Territorio de silencio, la noche. O así se espera, y más durante el final del otoño que ya esparce brillos invernales. Hoy, a pesar de la esplendidez de un día sin una sola nubecilla, el ocaso ha sido una caída a plomo, como un yunque incandescente sobre el horizonte. Estaba arriba, y el panorama era inabarcable para la vista.
Casi sin darnos cuenta, la luz se ha debilitado hasta desaparecer. Poco más que un parpadeo o un escalofrío.
En estos meses del año, como uno no esté atento a las puestas de sol, no se ven, desaparecen, como si huyeran, acaso avergonzadas.
Y leer, aunque sólo sean los titulares de la prensa –cosa que hoy no he hecho, ahora que me doy cuenta, únicamente los he escuchado-, da la razón a esta huida apresurada de la luz.
Da mucha pereza referirse siempre a lo mismo, pero parece que es lo único que quieren que nos interese. Las noticias procedentes del senado brasileño, o la frase lapidaria del Secretario General de la ONU, parecen meros adornos, cuando en realidad es la verdadera esencia de lo que debiera de preocuparnos.
Pero lo van a conseguir, cada día están más cerca: seremos pobres y probablemente hasta cambiemos de nacionalidad, pero importará menos, porque pronto seremos cadáveres sobre el cadáver de un caballo que galopa muerto alrededor de una estrella que seguirá enviando luz sobre este osario.