimo que debo a esta página). Tras citar algunos lugares del itinerario que siguió el vehículo para llegar a la villa amurallada (que, por cierto, será noticia este y el próximo fin de semana por sus conciertos de las velas), escribe textualmente LFV:
En las eras hombres, hombres y mujeres, niños, mozos y mozas trillando. Uno de los hombres, con barba cerrada y crecida, no quiso, con malos modos, que Ester le retratara.
No es difícil imaginar (y menos en estos días agobiantes) la escena de una tarde calurosa y agobiante…
Tras una dura jornada de trabajo, encorvado sobre el duro y paupérrimo terreno “quebrantando la mies tendida en la era, separando el grano de la paja” —diría el diccionario de la RAE—, un hombre barbado y curtido, seco y duro, como el terreno de la serranía (esa zona casi oriental del Guadarrama, donde las cimas dibujan contornos más suaves y acaso sean algo menos elevadas) ve cómo un vehículo de señoritos de la capital se detiene junto a la cuneta; observa cómo una señorita lo contempla, se acerca cámara en ristre y le pide que pose para un retrato. La escena acelera su intensidad, no su movimiento que seguirá siendo casi estático. Se divide en dos partes. No me imagino voces. Dentro de la era palabras gruesas pronunciadas con resentimiento pero sin alzar la voz, en la carretera silencios sorprendidos; dentro, gestos desabridos, fuera, estupefactos; dentro, miradas hoscas, fuera, atónitas.
También pienso en la doble reacción, como si un espejo hubiera olvidado reflejar la imagen que contempla.
La del hombre que no entendía el capricho de aquella mujer de la ciudad, tan blanca, tan delicada, tan diferente de las mujeres del pueblo, curtidas, avejentadas antes de tiempo, piel que se empapa del color y la textura de la tierra. ¿Por qué esa reacción? ¿Quizá el miedo ancestral de que capturar la imagen de uno es como cazar el alma del retratado? ¿Quizá el recuerdo de algún momento similar del pasado cuyas consecuencias fueron más bien negativas para el hombre barbado? ¿Quizá la sensación de que retratarlo sería como robarle? ¿Acaso un vago presentimiento que no se puede materializar en razones y menos en palabras, de que su imagen es suya, y si ella la quiere que la pague? ¿Quizá —y esto se me ocurre como más probable— un relámpago furioso que atraviesa el cerebro, como el rayo cruza el firmamento en la tormenta: a qué vendrá ésta ahora, a burlarse de nuestro sudor, a reírse de nuestra torpeza, porque luego enseñará a otros señoritos de la ciudad nuestro retrato como quien muestra el retrato de un animal o de un bruto?
Y la de ellos (las niñas, la poeta, el escritor), de pronto estupefactos por aquella salida de tono tan inesperada; sorprendidísimos por un desaire incomprensible, pues se trata sólo de un puñado inapreciable de segundos para que el hombre aquiete el movimiento y mire al objetivo de la cámara, ese campesino cuyo rostro es tan sugestivo, tan lleno de matices, tan auténtico, tan pegado a la tierra que parece la demostración palpable de que el ser humano es barro que respira, siente y piensa gracias al misterioso hálito divino; y luego, concluyendo la escena, el grupo de excursionistas pensando o comentando —ya instalados nuevamente en el coche— la tristeza de país que tiene que soportar la secular incultura de sus gentes.
He cerrado el libro de LFV para escribir las líneas de más arriba. Y divago sobre esta escena, en apariencia tan anodina, tan poca cosa, tan anecdótica. Pero me sigue dando vueltas en la cabeza.
Barrunto que la historia está en el recuerdo de aquel labrador serrano. Aquella desconfianza que le empuja a negarse a ser retratado “con malos modos” intuyo que se debe al rencor amordazado y escondido, mas no muerto. Un rencor hacia los poderosos, los señoritos de ciudad, quienes ejercen el poder real, quienes se aprovechan de su trabajo casi mular, quienes enterraron en simas de cunetas o despeñaderos de cumbres tantas ansias de libertad.
Y uno —aunque parezca que hable por hablar, como una excusa para forjar una historia casi improbable— intuye que no está muy lejos de haber acertado con esa razón en apariencia desproporcionada o inexplicable. Uno conoce a un puñado de hombres de esa parte de la serranía. Una serie de pueblos y aldeas bendecidos por un paisaje incomparable, pero marginados y ninguneados secularmente. Una serie lugares que aún viven en carne propia los desmanes de aquella guerra incivil que no ha cicatrizado del todo, o lo ha hecho muy mal que es aún peor. Y si todavía en el siglo XXI hay más que vestigios de tanto rencor, ¿qué sería en 1950, cuando el odio era una larva venenosa que emponzoñaba los corazones con más intensidad por culpa del silencio impuesto, a causa de la libertad enterrada junto a los osarios dispersos donde se pudrían padres, tíos, abuelos, hermanos…?



Hoy he sentido el hondo malestar que produce comprobar, otra vez, que el rencor y la venganza son los conceptos más parecidos a justicia para algunos.
Y todo porque un juez ha colocado en la justa perspectiva el asunto de los tuits ofensivos del concejal madrileño Zapata.
¿Qué pensar cuando uno asiste perplejo al linchamiento de quien no se sintió ofendida? En demasiadas ocasiones me obligan a creer que vivo en la tierra donde Caín, una vez desterrado por Dios, encontró su asiento.



Alcanzar la mitad del año en las circunstancias en que lo estoy haciendo debe ser objeto de canto y agradecimiento a pesar de que transite un territorio fronterizo en lo espiritual. Más que vivir en la niebla, vivo sobre la cima redondeada de un otero llamado Interrogante. Pero aún así, hoy elevo mis ojos a lo más alto, es decir, a lo más hondo, insondable y secreto de mí.
