Cómplices

Miércoles, 24 de agosto de 2011.

El poema de anoche, en realidad de la madrugada, ha levantado cierta expectación. No había que ser adivino para ello. Hay temas que en seguida disparan el interés, y la cuestión de la religión es, quizá, una de las que más pasiones levanta.
Además de los comentarios y de algún mail privado, me ha llegado una carta (esto no ha sido un email, sino una carta enviada por vía telemática) firmada por una amiga que vive en el extranjero, quien también buena parte de su corazón en las entrañas de la fe, y que, sin embargo, se revuelve contra algunas cosas de esta iglesia.
Espero que sea esta entrada de hoy, la última en que reflexione sobre estas cuestiones, al menos en algún tiempo. Porque además, a diferencia de otros días, aunque resuma, ahora ya sé que esta entrada va a ser larga, porque en la respuesta me he explayado, como si esta amiga fuera mi confidente espiritual, y no sé, creo que me ha ayudado a expresar de modo más o menos ordenado toda la amalgama que se me revolvía en el corazón.
Así que esta es –básicamente, aunque algo resumida- mi respuesta…

Este relato tuyo me reconcilia con la vida, con la fe. Porque lo que importa es ser fiel a las bienaventuranzas, y al único mandato del Señor. No hay otro. Lo demás son deducciones que la convivencia y el día a día obligan a tomar y a veces perduran haciendo mucho daño a personas de otras épocas, pues no se tienen en cuenta tantas cosas... Claro que a tener en cuenta las particularidades de cada vida se le llama relativismo moral y a eso, este Papa, lo declara desde el primer día de su pontificado como anatema, como causa principal de la crisis de la humanidad contemporánea.
Siempre, aunque le haya leído poco, Teillard de Chardin me ha parecido uno de los filósofos/teólogos más interesantes y más necesarios. (…) Sin embargo está demasiado oculto, no sólo en España. Se le cita poco, se le hace poco caso, y me parece pieza clave junto con otros pensadores que están proscritos para que de una vez la Iglesia entienda en qué consiste su misión, que poco o nada tiene que ver con mantener el Vaticano o el papado en el centro de su mundo, menos aún del mundo.
Este viaje papal a España -aunque lo llevo sospechando desde hace algunos meses- ha servido para removerme muchas cosas en el interior. Y no para bien. Bueno, lo mismo sí.
He comprobado, por ejemplo, que estas cuestiones interesan mucho más de lo que parece, incluso ateos o agnósticos que son quienes más critican, lógicamente, pues es su deber. Pero ha servido para contemplar con estupor lo que hasta ahora pocas veces me quería creer, a pesar de mis palabras. La misa del último día, es la perfecta escenificación de cómo se entiende la religión desde el Vaticano. Se disfraza todo con la excusa del protocolo (tema en el que son expertos los de la curia, lo cual es un detalle poco halagüeño), pero no deja de ser alucinante: reyes, cardenales, obispos, políticos, banqueros, empresarios -hay fotos de varios grandísimos empresarios que ocupaban puestos de honor en esa eucaristía- en primera fila bien vestidos y trajeados y perfumados... Hasta el señor consorte de la Concejal de Medio Ambiente del Ayuntamiento de Madrid, o sea Aznar con esas gafas que le ocultan la mirada, aunque se deduce un gesto adusto, en exceso... Y al fondo, llenos del barro de la noche tras la tremenda tormenta, mal aseados después de estas jornadas, pero entusiasmados y vivos por la llama de Nuestro Señor que arde y ríe en sus corazones, los jóvenes seglares, religiosas, religiosos, seminaristas, sacerdotes... No es difícil recordar cierto versículo del evangelio y quizá sea hasta torticero hacerlo aquí, pero a mí se me vino pronto aquello de no ambicionéis los puestos mejores, o aquella escena, cuando entra en casa de Mateo y no se atreve, él, Jesús, a acudir a la cabecera por temor a incomodar, o, más aún, aquello de quien quiera ser el primero, etc., etc...
No puedo dejar de creer, de eso nunca dudes. Por más vueltas que mi cabeza dé, por más que las teorías científicas cada vez cerquen más la posibilidad de la existencia de Dios -en teoría-, nadie me puede quitar del corazón -y creo que resumo bien la teoría de Chardin- el convencimiento de que hay un momento, el primigenio, en que una voluntad que está por encima del propio universo, y sin la cual éste no existiría, da el primer paso, ordena de un modo determinado los elementos y encadena todo el proceso que no concluirá hasta que el universo culmine su expansión. La creación. Ese prodigioso dedo que Miguel Ángel pintó en la Capilla Sixtina. Y esa misma voluntad, ese Dios que es Amor y sólo como Amor se puede entender y definir, viendo nuestros desvaríos, envío a su hijo, o se hizo carne -después de ser primero Verbo- para salvarnos, para mostrarnos un camino, mejor dicho, para enseñarnos el rostro de Dios. A eso vino aquel nazareno, cada día estoy más seguro, a explicarnos cómo es el Padre y cómo quiere que sean sus hijos.
