Las ocho y veintiséis de la mañana. Llevo más de cuarenta minutos en la oficina. Estas líneas, si nada lo impide, volarán esta noche camino de un mundo inasible y extraño, que soy incapaz de entender muy bien, y que se posarán –como si fueran pétalos de flor- sobre algunas miradas de unos cuantos lectores. En unos minutos me voy a una reunión, una de esas reuniones extrañas y que uno no comprende. Mejor dicho, no entiendo que me lleven a mí a semejante lugar. Para qué. Qué puedo aportar, salvo mi silencio. Una de esas reuniones que sirven para justificar decisiones ya tomadas… Claro que sería muchísimo peor si sirvieran para representar el desencuentro…
Pero si dibujo este apunte, tan rápido, tan en directo, es para que no se me olvide dejar constancia de un ruido horrísono que no deja de sonar, calle abajo. Un motor que funciona y funciona y funciona y funciona, horas y horas. Un ruido que podría amortiguarse simplemente con cerrar la hoja de esta ventana que tengo a mi izquierda. Pero, entonces, dejaría de sentir el frescor del aire de esta mañana nítida, esos quince grados que me han acompañado mientras llegaba a la oficina, pisando el pavimento recién duchado por el afanoso trabajo de los barrenderos… Es decir, tengo que elegir, tengo que decidir si prefiero el ruido o el calor… Me quedo con el ruido…
Ahora, cuando salga a esa reunión, miraré y comprobaré el motivo de esa presencia que oprime, que molesta, que incordia, que desdice de una plácida mañana de agosto.
Son las ocho y cuarenta y ocho. Nos vamos…