Y aunque el mundo no haga más que mandar noticias de confusión y desánimo, aunque España (esta gran nación a pesar de tantos de sus gobernantes) haya retrocedido un poco más en lo que a libertad de expresión se refiere —sobre todo si se pretende criticar a quienes nos creen rebaño de ovejas modorras y, por tanto, mientras haya hierba que rumiar, todo va bien—, a pesar de todo, digo, hoy alzo mis ojos a los montes, entono un salmo de alabanza y canto un himno de acción de gracias.



Si uno se asoma al mundo, aunque sea de un modo tan parcial y nebuloso como el que permite la lectura de la prensa, tiene la sensación de que hay más planetas que uno solo.
No es cuestión de repetir aquí lo que periódicos, radios y televisiones difunden con diferentes acentos. Ni es cuestión de enumerar todos.
Se me ocurren tres.
Hay un mundo en que sólo interesa imponer una forma de entender sus creencias religiosas —desde el terror, la tortura y la muerte—, con lo que disfrazan lo único que les interesa: el poder a través del control de las reservas de crudo, de agua y de las mentes. Al final va a ser menester empezar a creerse que lo más dañino del ser humano son las religiones. Y volver a distinguir con constancia que no es lo mismo religión que espíritu.
Hay otro mundo donde lo único que interesa es cómo y cuándo se devuelve (o no) el dinero que se debe a ciertos prestamistas que hasta ayer eran socios. Con lo que disfrazan lo único que les interesa: el poder a través del control de las finanzas, saber que sojuzgan a los pueblos, porque sus gobiernos han empeñado varias generaciones futuras.
Hay otro mundo en que la buena noticia de igualdad en libertad, será duramente perseguida, por los que —sin ser de la misma religión que los citados arriba— en el fondo no se diferencian tanto de ellos.
Sin embargo hay algo común en cada uno de estos mundos, y en el resto que podría citar: el sufrimiento de los más débiles cada día es más hondo y más potente. O lo que es lo mismo cada vez es más difícil que se alcen y caminen erguidos sobre la faz de la Tierra haciendo honor a la dignidad que les confiere el mero hecho de pertenecer a la especia llamada ‘homo sapiens’.



Para Ana Carabias Martín y sus compañeras y compañeros
de promoción graduados en Filología española por la
Universidad Complutense de Madrid el 24 de junio de 2015.

Iba dispuesto a que la tarde del veinticuatro de junio nada ni nadie se infiltrase en mi corazón —ese lugar del cerebro que impide ser de hielo a la inteligencia—, porque se celebraba el acto en que la promoción 2012-2015, entre el alumnado mi hija menor, se graduaba en Filología Española por la Universidad Complutense de Madrid. Dicho así, se podría pensar en que mi tendencia al melodrama no abandona mis letras, pero mis hijas saben a lo que me refiero, y que tengo razón.
El acto de graduación se desarrolló en el Aula Magna de Derecho, porque no había espacio en el de Filología, ya que el número de graduados entre español e inglés quizá superase los doscientos. Es decir, más de doscientos nuevos enamorados de las palabras, más de doscientos nuevos letraheridos… Más de doscientos jóvenes que han descubierto que estudiar, conocer y amar el idioma y su literatura va a ser —como ya es— parte importante del argumento de su existencia. Más de doscientos jóvenes que, como se repitió varias veces, habrán respondido en múltiples ocasiones a la insidiosa pregunta, la más formulada en estos tiempos mezquinos y contaminados sólo por la preocupación de la supuesta eficiencia y del supuesto pragmatismo: ¿Qué salidas tiene una filología? Mi hija también lo ha tenido que hacer (me lo ha confesado más de una vez), aunque no a su padre. Casi nadie me cree cuando afirmo que nunca influí en su decisión, al menos de modo consciente. De mis labios sólo salió un consejo, cuando fui preguntado en el trance de la inminente elección de carrera, antes de acabar su bachillerato. “Estudia lo que quieras, lo que te guste, lo que te parezca mejor para ti como persona. No pienses en salidas laborales, eso es absurdo. ¿Quién te garantiza un puesto de trabajo si estudias lo que no te gusta pensando en que así encontrarás?” Esas o parecidas palabras es lo que salió de mi boca. ¿Ha sido determinante para su opción verme tantas horas entre libros o hilvanando palabras, ver cómo he disfrutado y sigo disfrutando con la apasionante aventura de leer o escribir? Esa respuesta le pertenece a ella. En todo caso, la desconozco. Tampoco se lo preguntaré. ¿Acaso importa?
Digo que iba dispuesto a que nada ni nadie se infiltrase en mi corazón y me impidiera disfrutar de la ceremonia (ni el calor pegajoso, ni la mala acústica y peor megafonía), aún sabiendo que es un mero mojón en el camino, un acto de escasas consecuencias vitales. Tuve toda la suerte del mundo en tal pretensión, puesto que, desde el minuto cero, el tono (lo más determinante en este tipo de reuniones) lo marcó quien presidió, la recién nombrada vicerrectora que, hasta hace unas semanas, era profesora de un buen número de graduandos pues daba clase de novela norteamericana, o eso entendí. Me refiero a emoción, no cursilería o gazmoñería; me refiero a esa autopista que conecta directamente a los individuos a través de los sentimientos. Para el rigor científico que se le supone a un acto académico, este tipo de disposición del ánimo parece el más imprevisible, sin embargo, es el más lógico en este caso, pues, al fin y al cabo en él cristalizan tantos esfuerzos y sueños, no sólo de los alumnos (aunque son los suyos los que se celebran y enarbolan), sino de las familias, de los amigos, e incluso del profesorado.
