El pensamiento mayoritario en occidente, que se extiende como mancha de
aceite por el resto del orbe, afirma —aunque no lo diga, sus obras lo atestiguan—
que lo más importante es alcanzar la meta, a ser posible en primer lugar. Éxito
es la palabra fetiche de la contemporaneidad. Flanqueada por algunos de sus inseparables esbirros: victoria, fama, poder, influencia, riqueza…
Sin embargo, y si soy sincero conmigo mismo,
debería recordar que la verdadera felicidad —lo más importante para el ser
humano cuando se mira a sí mismo— no la he alcanzado cuando he atravesado la meta,
sino mientras recorría el sendero, sobre todo cuando no intentaba engañarme a mí
mismo —lo que sucede con facilidad pasmosa—. Por tanto, lo que en verdad debería
valorar no es el resultado final, sino el trecho recorrido y la forma en que se
alcanza.
En demasiadas ocasiones sólo pienso en el
final y me pierdo todo cuanto le precede. Me proyecto en el futuro —aún
inexistente, por ello incierto— y me olvido de lo único real, el presente,
incluso me olvido de usar las herramientas adecuadas de forma correcta.