Paloma Corrales sigue presentándonos diferentes facetas del inmenso mundo poliédrico de la poesía. Esta mañana han subido a la red la entrevista que ella y el equipo de GuadaTv grabaron a Gsús Bonilla una ventosa y fría tarde en Vallecas, una preciosa tarde de otoño, con una luz que abarcaba infinitos tonos del gris, desde el más plomizo, hasta el casi blanco de la plata.
El poeta nos ha llevado a sus orígenes vallecanos, quizá para que lo entendamos mejor, o para que comprendamos que en todas partes brilla o puede brillar la poesía, incluso bajo los escombros de unas chabolas que ahora son una montaña cubierta de césped. Buena metáfora para comenzar el programa.
Gsús Bonilla es sobradamente conocido en el mundillo poético de Internet y en el más reducido de ciertos ambientes de bares y pubs de la capital de España, al que somos ajenos la inmensa mayoría de los no residentes en Madrid.
Como siempre me sucede con estos programas (y creo que Paloma no es ajena a mi reacción, pues ella misma nos transmite a los espectadores lo que le encanta el entrevistado), uno acaba por fascinarse con la persona que entrevista. Gsús Bonilla, visto a través de la distancia de una cámara, parece un hombre seguro de lo que hace, bien enraizado en su propia realidad de la que no se quiere mover ni un milímetro, quizá como esa higuera de la que habla en uno de sus poemas, una que daba esos higos tan dulces. La higuera, como todo el mundo sabe, además de ser un árbol bíblico, un árbol muy nuestro, es un árbol no muy alto, pero que da aspecto de solidez, generoso en sus hojas y de fruto muy apreciable.
En mi cabeza tenía hecha una idea acerca del protagonista del Conv3rsando de esta semana. Y no es que la entrevista me la haya desmontado, pero sí la ha matizado y enriquecido, presentándome a una persona sólida y entregada a la tarea de la poesía desde el propio centro de la calle y de su historia. Probablemente tenga mucha más cultura libresca de la que aparenta, pero en sus versos y en sus declaraciones se mueve –muy a sabiendas de lo que hace- en el entorno de la poesía arraigada, pero menos.
A ver si logro explicarme.
Sigo el blog de Gsús Bonilla desde no hace muchos meses, y en él aparecen, más que textos suyos, relatos o poemas de otros, lo cual, ya desde el principio, habla de su generosidad y del modo que entiende la creación literaria. Digo esto porque casi no conozco su obra, sino retazos sueltos de poemas publicados en Internet. Y sin embargo, por el ramillete de poemas que ha leído de sus dos poemarios, hay más lirismo del que aparenta, o se le supone.
Quizá, y esto es una teoría que no tiene ninguna base salvo mi intuición, cuando alguien se enfrenta al proceso de pasar sus versos a la imprenta –o a la fotocopiadora, que para el caso es lo mismo-, siente que no es idéntico a publicarlo en alguna bitácora propia o ajena de las existentes. Éstas, además de esa inmaterialidad cada vez más densa, dicho sea de paso, siempre dejan el poso –o a mí me lo dejan- de provisionalidad, de que aún es posible el último retoque, de que todavía algo se puede matizar, subrayar, eliminar, alterar, cambiar de ubicación, maquillar, adelgazar, engordar, fortalecer, podar… Sin embargo, cuando le llega el turno al papel –aunque sean octavillas sueltas para repartir a la entrada del metro-, algo se altera en nuestra percepción. Es cierto que, cualquier obra, puede ser cambiada a gusto de su creador, siempre que éste quiera, pero para ello hay que esperar a una edición posterior, lo que no es fácil. Y no me refiero –o no estoy pensando- en grandísimas ediciones de potentes editoriales que pueden llegar a medio mundo… Incluso –repito que hablo por mí- cuando uno imprime para repartir entre sus amigos y conocidos una colección de cuentos, o una ‘plaquette’ con poemas, siente ese pellizco de responsabilidad o de incertidumbre que otorga la supuesta perdurabilidad del papel impreso.
También puede suceder que el poeta, consciente de escribir un poemario, no un poema suelto que subirá a un blog, exprime más los resortes poéticos con los que cuenta, o al menos lo procura.
Según propia confesión del poeta, él nace en Vallecas en momentos complicados, duros, de pobreza. No esconde, sino que por el contrario, está orgulloso de esos orígenes, aunque maldiga las pésimas condiciones en que hubo de vivir. Detrás de su cigarrillo y de su lata de cerveza, he visto a un hombre que conoce perfectamente el territorio en el que se mueve, y sabe de dónde viene y sabe a dónde puede llegar, si es que se trata de llegar a alguna parte.
Como dice, su poesía respira lo cotidiano (su último poemario se titula “Menú del día a día”) intenta ocuparse del pasado en el presente para entender el futuro. Desde luego es un programa ambicioso y al alcance de pocos, pero es un objetivo que puede marcar una existencia, no sé si una poética, aunque probablemente también. Y enarbolando la coherencia, afirma que los poetas que le influyen son los más próximos, los contemporáneos, los que están ahí, a su lado. A partir de ellos (Batania, Ana Pérez Cañamares, David González, Vicente Muñoz Álvarez, Antonio Orihuela, Isabel Pérez Montalbán, Jorge Riechmann, Carmelo Iribarren, Raúl Ferruz, Bárbara Butragueño, etcétera) se ha ido acercando –o alejando, según se mire- hacia otros. Son inevitables ciertos nombres –Alberti, Lorca, Miguel Hernández, Nicanor Parra-, pero citarlos es casi como cubrir el expediente, casi una obligación moral.
Repito que Bonilla me ha parecido sólido y bien apegado al territorio, sin fisuras, como de una pieza. A unos les puede gustar más que a otros el modo concreto en que ejerce su oficio de poeta, pero allí está él, rotundo con las aristas duras de su aspecto y la campechanía de su trato que trasluce, probablemente, mucha bonhomía.
La sorpresa agradable llega cuando uno escucha ciertos versos donde tiembla el poeta vulnerable –cualquier poeta de cualquier estilo lo es, o no es poeta- al dolor, al recuerdo de la infancia y al amor. Entonces uno comprende que lo importante –aunque ahí esté la literatura- no son las apariencias, ni siquiera los estilos, ni siquiera el modo en que se dicen, sino lo que se dice.
Y algo de ello debe haber cuando –esto no lo he sabido hasta que he escuchado este programa- su poemario “Ovejas esquiladas que temblaban de frío” (curioso alejandrino, por cierto) fue seleccionado para el Premio Nacional de Poesía y llegó hasta la final. Allí brilla un poema sobre su infancia, estremecedor y lleno de ternura, por mucho que sea una ternura desgarrada, que comienza: “Nací en el seno de un establo…”. Y sin embargo, este poemario que fue propuesto por alguno de los miembros del jurado del Premio Nacional de Poesía, había sido rechazado por varias editoriales (y deambuló por algún concurso).
[Si uno no se consuela es porque no quiere.]
En fin, como sucede en cada programa –y ya van unos cuantos desde que comenzó la serie con Javier Alejandre-, Paloma Corrales continúa mostrándonos con abnegación superlativa, poetas cuyo único requisito es la calidad, más allá de los gustos personales, y sobre todo su amor hacia la poesía.