Como cualquiera esperaba, el gran caudal de emoción partía de la bancada de los rostros juveniles que ocupaban —apiñados y sonrientes, nerviosos y expectantes— diez u once filas del graderío central del hemiciclo. Cuando miraba hacia allí, es como si viera una unánime, única y gran sonrisa, sonrisa limpia y optimista, sonrisa horizonte despejado, pues sabe que el futuro es su territorio, el objetivo del que nada ni nadie podrá apearlos. Llegarán tiempos de dificultades y decepciones, de tropezones y desasosiegos, pero también son conscientes, bien a las claras lo demostraron en sus discursos, uno por carrera.
A veces los padres varamos en nuestra memoria sentimental (la más primordial del ser humano, pues fondea en el subconsciente) la imagen de una niña o un niño al que llevamos en brazos, o quizá de la mano. Tal es la fuerza con que hemos clavado esa instantánea que somos incapaces de lograr que lo que nuestros ojos ven y nuestros oídos oyen, sustituyan al ancla del pasado, por el vuelo del presente. A veces el único modo de extirparla es observar y escuchar a los compañeros de nuestros hijos para que comprendamos que su adultez es inminente, que son jóvenes, no sólo muy valiosos, sino imprescindibles para que esta sociedad no se carcoma de hastío y podredumbre en sus cimientos. La rebeldía y los sueños, la pasión y la impaciencia, la sinceridad y el hambre de justicia son los elementos fundamentales del paisaje que forma el territorio de la juventud. Siempre ha sido así, y es necesario que así sea. ¡Cuánto mejor le iría a nuestra sociedad si estos ingredientes abundasen un poco más en cualquier ámbito! 
Empezó el asunto por la última lección, que impartió Arsenio Escolar, quien —acaso porque trajo a sus palabras el recuerdo de sus momentos de recién licenciado en filología y periodismo— insufló optimismo y pasión a raudales en sus palabras. Continuó por la energía incansable de los aplausos que acompañaron a cada alumna y alumno en su camino desde el estrado hasta la mesa presidencial para recibir la beca azul celeste de la facultad de Filología de la Complutense, y el diploma conmemorativo (y eso que durante un momento se me embrumó la mirada y la imagen más anhelada de todas se distorsionó más de lo que deseaba). Y alcanzó el momento más álgido con la lectura de los discursos de los alumnos.
Ambos textos fueron distintos: más festivo e irónico el de Inglés, más hondo y reivindicativo el de Español que, al final, arribó con contundencia en las conciencias y en la emoción de los oyentes. Por lo que nos había dicho mi hija, el discurso de Español había sido elegido por los alumnos de entre tres o cuatro que se presentaron a valoración. Pero de la escucha de las palabras de Alicia —espero no errar el nombre de su escritora—, era bien sencillo deducir que su autora lo había modificado para incluir frases textuales de los otros discursos presentados, al modo en que se citan las obras en que se basan las afirmaciones de los autores. Espíritu democrático y, sobre todo, conciencia de que la verdad no es patrimonio de una sola garganta, conciencia de que es en la diversidad de miradas donde puede brillar el mayor número de caras de una realidad, nuestra vida, tan poliédrica que en geometría no existe el cuerpo que la pudiera albergar, salvo que existiera el ‘infinitoedro’, algo absurdo en sus propios términos.
Y al fondo de ambos discursos (aunque sin olvidar agradecimientos, defectos, carencias, reivindicaciones y errores), la proclamación pública de el amor apasionado por la lengua y la literatura que se demuestra en el convencimiento íntimo e inamovible de que el sentido del mundo no es el mismo con literatura que sin ella; más aún, con la sólida convicción de que unas de las armas más poderosas, eficaces y precisas para mejorar nuestra existencia y nuestro mundo son lengua y literatura. El ser humano evoluciona mediante la comunicación y por más que se modifique el vehículo o canal a través del que lleguen los mensajes, para su elaboración la palabra es, acaso, el material indispensable, aunque no único.
Sin embargo no necesité que mi hija me escribiera un discurso para transmitirme lo que sentía. No hizo falta que le explicase a la velocidad y con la temperatura a la que latía mi corazón. Ya sé que ambas afirmaciones parecen contradictorias con lo que he escrito. También los filólogos y los escritores (sobre todo quienes militamos en categorías inferiores, más aún que el equipo de fútbol de la ciudad) debemos practicar la humildad. Reconozco y sé que algunas veces (quizá las más trascendentales), las palabras no son tan directas, expresivas y contundentes como los gestos y las miradas. Cuando sucede, es que merece la pena haberlo vivido. En el caso de los que solemos pasar tantas horas con las palabras es más importante aún, porque comprobamos en nuestras carnes que, a la larga, las palabras no son el absoluto, sino que también son un instrumento al servicio de la esencia humana, un instrumente que intenta desvelar —al menos en parte— la niebla que nos enceguece y hace que el ánimo, en ocasiones, se trastabille y tropiece.



Vengo con el calor aún prendido en la piel. No he podido quedarme, como hubiera querido, a tomarme unas cervezas con quienes hemos leído en el recital de poesía organizado por la “Asociación de amigos del Pueblo Saharuai de Segovia”.
Empiezan ahora mismo las fiestas de la ciudad. A los pies del acueducto, como cada año, se presentarán a la reina y a las damas, se leerá el pregón, se declararán inauguradas las fiestas y Luz Casal hará que la noche de esta ciudad se meza con la melodía de sus letras que abrazan el amor y empujan también por caminos de libertad.
Tampoco iré.
El reloj, implacable, avanzará y el despertador cumplirá con su misión a las cinco y media, cuando la primera yema del dedo del amanecer asome detrás de la ventana.
La poesía no es acontecimiento multitudinario, y menos un sábado caluroso —el último de la primavera—en que se inauguran las fiestas de la ciudad y, además, apenas se ha promocionado en los medios; para más inri, los poemas serían ‘aparaguados’ por la sombra de la solidaridad con el pueblo saharaui que, reconozcámoslo, es una cuestión que se parece más bien a una vergüenza colectiva de la que quisiéramos zafarnos, frente a la que actuamos como si no existiera, pero que, de vez en cuando, surge y genera una sensación de mala conciencia que se pretende disimular con poco o nulo éxito.
