Cómplices

Martes, 19 de abril de 2011

Dice el poeta canario José María Millares Sall (1921-2009) en el prólogo a su obra Cuadernos 2000-2009 (Editorial Calambur):
Escribo a diario y, preferentemente, de madrugada. A veces pienso que escribo para una generación que aún no ha nacido, y para otros que todavía tendrán que aprender leer poesía. A estas alturas, libros de versos hay ya demasiados, unos mejores y otros tan faltos de calor que mejor sería quemarlos; o que de tan fríos habría que juntarlos y a ese fuego arrimarlos.
Tenía o iba a cumplir los ochenta y ocho años, si no me fallan las cuentas. Me ha sorprendido todo el prólogo, porque es como una voz más que ha llegado a mí con el mismo tema en esta jornada y que, también, me anda revoloteando desde hace algunas semanas.
Pocos párrafos más arriba habla de la libertad que ha encontrado como artista con el paso de los años. Escribir sin pensar en el lector, sino como si obedeciera a esa voz interna que le ordena una tarea incomprensible para los demás. Tanto, que hasta perdió amigos en ese proceso tenaz y probablemente doloroso de la escritura abocada a la soledad de la incomprensión.
Por otro lado, he descubierto un artículo en el que se reflexiona –a partir de una diatriba durísima contra un afamadísimo escritor- sobre qué es la Literatura, qué cosa ha de ser. Porque no es lo mismo escribir libros que hacer Literatura...
O eso parece.
A la conclusión a la que llego es que el verdadero artista –y supongo que esto ha de servir para cualquier arte, no sólo el literario- no se puede conformar con lo que ya hay, sino que tiene que avanzar, tiene que abandonar –incluso a riesgo de perderlo todo- el terreno trillado y conocido. De algún modo –como intuye Miralles- escribir para otra época futura, para otro lector, quizá el que aún no haya nacido…
En caso contrario, no podrá ser considerado artista, sino mero repetidor de fórmulas más o menos viejas, más o menos conocidas, más o menos populares. Y para eso, mejor acudir a las fuentes, a los que primero hollaron aquel sendero. Es probable que allí encontremos lo mejor, mucho más que en sus epónimos…
Y entonces la pregunta se clava como una lanza en el corazón, y la duda se arrellana –cómodamente- en un sofá del cerebro.
Y ahí se queda, porque responder causa vértigo… No poco precisamente.