¡Qué poco ha cambiado el ser humano después de tantos siglos habitando este planeta! ¿Será que es imposible su verdadera evolución?
A veces me dan ganas de volver al silencio más absoluto. Sé que este pensamiento es inútil, porque a uno no le queda más remedio que expulsar sus propios demonios, pues, de lo contrario, acabaría con ellos clavándome veneno en el interior, y tampoco es conveniente, más que nada por salud.
No entiendo que la máxima diversión para muchos sea la de esperar ávidamente que alguien edifique algo, para enarbolar la piqueta de demolición. Me saltan las náuseas de los ojos. Por suerte, y a pesar de ellos, termina por imperar cierto sentido de la justicia, pero si por algunos fuera, mejor viviríamos en un erial; claro que en ese caso clamarían contra la inacción y la planicie.
Hay algo en la esencia de esta especie que le convierte a muchos individuos en iconoclastas por principio, y sin mayor dosis de creatividad que la de hacer tabla rasa de todo (a veces pienso que si pudieran de todos). Intuyo que es un modo de hacerse notar, de decir aquí estoy, pero es lastimosa tal actitud. Siempre he preferido a los profesores respecto de los críticos, siempre he preferido un ensayo a una reseña. Pero estamos en un mundo de información fragmentada y, por tanto incompleta –lo que, por otra parte, es ideal para que los poderosos continúen con sus tropelías-; un mundo en que nos hemos convertido en voraces heliogábalos. Es como si sufriéramos bulimia de titulares y fuésemos alérgicos a la reflexión. Tenemos horror al vacío del tiempo, algo así como algunos pintores renacentistas tenían pánico al vacío del lienzo, que les obligaba a llenar sus cuadros, a asfixiar el espacio con objetos.
Hemos caído en la trampa que nos han tendido, y es difícil salir del laberinto.
Nos tienen ocupada la mente con constantes datos, informaciones, supuestas noticias, acontecimientos, sucesos, declaraciones extraídas del contexto en que fueron emitidas… Todo vale, si se logra el objetivo: evitar la reflexión, evitar obtener el máximo posible de información sobre un asunto para que se forme una opinión un poco más sensata y no tendenciosa.
Pensar, contemplar, reflexionar es el arma más peligrosa, porque es lo más hondamente humano. Es evidente que para pensar, contemplar o reflexionar hay, primero, que recibir y almacenar la información e incluso contrastarla. Por ello, para evitar el razonamiento libre y personal, nada mejor que distraer al cerebro con el subterfugio de bombardearle con continuas dosis de novedades.
Creo que este tiempo es muy peligroso –en realidad todos los tiempos lo han sido, cada uno por sus propias causas-, porque la velocidad a la que nos someten y en la que hemos entrado, como niños en el recreo, es perniciosa para nuestra propia esencia. Y una de sus consecuencias es que, en demasiadas ocasiones, no nos tomamos la molestia de buscar y reconocer los logros de los demás, de su tarea.