Desde hace más de veinte años, para los segovianos escuchar Sahara, es familiar, gracias a esta asociación que, entre otras cosas, consigue cada verano traer un puñado de niños y niñas para que disfruten durante unas semanas de un verano diferente, para que puedan olvidar su realidad de personas casi encarceladas en su propia tierra, o, peor aún, en esos campamentos de refugiados que ofenden cualquier sensibilidad por muy escasa que se tenga.
Otra de las actividades de esta asociación es la subasta de obras de arte que ceden gratuitamente los artistas segovianos, y que luego se subastan. Desde hace un par de años se celebra, además, un mercadillo de artesanía en el que los artesanos de nuestra ciudad también ceden parte de su tarea y, además, se pone a la venta una muestra de la artesanía saharaui. Pues bien, en este marco, se ha celebrado por primera vez un recital de poesía.
El alma del acto, desde su organización, ha sido Jesús Pastor como nos consta a muchos, es un enamorado de la literatura, la enseña con pasión de fuego, escribe sus poemas y sus libros sobre Segovia. Por si fuera poco, junto a su mujer Carmen, y sus hijos, ha sido familia de acogida durante dos años de una niña saharaui; pero es que, además, digo, admira la poesía escrita en esa parte del planeta a la que hemos abandonado a su suerte, olvidando nuestra obligación en tanto que España fue antigua metrópoli. Él ha comenzado el recital leyendo tres poemas de su autoría, en los que directamente se refería a la tierra saharaui, a sus gentes, a ese dolor y a esa dignidad que les son propios.
Estuardo Álvarez, poeta guatemalteco residente en Segovia, poseedor de una sensibilidad desbordante que se concreta también en sus creaciones pictóricas e ilustradoras, ha leído un poema —que además llevaba ilustrado por él mismo— de una belleza y una sensibilidad exquisitas. Un poema lleno de la magia que tantas veces ilumina los versos que nos regalan y comparten los poetas sudamericanos. Un poema que hablaba de la solidaridad que siempre es posible y que —a pesar de todos los pesares— siempre, y en cualquier parte, aparece.
José Manuel García González ha leído tres poemas, uno suyo, otro de Félix Grande y otro de Ángel Fernández que aparecen en una antología poética editada en Madrid y que tiene como telón de fondo estos momentos de crisis en que aún nos encontramos y que van a ser difíciles de superar, por más que algunos se empeñen en afirmar lo contrario. Es decir, tienen como fondo la crítica a quienes han permitido tanto daño y tanto dolor
Berta Martín, la más joven del elenco, ha leído tres microrrelatos de su autoría, en los que su mirada se fija en los no triunfadores, sino en los que caminan en pos de la esencia y de lo que importa.
Mari Luz Baticón nos ha leído varios poemas cortos, ensartados como perlas de collar, en donde la protagonista era la mujer, esa mujer en tantas ocasiones devorada por un mundo que está mal, entre otras cosas, porque no se ha dado verdadera voz a la hembra de esta especie. El macho, encargado de dirigir el timón desde hace tantos siglos que ya hemos perdido la cuenta, normalmente sustituye su voluntad por un exceso de testosterona y todo lo soluciona de un modo similar desde hace miles y miles de años: matando a su hermano por envidia o por avaricia o por orgullo o por miedo… En el Sahara —la necesidad obliga— se vive casi en un matriarcado, acaso que algo deberíamos aprender.
David Benedicte, como siempre, ha usado de esa poesía repleta de sarcasmo y acidez, un humor corrosivo, para poner el dedo en la llaga provocando algunas sonrisas. A lo mejor, el lector —oyente en este caso— poco avisado, se puede quedar en la superficie de la primera lectura —audición—, en la primera evidencia que surge del texto; pero una lectura —escucha— más atenta descubre de inmediato los juegos de palabras, esa capacidad suya para jugar con el sonido de la palabra que empuja a una significado muy distinto, el que se vale de la similitud con el vocablo al que realmente alude.
Yo he leído cuatro poemas, y el último, escrito especialmente para la ocasión, lo publicaré un día de estos.
El acto ha concluido con la lectura por parte de Jesús de dos poemas de la poeta saharauí residente en Bilbao Fatma Galia Mohamed incluidos en su último poemario.
Y uno tiene la impresión, ahora que la noche ha caído y Luz Casal está a puntito de iniciar su actuación, que la poesía sigue siendo como una floresta, como una inmensa arboleda en que comparten territorio el ciprés, el pino, el olmo, el tilo, el sauce, la encina, el cerezo, el almendro, el abeto, la secuoya, la palmera… Todos son árboles, todos son necesarios, todos cumplen su misión, todos nos ofrecen su sombra, su fruto, el cobijo necesario para las aves, para sus trinos, para su amor, para edificar sus nidos…


No es casual que me haya puesto, para poder escribir lo que tengo dentro, “Los nocturnos” de Chopin. Quizá el autor a quien me referiré, no estaría muy de acuerdo con tal elección, porque lo más probable es que él tuviera unos gustos menos melancólicos, aunque tampoco tengo elementos que lo confirmen.
Necesitaba tiempo y espacio, unos días, antes de poder comentar lo que sucedió durante el acto público en que se dio a conocer el fallo del jurado de la vigésimo quinta edición del premio internacional de poesía Gil de Biedma.
Como quien dice, este certamen forma parte de mi calendario, pues apenas llevaba trabajando un par de años en la Diputación de Segovia, cuando se hizo la primera convocatoria. He saludado a la mayoría de los galardonados quienes me han ido firmando año tras año los libros correspondientes, tanto el premio como los accésits.
