Cómplices

Jueves, 10 de noviembre de 2011

¿Es posible escribir poesía desde la felicidad?
Esta pregunta es la que culmina la entrevista que Paloma Corrales le hace a Ana Montojo y que hoy he podido ver en VeguadaTV. Es una pregunta recurrente para los poetas, aunque los poetas no nos la hacemos entre nosotros, salvo en situaciones como ésta. Supongo que cada uno tendrá su propia percepción del asunto, como cada uno percibe la caída de la lluvia o el germinar de las flores. En mi caso desde luego respondería que no.
En más de una ocasión me lo han preguntado amigos o conocidos o lectores con cierto conocimiento de mis versos. No es que sólo pueda escribir desde la melancolía o desde la tristeza...; pero ¿desde la alegría...?
Se me hace difícil, cuesta arriba, casi artificial.
En realidad escribir un poema en el momento del dolor es imposible para mí. A lo más que llego es al desgarro en forma de letras, alguna idea que se quede bien prendida en alguna página para que cuando algo de serenidad acuda al ánimo, no se escape. El instante del desgarro sólo produce sangre, desesperación, incertidumbre, sensación de vértigo, mejor dicho, de caída libre precipicio abajo. Al igual que la felicidad, pero a la inversa. Porque en el caso de la dicha absoluta, el vértigo me eleva y alza el vuelo hacia esas inmensidades inabarcables en la que uno se siente en perfecta comunión con el cosmos entero.
En fin dos sentimientos extremos que únicamente se dejan vivir. Después, sólo después, me es posible escribir.
En mi experiencia, el mejor ánimo para la escritura es la serenidad, pero pienso que la melancolía es un territorio muchísimo más fértil. Quizá, y de nuevo apunto mi experiencia, porque el dolor o el sufrimiento se anclan con más precisión y hondura en el corazón y permanecen más en la memoria, por tanto ofrecen materiales –en forma de recuerdos- mucho más perdurables. Quizá, sólo quizá.
Ha sido esta entrevista otro descubrimiento (¿Cuántos llevo, Paloma, gracias a tu pasión por la poesía?). Y el caso es que la presencia virtual de Ana Montojo a través de su nick en algunos blog es familiar. Sin embargo, por alguna extraña circunstancia, nunca había aterrizado en el suyo, que a partir de ahora frecuentaré.
Esta entrevista se ha marcado por el primer poema que ha leído, turbada por la emoción de un recuerdo que no dejará de doler por más que pasen los años.
Estremecedor de puro sincero y doloroso. Para una madre, la muerte de un hijo no puede llevar a otro rincón de la habitación de los sentimientos. Es, no sólo inevitable, sino necesario. Pero en este caso, esa cicatriz incurable, llevó a Ana a la poesía; fue el máximo dolor que puede sentir un humano quien le desveló que ella era poeta. Por tanto, hablar de la poesía de Ana Montojo, es hablar obligatoriamente de ese trance.
(La muerte de un hijo debe ser el dolor más insoportable que exista; y quienes los tenemos sabemos de qué hablamos, pues es una de esas pesadillas que de vez en cuando nos llenan de angustia la madrugada y se nos clava como si nos asfixiara; e intuyo en la lejanía las dimensiones inconmensurables de esa tortura –pues una pesadilla nunca se parece a la realidad, que siempre es infinitamente peor-, porque cuando les vemos sufrir sabiendo que saldrán de ese contratiempo, nuestro corazón se pulveriza a causa de la impotencia y en el suplicio y nos gustaría –siempre, siempre- que su calvario pasara a ser el nuestro si con ello, ellos dejaran de padecer).
Visto así, el programa de esta semana es un círculo perfecto que se abre con esta confesión hermosísima y estremecedora, y se cierra con la pregunta a la que me he referido de entrada.
Así pues concluyo que la poesía de Ana Montojo es territorio para explorar y analizar el sufrimiento, la soledad, ese profundo sinsentido en el que se mueve este animal mamífero y racional llamado ser humano y que deambula en la encrucijada del primer cuarto del siglo XXI.
Para esto intuyo que está la poesía, quizá entre otras cosas, no estoy muy seguro, pero al menos para eso. Y a mí me basta. No puedo llegar a más. Ni siquiera sé si me apetece mucho llegar a otros rincones que, sin duda, son territorio de su dimensión infinita y, por tanto, inabarcable por una pobre criatura como yo.
Este ser humano que cada día vive más confundido y zarandeado por una vida inextricable y complicadísima, porque nosotros mismos (o sea el colectivo humano o quienes lo dirigen, no me refiero a ningún individuo en particular) nos hemos encargado de complicárnosla del modo más estúpido: olvidándonos en la práctica de lo que realmente importa, de lo que realmente es humano, de aquello que nos puede dar la vida. Nos hemos enredado en el ajetreo superficial de tanta nueva tecnología, de tanta velocidad, de tanta inmediatez, de tanta información, y nos olvidamos de los espacios de silencio, de la reflexión, del abrazo, de la conversación cuyo único fin es dejarse acariciar por la otra voz, ésa que se corresponde con la del ser al que queremos, apreciamos o estimamos.
Llevo un tiempo sugiriéndolo, llevo un tiempo apuntándolo por aquí y creo que voy a empezar a cumplirlo y creo que ha llegado la hora de centrarme en lo que importa, en lo que me importa. Y aún así será mucho, aún así será difícil, porque gracias al cielo, en estos años he conocido a personas de las que es un orgullo para mí decir que son mis amigos, y a ellos sí pienso mantenerlos.
Estoy reflexionando y leyendo mucho en estos días sobre poesía –que es lo que más me importa ahora- y estoy llegando a mis propias conclusiones, nada extrañas o novedosas. Acaso confirmaciones de lo que siempre he intuido. Y quizá la principal, quizá la más importante, quizá la más necesaria, es que si no palpita un corazón debajo, detrás, delante o dentro de los versos, no me interesa el poema. No es que sea bueno, malo o regular, que quizá sea excelente –cosa dudosa, pero bueno-, simplemente no me interesa, no estoy dispuesto a enfrentarme con él, ni siquiera para aprender.
Sí, la poesía es forma, la poesía tiene sus propias reglas, esa tradición que avanza a través de la historia de nuestro idioma con paso firme, y a ella nos debemos, y a ella me someto. Con Claudio Rodríguez podría exclamar que la poesía es ritmo e imagen para entrar en la contemplación, pero si allí no hay ser humano, o al menos el resto de sus latidos, que conmigo no cuenten. Ya no tengo tiempo que invertir, ya la vida me urge.
Por suerte la poesía de Ana Montojo transita este sendero. Por suerte conozco a muchos poetas que con muy diferentes estilos y ritmos avanzan en esa dirección. Por suerte, seguiré aprendiendo y disfrutando y, como no, creciendo.