Cómplices

Miércoles, 28 de septiembre de 2011

Uno está vivo, pero a veces lo sabe por el dolor y las preocupaciones que destilan las existencias de quienes están a su lado. Y entonces, me doy cuenta de la impotencia esencial que anida en el ser.
Al llegar estos momentos, añoro la calma de los días planos, anodinos y comprendo con precisión inefable la máxima periodística: No hay noticias, buenas noticias… Pero, quizá porque estemos vivos, llegan las borrascas, arrecia el vendaval, y las luces de alerta comienzan a girar enfebrecidas.
A veces se piensa que se puede con todo, que cualquier situación podrá ser alterada en beneficio de la propia felicidad, de la propia tranquilidad y, sin embargo, cuando arrecian los golpes o los contratiempos, la incapacidad para evitar la avalancha es total.
Creí, después de lo vivido hace años, que esa cuota de sufrimiento estaba cumplida. Sabía, pues de lo contrario sería un perfecto inconsciente, que la vida me volvería a presentar ese lado oscuro y amargo, pero, sinceramente, pensaba que iban a ser otro tipo de embestidas.
Se ve que la realidad humana tiende a manifestarse siempre de maneras semejantes. Y a pesar de que se hayan transitado por laberintos similares, nunca se está preparado del todo.
Cuando los hijos son jóvenes y las relaciones amorosas entran en sus vidas, uno intuye que habrá jornadas como éstas, en que las lágrimas del desengaño ahogarán el corazón, hasta convertirlo en un marasmo inhabitable. Me gustaría, ahora mismo, poder acurrucarla en brazos, como cuando era aquel bebé sonriente, mecerla, cantarle una nana y esperar a que el sueño convirtiera su cuerpo en lastre sobre mí… Pero ahora sólo me resta la opción de ser vigía atento únicamente a que no se produzca un naufragio devastador. Mirar, sin que parezca que miro, esperar, sin que parezca que espero, escuchar cuando requiera de mis oídos y suplicar que el trago no deje cicatrices indelebles, que todo concluya como suelen concluir estas situaciones, por otra parte tan previsibles.
Cuando los padres son mayores y el organismo avanza hacia el declive, uno intuye que habrá jornadas como éstas, en que el sufrimiento por el desmoronamiento llegue a ofuscar el conocimiento, hasta convertirlo en un marasmo inhóspito. Me gustaría, ahora mismo, poder hablar con ella como cuando era joven y el mal de amores azoraba los latidos de mi corazón… Pero ahora sólo me resta la opción de ser vigía atento únicamente a que no se produzca un naufragio devastador. Mirar, sin que parezca que lloro, esperar, sin que parezca que desespero, escuchar, si quiere que escuche, y suplicar que el trago, al llegar, no añada más tragedia a la tragedia previsible.
Cuando los hijos inician la singladura que les corresponde, uno intuye que habrá jornadas como éstas, en que el lado mezquino de la convivencia se hace presente, como se hace presente un mal paso y produce un esguince de tobillo. Sé que le toca descubrir ese lado más tenebroso de las relaciones humanas en que una discusión callejera concluya en una citación como testigo a un juicio de faltas. Pero, aunque parezca increíble, también sé que su existencia –menos sencilla de lo deseable- ya le ha deparado experiencias similares. Sólo me queda decir algunas frases tópicas para que encuentre la calma, pero sé que ese trago es el suyo, es su bebida dentro de su vaso.
Cuando uno contempla su existencia ubicado en la mediatriz (aunque ésta sea una afirmación muy arriesgada, pues no se puede tener la certeza de la distancia que me separa del final), es lo mismo que cuando estaba en el inicio, o cuando había atravesado a penas un tercio. Y por lo que veo, aunque se esté en su extremo final.
Y en este punto revivo una vez más, que nunca se habita en una casa suficientemente segura. Al fin y al cabo el dolor, el sufrimiento, la alegría y la esperanza, como la muerte, sólo les suceden a los vivos. La vida es inapelable y lo único que resta, lo único sabio, es abrazarla como va llegando, sabiendo que nada es definitivo ni lo bueno, ni lo malo, ni siquiera ella misma en nosotros.