Sin embargo, en esta ocasión no va a ser posible, al menos en el caso de quien lo ha ganado, pues, por primera vez en su historia, el poeta autor del libro ya ha muerto. Y por si fuera poco, además, el poemario es una crónica de le mortal enfermedad que lo ha llevado a la tumba el veintinueve de mayo pasado. Con ese afán suyo de periodista de raza —aunque siempre se sintió y se definió como poeta— José Miguel Santiago Castelo (como se habrá adivinado), escribió “La sentencia” como una especie de crónica en verso del proceso que fue minándole la salud.
Al abrirse la plica donde se desvelaba la identidad del autor del poemario, una especie de estremecimiento cruzó a los miembros del jurado, y a mí mismo, pues había leído apenas una semana antes, el sábado treinta, en su periódico —el ABC digital— varios artículos que glosaban su vida y su obra.
La muerte es siempre un tema actual, porque es el final seguro de cualquier vida. Nadie suele desear su llegada, y hay muchas maneras de afrontarla, probablemente tantas como individuos. Sin embargo, en pocas ocasiones se puede uno asomar a unos versos que traten del modo en que este instante definitivo se va acercando hasta la persona, y cómo ésta vive estos momentos. Hay en este libro un aire vagamente familiar o próximo al estoicismo que aparece con tanta facilidad entre nosotros, y mucha serenidad de ánimo de quien sabe a ciencia cierta que ese momento es un escalón más, el último peldaño que da acceso, al fin, a la vida inacabable.
No hay resignación, tampoco hay alegría, pero sí hay aceptación y fe. Y dolor. Y queja, o mejor, quizá nostalgia por lo que de aquí abandonará. Pero sobre todo es un libro que abunda en los recuerdos; sin embargo no aparecen al modo preciso en que pudieran aparecer en unas memorias o una autobiografía, sino al modo caprichoso en que estos llegan al recuerdo del poeta. Poemas de la infancia, del noviazgo, de los viajes, del amor tranquilo, de su Extremadura en verano…
Andrés Barba, que deseo pueda firmarme un ejemplar de “El vientre de la ballena” el día de la entrega del premio, ha escrito un libro de una arquitectura poderosa, propia de un narrador que ha llevado al territorio del verso una historia donde la muerte también aparece, pero no como protagonista —como podría deducirse tras una lectura superficial—, sino como fondo, casi como un decorado.
El título, que remite a resonancias bíblicas, es una de las claves de la obra, porque Jonás, aunque parece que muere, en realidad se aloja en el vientre del cetáceo, donde encuentra la verdad. A mi modo de ver, Barba sitúa en este contexto el punto de vista de su poemario: dentro de la muerte o muy próximo a ella (la reciente muerte del padre es el fondo que matiza la luz de su cuadro o sirve de bajo continuo en su obra), la vida continúa, no se detiene, incluso los recuerdos de quien nos falta son casi ‘re-vividos’.
Uno se pone en la piel del jurado e intuyendo que quien ha escrito “La sentencia”, no usa como fábula ‘el argumento’ de la obra, sino que, en realidad, está leyendo una obra póstuma y autobiográfica, acaso los últimos versos escritos por Santiago Castelo —este era su nombre de “guerra”, como recordó JMP en el acto— quizá sea muy difícil evitar que este elemento juegue de modo decisivo en su decisión.
Parece, así contado, que se tratara de libros muy fúnebres, muy tristes, muy melancólicos, y, sin embargo no hay nada de eso. Por el contrario, si uno tuviera que definir ambos con una sola palabra (tan diferentes como son), no lo dudaría: serenidad.
¿Se puede actuar de otro modo cuando se sabe, como lo saben ambos, y como escribió Jaime Gil de Biedma en unos versos que Santiago Castelo transcribe a modo de orla en su poemario, que “envejecer, morir, / es el único argumento de la obra”?



En estos días ventosos, nublados y con tormentas tan desaforadas, los políticos se van sumando al clima, para que los ciudadanos, además de en la calle, debamos ponernos gabardina y abrir paraguas también en nuestras casas.
De algún modo es comprensible esta tempestad de declaraciones, diálogos y comentarios. Y como ocurre con las precipitaciones que vienen desde las nubes, casi nunca llueve a gusto de todos.
No voy a entrar —no por carecer de opinión, sino porque no me apetece— en cuestiones muy concretas, y menos aún en comentarios referidos a otros lugares, pues tras unas elecciones locales, lo primero que uno debe tener en cuenta que el tejido y el hilo que hilvana la urdimbre de las políticas municipales tiene mucho, aunque no todo, de particular: el estado de las vías públicas, la calidad del servicio del agua o de la recogida de basuras, la celeridad justicia y diligencia con que se conceden o deniegan las licencias, el talante de la persona que preside la alcaldía y el modo en que la oposición ejerce su tarea…
Pero a uno que, entre otras cosas, y por ser persona, se siente ciudadano, y que entiende la democracia como un ejercicio cotidiano, algo así como respirar, pagar impuestos o ir a la oficina, le apetece hacer algunos comentarios sobre algunas cuestiones que han ido surgiendo en estos días.
Me sorprende y me entristece, primero, el quejido de quienes pretendieron quitar opciones a las nuevas formaciones que decidieron ponerse en la línea de salida. Y me sorprende y me entristece, por dos razones, sobre todo. Para empezar porque en tal lamentación anida la sombra de la duda sobre la esencia de la democracia, pues es como si no se admitiera que otras ideas y otras propuestas —no siendo éstas delictivas— pudieran ser sopesadas por quienes, por otra parte, somos convocados a las urnas con denuedo y casi desaforadamente; y ello a pesar de que algunos —quizá como quien va de farol en una mano de mus— proponían no hace tanto a quienes protestaban que se presentaran a las elecciones. Y porque, con los resultados en la mano, se demuestra que los partidos tradicionales viven en el limbo de sus organizaciones que parecen dinosaurios nunca ahítos o satisfechos, sólo pendientes de su supervivencia aún a costa de los dineros de los contribuyentes, tal y como se demuestra día sí y día también.
