Cómplices

Martes, 12 de julio de 2011.

¡Hacía tantos años que no veía llover de esta manera! ¡Qué modo de caer agua a primera hora de la tarde!
Ya sé que hablar del tiempo es como repetir las conversaciones que se producen en los ascensores, cuando no tienes nada que decir a tu vecino, o en la barra de los bares, al juntarse un par de soledades ambulatorias, incluso en las oficinas para construir con esta conversación meteorológica el marco del concepto de buena educación y civismo al que estamos abocados los humanos, como debe ser siempre. Es el mínimo. No con todo el mundo se puede –ni se debe- hablar de lo que al corazón le duele, ni siquiera de lo que al corazón le alegra…
Pero hoy ha llovido de un modo intenso, casi tropical o mediterráneo. Supongo que mañana la prensa dará los datos, pero me han parecido muchos litros, caídos a toda velocidad, como si huyeran de una persecución organizada en las alturas. Ya han subido a Internet alguna foto con la imagen de alguna calle colapsada y los bomberos achicando agua como buenamente podían. Alguien ha escrito un tuit muy original. Se ha asomado a la ventana y ha descubierto a Noé navegando por la calle. Imaginándome a quien lo ha escrito asomada a la ventana de su despacho en Fernández Ladreda, he sonreído, porque contemplar al viejo Noé barbado sobre su Arca mientras cruzaba una de las dos calles principales de la ciudad, no deja de ser una imagen que se acomoda al surrealismo amable con el que tanto hemos disfrutado en España en ciertas películas. Las escenas de El bosque animado o alguna de Bienvenido Mr. Marshall o La escopeta nacional y alguna más, después de leer esa frase, repuntaban en mi memoria con la suavidad de los buenos recuerdos, esa clase especial de lenitivo para el corazón que se necesita de vez en cuando…
La tormenta, el momento más intenso de la tormenta, me ha pillado dormitando con la etapa del Tour, más que en las retinas, en su zaguán, y me ha hecho recordar de inmediato, el instante que siempre me hace recordar este fenómeno cuando se produce de esta manera. Una tormenta de sesenta litros por m2 en Segovia en menos de media hora hace treinta años, si no me equivoco, cuando yo estaba en Valladolid. La tormenta –sus consecuencias- las vi a través de la televisión en casa de mis tíos, donde me alojaba, no sé si por una semana o quince días, en el barrio de Los Pajaritos. Y estaba en Valladolid, no porque la ciudad sea un destino para el veraneo, sino porque tenía la pretensión de que en Pucela encontraría al editor que cayera rendido a los pies de mi segundo poemario, sin duda el peor de todos cuantos he escrito… y mira que he escrito poemarios fallidos. Pero entonces no lo sabía, entonces pensaba que yo podría llegar a ser si no el más grande, uno de los que se les acercara. No me cabía ninguna duda. Y si no estaba en Madrid, procurando hacer lo mismo que intentaba en Valladolid, era porque no tenía dinero y porque la estancia vallisoletana me salía a coste cero… O sea porque era lo menos parecido a un bohemio o a un valiente.
Pero a lo que iba…
De aquella tormenta recuerdo la imagen de un coche blanco –no sé si un R4- a la deriva en una calle que a través de la tele no supe identificar, y la de unas cuantas docenas de melones que la fuerte riada se había llevado del puesto que el melonero ponía frente a los Jardinillos de San Roque –donde hoy está la Comisaría- y que flotaban como barcazas al final de San Millán –unos quinientos metros más abajo-, justo donde la cuesta empinada concluye y se remansaba el agua normalmente en un charco, aunque aquella vez parecía un pequeño lago. Es la característica de Segovia. En caso de inundación, ésta será mayormente en dos zonas de la ciudad, el resto se verá libre de ella. Otra cosa son los destrozos que produzca el propio ímpetu del agua en caso de lluvia torrencial como la de hoy mismo, pero esto es poco probable. En esta ciudad el agua sólo se estanca en puntos muy concretos, hacia San Lorenzo, hacia la Fuencisla, quizá en el Alcázar, por el resto de la urbe tiende a correr, siempre o casi siempre encuentra una ruta con suficiente pendiente como para seguir su camino sin dudarlo, casi con alegría.
Pero el caso es que siempre que llega una tormenta de este tipo, acabo pensando en Dulces palabras, así se titulaba el libro, y más que en él –que ya digo es lamentable- en mis absurdas pretensiones. Y si voy un poco más allá, porque creo que debo hacerlo, en el daño que me hice a mí mismo, cuando publiqué Humanidad perdida y no supe rumiar el fugaz e inesperado éxito local que provocó ese libro. Me faltó la palabra sensata de alguien que me dijera –quizá acompañando su voz con algún pescozón que me espabilase- que el éxito de mi poemario no tenía que ver con los poemas, o no sólo con los poemas, sino, más bien, con la edad del osado que los había dado a la imprenta, o, como mucho, con la mezcla de amabas circunstancias. Que allí, en Humanidad perdida, digo, había buenas promesas, algún verso –quizá- salvable, pero que aún esperaba mucho trabajo, que la verdadera orla de aquel libro, su mérito más evidente se llamaba diecisiete años, es decir, se llamaba inocencia, se llamaba osadía, se llamaba casi pureza.
El viaje y la estancia en Valladolid no sirvieron para olvidar mi voluntad de seguir siendo escritor o poeta; sin embargo, tuvieron la virtud de devolverme a la realidad, de apearme de esa nube en la que me había montado sin que nadie me empujara, porque, pensándolo fríamente, nadie me otorgó esas alas. Reconocieron la tarea, sí, pero nada más. El resto lo hice yo solito, sin más influencias. Por suerte los largos paseos vallisoletanos, con mi ejemplar mecanografiado y rudimentariamente cosido en una encuadernación caserísima y torpe, en mi mano, me sirvieron para pensar. Al menos eso hice, y para caer en la cuenta de que debería seguir trabajando.
Nunca más me ha dado por pensar o soñar estupideces de ese calibre. Fue un sueño –o una pesadilla- que vino a ser como una tormenta intensísima, pero rápida. Algún destrozo causó, y algunos versos se quedaron flotando al final de la cuesta, donde el río se remansa, como si fueran los melones que al pobre melonero le llevó la riada aquella de hace treinta años…
Ahora que miro hacia arriba para calcular lo que llevo escrito, me doy cuenta que no era de esto de lo que quería escribir hoy, sino de otras cosas, de este presente; sin embargo, ya no tiene sentido, así que quizá mañana lo haga…