Hace frío en la calle. Un frío propio del mes de enero. Pero no me
refiero a ese frío, sino al que nos hiela sangre desde hace demasiado tiempo. No
debería ser posible permanecer por más tiempo en este estado catatónico en que
se halla este pedazo de Europa llamado España. Demasiado sufrimiento, cada vez
más, mientras que las riquezas que huelen osario cada vez abultan más.
Por más que algunos y algunas —cumpliendo fielmente el papel que
les toca representar— saquen a pasear los argumentos que se prescriben en los
manuales de primeros auxilios para formaciones políticas aquejadas de corrupcionitis,
nadie ya se lo podrá creer.
Y si lo creen, además de llevar en el pecado la penitencia, serán
cómplices del latrocinio.
No hay cuidado de que vayan a sufrir mucho los corruptos. Al fin
y al cabo, también cumplen su parte en el guión previamente establecido. Las leyes
están aprobadas —por ellos mismos y con nuestra pasividad ignorante— para que
el daño sea menor que el que produce un constipado de nariz.
No es que vivamos en una cleptocracia, como empiezan a sostener
algunos. Ni siquiera en una partitocracia, como inocentemente uno creía. El problema
es que esto cada vez más se parece a un estado fallido. Que aún será más
fallido si quienes permanecen al timón, continúan mucho más tiempo empuñándolo,
puesto que su principal misión, demostrada un día sí y otro también, es, usando
falacias de orden económico, desmantelar lo poco que queda del Estado para
entregarlo a los intereses de sus más próximos que coinciden notablemente con
los suyos.
Llevo diciendo mucho tiempo que el camino está trazado, que sus
pretensiones son obvias como los deseos de un perro en celo.
Quizá sea el momento final de una época, quizá esté a punto de
alumbrarse una nueva forma de entender lo público y sus gestores, pero este
camino es bien doloroso y no tiene pinta de existir aspirina que nos alivie.
Y, me temo, aún no ha llegado lo peor.
Pero nadie escucha. Las opiniones se pierden, desaparecen entre
el clamor estruendoso de un estadio de fútbol o el griterío de colores de algún
programa que habla de vísceras humanas en la televisión. Que una de las Autonomías
que más debe y más dificultades tiene para devolver lo que debe, que para encontrar
liquidez esté privatizando la sanidad —por ejemplo—, sin embargo haya
encontrado el modo de evitar que desaparezca un club de fútbol asfixiado por
los acreedores y que lo único que importe sean dos o tres errores arbitrales,
es otro más de los múltiples insultos que ofenden a la inteligencia: se autoamputan
competencias en materias de interés general e intervienen una empresa ruinosa
ajena a los intereses de una entidad pública.
Luego exigirán respeto. Luego exigirán mesura. Luego esperarán
no escuchar protestas en las calles…
La verdad, pueden exigir y esperar todo eso y mucho más. Visto lo
visto.