Me sorprende y me entristece, también, que para algunos la democracia signifique gobiernos estables, siempre y cuando quien gobierne sean los suyos. Que la lista más votada sea el único argumento, no deja de ser muy mezquino, pues viene a ser como jibarizar o convertir en rito la democracia. Para algunos parece que ser demócrata es actividad olímpica (un día cada cuatro años), después, lo del diálogo, la negociación —es decir ceder yo y admitir algunas de tus propuestas, haciéndolas mías también—, la toma de decisiones consensuada, es algo inútil, porque ralentiza y parece inoperante. Y en todo caso, al menos para los ayuntamientos y diputaciones, si no existe mayoría absoluta tras la primera votación (se venga con ella directamente de las urnas o se alcance ésta mediante pactos), automáticamente pasa a gobernar la lista más votada. ¿En qué parte de este razonamiento se pierden quienes sostienen que un pacto de gobierno entre dos o más partidos es menos democrático que la lista más votada? Todo ello, además, teniendo en cuenta —porque también se olvida con facilidad— que no se elige alcalde o alcaldesa, sino corporación municipal, y que son los concejales o diputados electos quienes deciden quién ha de presidirlos.
También me sorprende y entristece el desprecio manifiesto a la inteligencia ciudadana que destilan —más bien escurren— algunas declaraciones, realizadas, supuestamente, tras un sesudo análisis de los resultados, cuando cualquiera, con un simple vistazo es capaz de dar con el verdadero quid del asunto. Sin embargo parece cosa de herejes admitir errores, mala selección de candidaturas o, simplemente, desgaste propio e interés de la ciudadanía por dar paso a otras personas. No, no es herejía asumir y decir con tranquilidad y sin dramatismos que los votos son igual de válidos y sagrados cuando a uno le envían al gobierno que cuando le sientan en la oposición.
Y por último, pues entrar en otros asuntos sería adentrarse en jardines que no me atraen lo más mínimo, lo que más me sorprende y entristece de todo lo que se ha dicho en estos días, es que algunos sigan creyendo que el miedo es el mejor recurso retórico, un poderoso modo de convencer raciocinios y mentes adultas y bien formadas.
Muchos siguen pensando que han sido ungidos con el óleo santo de los representantes enviados por la divinidad y no pueden entender derrotas —que en todo caso son pasajeras, como las victorias, dicho sea de paso—. No habiendo por medio acusación de fraude, considerar injusto el resultado electoral, es demostrar una traición del subconsciente, algo así como certificar que el verdadero pensamiento —dicho por lo suave— es que la democracia sólo sirve a algunos si vencen. Y si esto no sucede son capaces de cualquier cosa…, incluso usar el miedo como única arma en su discurso.



Ayer me llegó el último poemario de Marian Ramentol, Primaria, decisiva e inaprensible, del que daré cumplida cuenta en su momento. Sólo con la dedicatoria tan sugestiva —“Todo cuanto he escrito no existe todavía”— merecerá la pena zambullirse de nuevo en su poesía surreal, intensa, precisa, insobornable a modas, gustos de la galería.
Pero hoy me debo a otro libro.
Al regresar de la oficina, en casa me esperaba El caso de la Pensión Padrón, escrito a escote, a cuatro manos, por mis amigos Ana Joyanes y Francisco Concepción. De esta novela, sin leer el ejemplar que me acompaña, ya puedo hablar, ya quiero hablar, ya necesito hablar.
A lo largo de este tiempo, unos dos años si no me equivoco, ¿cuántas veces he deseado hacerme eco de su contenido, de su proceso de escritura incluyendo la pasión, el deseo, las dudas que han ido jalonando este tiempo?
Podría buscar, pero no me apetece hacerlo ahora, los primeros rastros, los balbuceos iniciales que dieron pie a la obra que ha visto la luz, allá en Santa Cruz de Tenerife los últimos días del mes de mayo.
Ahora la ilusión me desborda, pues bien sé la cantidad de tiempo que ha llevado a sus autores arribar en buen puerto esta tremenda historia.
Me llegan ecos de las reacciones (algunas no las comprendo muy bien) que se están produciendo en la isla respecto del libro, puesto que está basado en un hecho real que conmocionó la vida santacrucera durante unos meses. En el fondo no me extraña el revuelo. Era de esperar. Transcribo el arranque de la novela, o sea que no desvelo nada del texto:
Un cadáver entre colchones
Crónica: Samuel Nava
Agentes de la Policía Local de Santa Cruz de Tenerife han encontrado un esqueleto humano debajo de los colchones sobre los que durante los últimos dos años ha estado durmiendo una pareja, en la tercera planta de la Pensión Padrón de la capital tinerfeña.
Nadie ha podido dar una explicación a este macabro suceso, ni siquiera la propietaria del inmueble, de avanzada edad.
Efectivamente, se trata de un hecho tan macabro y tan real como recogen estos párrafos publicados en prensa, párrafos que sirvieron de inspiración o espoleta para que Ana y Francisco, años más tarde del suceso, empezaran a edificar su relato. Es decir, ellos, simplemente se han limitado a rescatar un hecho casi olvidado y sobre unos mimbres de realidad han creado una ficción bastante plausible.
