Cómplices

Lunes, 18 de abril de 2011

Hay días que tienen su propio perfume, un aroma especial e intenso que lo llena todo. En este caso es como si el aroma de la amistad se ha concretado en la tinta fresca de un libro que ha llegado a mis manos, por fin.
Ya sé que llevo algunas fechas hablando de lo mismo, pero es lo que tiene un diario. No se trata ahora de repetir lo que ya he publicado en otros dos blog, con pocos minutos de diferencia, pero sé que al final diré lo mismo con otras palabras. Hay ciertas cosas que no se pueden evitar, que no se pueden ocultar. Hay veces en que por más que uno lo pretenda también la satisfacción llega. Las campanas parece que repican. Del mismo modo en que las lágrimas y las heridas se abren paso en estos renglones con la facilidad con la que se respira (aunque siempre sea un milagro), del mismo modo, digo, hay que permitir que ese redoble de campanas atisbe estas páginas.
La sola publicación de Oscurece en Edimburgo no es la meta, pero es el hito imprescindible e insoslayable para llegar a la meta. Y la meta no es otra que alcanzar el corazón de los lectores con esta historia.
A ciertas horas y en ciertos momentos, uno no sabe qué sentir, ni qué decir, ni qué opinar. El vértigo es una sensación real, explícita. Da igual el tiempo que lleves en estas lides.
Pero, en este caso, no se trata de tiempo, sino de otra cuestión.
A la hora de la verdad, nunca he pasado de un modestísimo amateurismo con repercusión local (y hablando del ámbito literario, ya se sabe que este eco es aún más débil, casi mudo). Siempre he jugado en Regional Preferente. Ni siquiera me he asomado por la Tercera División. De pronto, y gracias a este invento de la informática siento que se puede dar otro paso, uno más, con ilusión y con satisfacción, pero está ahí el vértigo, aunque esta vez como el viaje lo hago en compañía todo es más fácil, y no puedo permitirme el lujo de pararme o de asustarme. Somos una piña, y tengo que responder.
Intentaré hacerlo lo mejor posible.