Dicho todo esto, o precisamente por ello, me estalla en el corazón, como una bomba de racimo que lo descuartiza, esta iglesia. Me estalla no desde ahora, sino probablemente desde el día en que pretendió imponer su creencia al resto del orbe. Por mucho que sea verdad nuestra fe, por mucho que el resto esté equivocado -cosa que tampoco me creo-, nuestra fe es anuncio, no imposición. Nuestra fe es propuesta, es ejemplo. Ahí están los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles. Las primeras adhesiones a aquel grupo vienen porque ven cómo viven, porque ven cómo se aman. Después, sólo después, llegan las explicaciones, si es que son necesarias. Así lo entendió vuestro amigo, así lo entienden tantos valientes, así se puede vivir el mundo, porque lo que importa es que nos amemos, no la teoría sobre la que se alce nuestro amor. Porque por encima de nuestra creencia, está la creación, y Dios, cuando pensó a su criatura favorita, la quiso tanto que la hizo libre... Libre no para volar, libre no para estar en varios sitios al tiempo, libre no para tantas cosas -pues de la tiranía de la naturaleza no se puede escapar, por suerte-, digo que le hizo libre para que su corazón, su razón y su voluntad crean o no crean en él. Porque él no nos hizo como títeres que se adhieren sin pensar, él nos hizo a su imagen y semejanza, o a imagen y semejanza del amor (o sea entrega absoluta en libertad a quien más lo necesite). Dicho de otor modo: nos hizo para amar, y si no amamos no cumplimos con nuestra misión. Y por eso en la solidaridad podemos coincidir todos los seres humanos. Entender qué es o en qué consiste el amor, es entender a Dios, y sólo amor nos pide, para vivir y para acercarnos a él. Hay tantos ejemplos en las escrituras, que para qué voy a señalar uno siquiera. Como escribí una vez, la Biblia –entre otras cosas- es una inmensa carta de amor que Dios -a través de algunos poetas- escribe a las criaturas. Cuando uno desentraña ese camino, es alucinante su coherencia. Pero todo esto es muy incómodo, todo esto necesita de diálogos, lentos procesos y probablemente el día en que la madre de un emperador -por buena voluntad- quiso ser coautora del proceso de salvación, metió en la misma entraña, en el corazón de la iglesia a quienes comprendieron que diciendo sí a esa fe con la boca, pero no con el corazón, tendrían acceso al poder, al honor, a la gloria, a las riquezas. Porque si controlaban la voluntad del pueblo con la religión, tendrían todo cuanto ambicionaran. Y desde ese momento, la religión estuvo por encima de la fe. No hay nada mejor para un ateo o un idólatra que ser jefe de una iglesia. Automáticamente el cristianismo entró en una lucha continúa, una lucha que, me temo, será perpetua. Desde el principio ha habido situaciones que han provocado movimientos hacia la depuración, hacia la pureza; desde el principio ha habido personas que han denunciado a quienes contaminaban y adulteraban el agua cristalina que sacia la sed. Y pienso en Francisco de Asís, y pienso en Teresa de Jesús, y pienso en tantos otros que un día, dentro de la propia iglesia fueron criticados, perseguidos e incluso encarcelados -Juan de la Cruz- porque su iglesia, la que les tocó vivir a ellos, tampoco era la iglesia del evangelio (probablemente era peor que ésta, mucho peor; a pesar de lo que se diga, incluso de lo que yo diga, esta iglesia es una de las mejores a lo largo de la historia, pero aún así su cabeza está muy lejos, a una distancia infinita, del lugar que debía ocupar: o sea a los pies de los desheredados, a su servicio incondicional aún a costa de la propia vida).
Ojalá que las lágrimas de esa joven, cuando oraba ante el Santísimo, purificaran nuestros corazones. Fueron impresionantes esos minutos. Después de la tormenta que obligó a recortar el discurso del Papa -¿casualidad? Si llevamos al extremo alguno de sus razonamientos, también convendría ver el dedo de Dios en este hecho-, la vigilia concluyó -bueno la parte en que fue presidida por Benedicto XVI- con la adoración al Santísimo que se expuso -otro anacronismo fuera de toda lógica, en fin- en la custodia de la Catedral de Toledo escandalosamente rica y ostentosa. De pronto, con más de un millón de fieles en el aeródromo de Cuatro Vientos, se hizo un silencio alucinante. Sobrecogedor. Incluso a más de cien kilómetros, a través de la TV se palpaba. Y vi muchísimos rostros que sí merecen la pena nuestra entrega, muchos rostros similares a los de esa chica de la fantástica foto que he puesto al pie de mi poema, antes incluso que las otras fotos.
En uno de mis últimas entradas del diario decía que a veces hasta un buen libro se convierte en Best seller. Escribía esto haciendo una comparación entre lo que es la literatura respecto de la industria editorial y lo que es la fe respecto de la religión. A pesar del boato, a pesar de todo, cuando llega el Señor todo pierde importancia, es él que llega y dentro de ese pedazo de pan, esa oblea blanca y entregada para fundirse en nuestra esencia, portada en una sencilla custodia, digo ese pedazo de pan arrasa todos los corazones. Y ya hasta el boato, la política, el esplendor de los falsos oropeles, se convierte en pura levedad, en sombra que a nadie importa, ni a Benedicto XVI quien –estoy por jurarlo-, durante esos minutos arrodillado ante el Señor, volvió a ser Joseph Raitzenger, sin posibilidad de ser otra cosa, qué otra cosa podía ser.