Conozco con suficiente profundidad el texto como para hacer una reseña del mismo. Podría resaltar la facilidad con que se han imbricado dos estilos de autores tan distintos como Ana y Francisco. Podría hacer hincapié en la fluidez lograda por el texto. Podría enfatizar la originalidad de mezclar dos puntos de vista para narrar la novela: por una parte el objetivismo casi absoluto, emparentado con documentales o con ese tipo de cine en que el director se ‘limita’ a poner en funcionamiento la cámara para que ésta recoja lo que sucede ante su foco; y por otro lado el subjetivismo del autor omnisciente que penetra en los más profundos pensamientos de uno de los grupos de protagonistas, el del periodista y la investigadora que se empeñan en intentar descubrir la verdad. Podría ahondar en un tema casi filosófico que crece poco a poco, a medida que el argumento avanza y que desemboca en una pregunta que el lector atento se hará tras alcanzar el punto y final: ¿Qué es la verdad? Y por último, debería referirme inexorablemente a la valentía de Francisco Concepción y Ana Joyanes por asomarse a uno de los aposentos del infierno y habérnoslo trasladado con la mirada transparente de quien no juzga, de quien simplemente se da cuenta de que el averno no está tan lejos de nosotros, acaso a nuestro lado y que el sufrimiento de quien allí habita alcanza proporciones casi imposibles de digerir para la inmensa mayoría. Por suerte, añado. Y a colación de esto último, quizá debería reflexionar sobre la verdadera dimensión ética del escritor, que no debiera ser juzgar los hechos, sino intentar presentarlos al lector con la mayor objetividad posible y con el mayor número de puntos de vista a su alcance para que el lector pueda decidir por su cuenta, con suficiente conocimiento de causa. Determinar que algo sea bueno o malo, admirable o reprobable, admisible o inadmisible, no es misión de quien escribe, sino de quien lee; pero para que su juicio sea recto debe contar con todos los elementos o con la mayoría de ellos. A veces de un matiz, uno solo, depende llegar a una conclusión o a su contraria.
Pero todo esto lo dejo a otros, lo cito como quien prende un par de candelabros para apenas iluminar un camino, el sendero por donde se adentre el lector.
Porque, con ser importante cuanto vengo diciendo, a mí me importa más la pasión y la ilusión que durante dos años han puesto Ana y Francisco. Sin esa dosis de amor ilimitado y loco por este oficio, hubiera sido imposible culminar el proyecto. Ese ánimo se transparenta en muchas páginas del texto, pero yo diría que, de modo especial, en el respeto y cariño con que retratan a los personajes, sobre todo algunos de los más repulsivos a priori, pues forman parte de los parias desalojados de nuestra sociedad, unas veces por voluntad propia, otras porque la vida los ha arrojado al rincón más hediondo del estercolero.
Han sido varias decenas de correos electrónicos, tres o cuatro relecturas, algún pobre consejo, alguna mínima corrección y muchas horas de reflexión compartida como para no sentirme implicado de modo tan especial en El caso de la Pensión Padrón. Sé que no soy el único, sé que otros buenos amigos (Miguel Ángel Brito, Iván González Barrios, Inma Vinuesa, José Antonio Perales, Alexia Sálamo y Sara Sálamo) han estado muy presentes aconsejando, iluminando y animando —mucho más y mejor que yo—, pero también sé que he sido honrado con su confianza y que, al fin, todo el esfuerzo ha merecido la pena.
Además he tenido la bendición, gracias a que me implicaron en el proyecto, de aprender que incluso en medio de la realidad más repulsiva, cabe un resquicio para cierta luz, para un relámpago de amistad, aunque todo concluya del modo en que el lector conoce desde el primer párrafo de la novela.
Como recoge la nota introductoria, Jacques H. Bernardin de Saint Pierre dejó escrito: “El hombre es el único ser sensible que se destruye a sí mismo en estado de libertad”. Nada que objetar. De hecho añadiría que el hombre es esa parte de la creación capaz de hacer del infierno un territorio habitable en esta vida, sin necesidad de esperar a otra. Pero también añadiría que es ese ser capaz de asomarse a sus estancias y arrojar sobre ellas una mirada de misericordia.
Concluyo con un aviso: la novela puede herir determinadas sensibilidades, pero también puede abrir muchos ojos, y ojalá que unos cuantos corazones. De lo que estoy seguro es de que El caso de la Pensión Padrón no dejará indiferente a nadie, pues al fondo del relato, el lector sabe desde el principio que, tanto horror no fue ficción.



La pereza, no descanso o vacaciones o fiestas o jornadas de asueto, sino lo que el diccionario define como “negligencia, tedio o descuido en las cosas a que estamos obligados”, la verdadera pereza, en fin, no es, paradójicamente, animal lento o inconstante, ocioso o distraído, inactivo o cansado; la pereza, por el contrario, es bestia incansable y voraz, paquidérmica y sigilosa, incesante y astuta, aunque parsimoniosa; no suele precipitarse, espera el momento adecuado y cuando actúa es difícil escapar de su abrazo constrictor o de su mordedura cuyo objeto no es acabar con su pieza, sino abastecerse de ella durante mucho, mucho, mucho tiempo.
Porque es, además, un abrazo engañoso, un aprisionamiento que parece menos definitivo de lo que en realidad es. Distrae a la presa; no la inmoviliza del todo: permite que respire, accede a que sustituya una actividad por otra, la hipnotiza procurando convencerle de la necesidad de un descanso, o de la inutilidad de la tarea o de su incapacidad para realizarla de un modo digno. (Esta es la peor de las trampas, si la víctima acepta que ya no sirve —¿sirvió, acaso alguna vez?— para hacer aquello para lo que se desvivía, entonces casi no hay solución: con toda probabilidad acabará por ser deglutida por esta especie de boa constrictor que nunca tiene prisa, pero que acecha sin desfallecer).
Y se hace muy difícil escapar al dulce sopor con que paraliza al damnificado por su abrazo. El tiempo se contrae, como una de esas prendas cuyo tejido encoge al ser lavado, es apetitoso el sucedáneo (o sucedáneos) con que al principio sustituye la tarea.
