Me ha mojado la lluvia, lluviagua, esta tarde de abril, me
han llovido poemas, lluviaverso, esta tarde noche de abril, y, como ocurre cada
primavera, el ruiseñor es lluviacanto de seda y estrella sobre la tarde noche
de abril.
Lluviagua, lluviaverso, lluviacanto…
No pronuncio palabras estatua, no pronuncio
palabras monumento funerario que aspira a la vida eterna —curioso tanto afán de
la muerte por quedar para la vida eterna, como si el sol clavase sus lanzas o
sus besos en la entraña de las madrugadas—, ni siquiera se trata, decía, de
palabras como árboles centenarios o como cualquier placa que anuncia el nombre
de una calle, no, todo es más sencillo, más efímero, pero, quizá más hondo,
quizá más palpitante, hablo, decía —digo—, de la lluviagua de esta tarde noche
de los idus de abril, y de la lluviaverso de esta tarde noche los idus de
abril, y de la lluviacanto del ruiseñor de esta tarde noche de abril, hablo,
pues, de la vida, o, al menos, hablo de su semilla, o, siendo aún más preciso,
hablo del río o del canal o del cauce que contiene el alimento para que, quizá,
las semillas estallen en flor y en vida, por efímera o frágil u oculta que sea,
no hablo, pues, de palabras estatua o palabras monumento funerario o de
palabras árbol centenario o de palabras placa donde anida el nombre de una
calle, no pronuncio palabras que aspiren a eternidad o palabras destinadas a
ser releídas por decenas de generaciones, hablo, decía —digo, repito—, de
lluvia, de vida, de semilla, de río, de palabras que brotan y crecen y afloran
e irrumpen y desaparecen y mueren o se transforman, hablo de lluviaverso, hablo
de lluviagua, hablo de lluviacanto, hablo de lluvia lenta y sosegada, abundante
y sonriente… lluviaesperma.
Acodado, asomado a la ventana de la noche, mientras
el humo último del cigarrillo se escapa para hacerse latido de la noche,
escucho lluviacanto del ruiseñor que empapa mis oídos y se me filtra, como la
lluviagua por vetas precisas, hasta alcanzar el surco en mi cerebro, para que
lo reciba como la tierra, supongo, recibe la lluviagua y espera tan quieta, y
espera tan muda el brote lento y misterioso de la vida.
En la línea de cielo torreada que mis ojos
escrutan tantas veces, brota fuego de antorcha sobre un tejado, sé que me
engaña el aire —tan hialino como los ojos de un niño—, sé que es un reverbero,
un hálito de la luz de una farola urbana; pero veo una antorcha que arde o
crepita y canta fuego cruzando su faringe de cristal, y es como si mis ojos
recibieran lluvia, la lluvia encadenada al color de aquellas caricias de piel
cansada y arrugada, la lluvia que empuja los recuerdos de aquella lluviafuego
que crepitaba en la lumbre baja de la cocina amplia y cálida, abrazo de
zaguanes intensos y austeros, como surcos labrados y quietos y mudos dejando
que la lluviagua empape las semillas para que luego broten y crezcan y afloren
e irrumpan y desaparezcan y mueran o se transformen…
Lluviagua, lluviaverso, lluviacanto,
lluviafuego me empapan esta tarde noche de los idus de abril