Cómplices

Miércoles, 2 de marzo de 2011

El frío ha decidido hacerse garra sobre nosotros. No me refiero al frío definitivamente invernal que campea sobre estas altas tierras de la Península Ibérica, me refiero a ese frío que atraviesa nuestras almas, cuando ciertas noticias se tornan palabras cuyo formato se parece a un alfanje ensangrentado.
Ayer, si no me hubiera extendido tanto, tendría que haber hablado de que antes de entregar Versos como carne a Luis Javier Moreno, quien lo presentará el próximo día catorce Dios mediante, estuve en La Tertulia de los Martes escuchando a Marcos Torrente Giralt, hablando sobre las cosas que nos interesan a los escritores, sobre esa pasión al parecer inextinguible que nos obliga a escribir y nos obliga a mirar de cierto modo el mundo que nos rodea. Como bien dijo, escribir, antes que nada, es mirar. A mí me gusta decir, siguiendo en esto a Claudio Rodríguez, que escribir, antes que nada, es contemplar, que es una forma diferente de mirar, un modo que implica a todo el ser, que lo empuja a cierta suerte de movimiento, aunque no se levante de la silla. Tampoco tiene ahora mayor trascendencia ese matiz. Porque, como decía Torrente Giralt, esa mirada nos descubre que el mundo no es un cuadro resuelto en blancos y negros, sino un lienzo lleno de grises. Allí donde todo es blanco o todo es negro, la literatura tiene poco o nada que decir, la literatura encuentra su ubicación precisa en el rastreo de los grises, en sus matices infinitos. Nada es absolutamente verdad, ni nada es absolutamente mentira; ni siquiera lo que es verdad lo es del todo, según y cómo. La percepción que tenemos del mundo no es igual en ningún caso. Nadie puede estar seguro, ni siquiera, de ver exactamente el mismo color al mirar el mismo objeto. En toda esta amalgama de ideas reposa, en el fondo, la tendencia casi ineludible de la literatura contemporánea de explorar en las conciencias de los protagonistas, empezando por la del propio escritor.
Hoy, todo esto, como una lluvia invisible, ha tapizado mi día. Se han mezclado, casi como un caos, la dicha por el nuevo libro; un incipiente dolor de cabeza, que me ha atosigado toda la mañana como una guerrilla certera y al tiempo intermitente, hasta que un analgésico ha acabado con tanto pendenciero que andaba suelto; una llamada de teléfono de un amigo, me ha reforzado en la tarea que aún tenemos por delante; un correo electrónico de un amigo poeta ha servido para que la garganta se me hiciera un nudo inextricable; otro correo de una amiga ha decidido que abriera este portón que hoy pensaba mantener cerrado…
¿Qué me queda…? Mejor dicho, ¿tanta palabra, tanta línea, tanto párrafo sirve de algo…?
Sí, rotundamente, sí. Es lo único que nos queda, es la única explicación posible a esta confusión, es el único modo en que la esperanza no desaparezca ahogada por una lágrima cósmica y definitiva…
Porque después de tanta mezcla, de tanto zarandeo, uno mira atrás y se percata de que algunas de estas cosas ya las había imaginado, ya habían anidado en mí como una ficción que, por desgracia, la realidad supera a cada minuto.
Anoche mismo, otra bloguera me escribía sobre cuestiones similares. En realidad fue su entrada de ayer, y el comentario que hice lo que impulsaron su correo. Y es que esa entrada, ese comentario y ese correo, me hicieron revivir Gorrión de invierno, esa novela que tanto quiero... Y ahora, así de golpe, su asunto (incluso parte de su argumento) descerrajan el ámbito de la ficción, para aparecer en forma de desgarro concreto no una, sino dos veces, en dos días...
Y uno, asomado ante ese abismo, negro y sin fondo, siente deseos de abandonar, dejarse llevar por la corriente; pero a los pocos instantes, sin saber por qué, se remeje en su asiente, agita la cabeza, sonríe levemente y continúa. Es como si alguien te soplara al oído: 'Una cosa es perder y otra rendirse. Perder, perderás, pero te tendrán que derrotar, hasta ese día, mientras tu corazón lata, no tienes derecho a abandonar'. Quizá sea una falacia, quizá un autoengaño... ¿Y qué más da? ¿Acaso importa? ¿Es peor esta tozudez que bajar los brazos, detener el paso, y sentarse a que el tiempo me dé el golpe de gracia?
En el fondo se trata de algo sencillo de explicar, mas inalcanzable por nuestros medios. Aspiramos a la eternidad, ese es nuestro afán; sin embargo sabemos, pues la vida se encarga de mostrárnoslo con tozudez incansable, que somos finitos, perecederos, frágiles, fugaces casi… Algunos tenemos la dicha de haber encontrado un modo de perdurar un poco más, de soñar con que, tras nuestra marcha inevitable, una sombra nuestra aún podrá ser acariciada por individuos que ni siquiera son ahora… En este sueño se cifra nuestra esperanza, y así soñando, quizá, en alguna ocasión, nos convirtamos en tenues luciérnagas que sean andarivel para esta tremenda oscuridad que nos envuelve…