Así, cuando el herido quiere darse cuenta, casi ni consume su tiempo en otras actividades o tareas, sus jornadas discurren en la total acidia, con la sensación de no vivirlas, sino de sobrevolarlas. A veces sube, baja o gira la mirada, busca aquello que antes le ocupaba las horas más felices de sus días y contempla de pronto, entre sorprendido y asustado, una elevadísima montaña escarpada, llena de paredes verticales, sin senderos visibles por donde acceder a ella. Entonces menea la cabeza con un suspiro inaudible: nunca regresaré a esa cumbre, se dice, e incluso se pregunta: ¿Acaso he estado allí alguna vez?
Y lo mejor, lo que distingue a la pereza de otras alimañas aún más peligrosas y dañinas, es que inmoviliza, pero no consume: perdura el buen ánimo, continúa el trato con otras personas —siempre y cuando sean ellos quienes inicien la conversación—, no afecta a los buenos propósitos ni a la esperanza incierta y vaporosa. Es como si su alimento dependiera de que su víctima no perezca del todo, como una sanguijuela que precisa del fluir sanguíneo de su víctima para alimentarse, cobijarse y no perecer de inmediato.



Pasión, búsqueda, mirada diferente, depuración, voz propia, silencio, soledad…
Acompañado de una jaqueca que en pocos minutos pasó de ser un germen a frondoso arbusto, a pesar del paracetamol que me dio la joven mejicana que trabaja en la librería, acudí el miércoles a Entrelibros, a la presentación del nuevo poemario de José María Muñoz Quirós “La voz del retorno” editado con su habitual esmero y delicadeza por Eurisaces. Es el segundo libro que conozco de esta colección —el otro es “Punto K” de David Hernández Sevillano, quien el miércoles presentó a JMMQ con su habitual capacidad para penetrar en lo fundamental—. Ahora confirmo mi anterior impresión: las pequeñas editoriales dedicadas a la poesía se esmeran con sus criaturas como si fuesen los dones más preciosos que han recibido, el mimo, el cariño, el cuidado que ponen en su obra debería ser aprendido por otras, acaso más pendientes de otras cuestiones que tienen que ver con la cuenta de resultados y no tanto con el cuidado por la obra bien hecha. Sentir en las manos y en los ojos que el texto respira, que el papel abraza con firmeza las letras que allí se ofrecen al lector, que cada detalle cuenta y cuenta mucho, parece patrimonio casi exclusivo de quienes saben que el lector de poesía no se conforma con cualquier sucedáneo de libro. (No es lo mismo el pan de supermercado que el de panadería).
[Cada día comprendo mejor la inmensa fortuna que he tenido con la edición mis poemarios. El continente en los cinco casos (las dos autoediciones y el libro de Unaria y el de Siltolá, y, por supuesto, el regalo que me hicieron ahora casi hace un año —la edición no venal de “Los andamios de los pájaros”, un capricho y lujo, se mire por dónde se mire—) se puede encuadrar en el mismo grupo de Eurisaces; al fin y al cabo, Marcus Virgilius Eurisaces era panadero romano que abastecía a la población de la urbe y a las huestes del Imperio].
Y acaso todo esto no sea tan casual, pues leer poesía requiere de tranquilidad, silencio y una calidad que no se llevan muy bien con presentaciones en abigarrados renglones de letras con cuerpos pequeños sobre papeles enclenques, porque si siempre es rigurosamente cierto que el lector es la clave del proceso literario, pues de su tarea depende completar el proceso de comunicación que inicia el autor con su propuesta, en el caso de quien lee poesía, lo es aún con más intensidad, pues el sentido último de los poemas difiere con cada mirada. Que el lector se encuentre cómodo con un libro de poemas entre las manos, es más importante aún que en narrativa y los verdaderos editores de poesía lo saben a ciencia cierta.
Y si esto es así en general, en el caso particular de los poemas de Muñoz Quirós el asunto cobra más importancia.
Hace algún tiempo (aunque sea de modo intermitente) que sigo su obra. José María me es familiar desde hace años, desde que obtuvo el Gil de Biedma, y con posterioridad, se incorporó a las tareas del prejurado y de jurado. Tal cercanía se ha acentuado este año al compartir tarea en el “Huerta de San Lorenzo”.
Que uno hable del poeta abulense —que ya ha sido objeto de estudios universitarios—, podría considerarse osadía por mi parte, pero su cercanía y su convencimiento de que la lectura de cada lector es necesaria, imprescindible e importante, me evita el rubor.
En “La voz del retorno” avanza JMMQ por el sendero que viene transitando desde hace algún tiempo. Cada nueva entrega es un paso más en ese camino hacia lo esencial humano, hacia la desnudez de la palabra, hacia la sencillez formal del poema —generalmente de arte menor—, hacia lo liviano de la anécdota que da pie al poema, hacia lo más ‘espiritual’ de nuestro ser. Uno siente que sus pasos son paralelos a los de Colinas —buen amigo de Muñoz Quirós—, al menos en lo fundamental, no en la forma en que cada autor concreta su propuesta.
Pero a falta de la lectura serena del libro —al que apenas he echado un vistazo rápido, fugaz casi—, me quedo con algunas palabras del acto, precisamente las que encabezan esta entrada.
La pasión con que el poeta vive la poesía, que puede llegar a ser obsesión cuando más enfrascado está en su obra. Su afán de búsqueda infinita o de radical inconformismo. Su mirada diferente sobre el mundo y cuanto lo ocupa o lo preocupa. Su constante e incansable tarea de depuración de los versos, decantando y destilando sin pausa para intentar que lo superfluo desaparezca. Su afán por hallar la voz propia que, por muchas influencias que cada poeta tenga, a la postre debe ser reconocible e intransferible, aunque sea su voz mínima, acaso enmudecida en mitad del ‘mundanal ruido’ que, incesante, vocea sus mercancías. Y, en fin, el silencio y la soledad —sobre todo interiores—: claves insustituibles para que todo lo anterior sea factible, no mero deseo, no mera ilusión casi inalcanzable…