A estas horas en que aún no ha amanecido, me distrae el modo en que no
termina de caer el aguanieve, zarandeado por el viento. A la luz de la farola,
que parece el rostro gigante de un extraño insecto de esos que imaginan los
dibujantes de cómics o de dibujos animados, los copos incipientes y las gotas
casi transmutadas vuelan en veloz carrera casi horizontal, a veces incluso
ascendente. El pequeño ciprés que ahora apenas vislumbro, parece un animal
inquieto, danzarín descompasado de gestos a veces exagerados.
El cielo va alimentándose, poco a poco, de una luz difusa e
indecisa. Una leve claridad tímida y adormilada.
No es ninguna sorpresa este panorama. Y, probablemente, si no
esperásemos la llegada de estas amigas para mañana y pasado mañana, no me habría
fijado en estos detalles, porque uno haría lo que suele cada día, sin más
preocupación que un poco más de abrigo y de calefacción. Pero la perspectiva de
incomodidad para quienes hasta aquí se acercarán por la presentación del
poemario, me hace contemplar con cierta frustración lo que nos espera.
Definitivamente el cielo está desayunando luz a muy lentos bocados. Aún se niega a
entregarla al perfil de la ciudad, pero pronto, muy pronto no le quedará más
remedio que desbordarse y cumplir con la tarea que le es propia.
Quizá sean días desapacibles entre calles, callejuelas y
adoquines, pero serán apacibles en otros lugares que a buen seguro
disfrutaremos.
*
Si
hace cuatro años la toma de posesión de Obama despertó una expectación
desmesurada en el mundo entero, en esta ocasión —quizá escarmentados por el
tiempo transcurrido sin que nada cambiara, o quizá porque nuestros propios
problemas nos agobian mucho más— la ceremonia ha pasado más desapercibida,
aunque tal cosa no quiera decir que no ocupe cabeceras de telediarios y primeras páginas
de periódicos.
Sin embargo el discurso del Presidente Obama me ha parecido más trascendente
que el primero, porque ha huido de las grandes ideas, casi abstractas, y sus
frases, por así decir, se han arremangado para bajar allí donde la realidad más
dura le reclama.
Supongo que dentro de nada, en pocos meses, estas palabras
quedarán en el olvido de las hemerotecas; nada más. Sin embargo, apuntan en una
dirección que por estas latitudes es desconocida. Al menos se entendía lo que quería decir. A la mayoría de nuestros políticos, aunque supuestamente hablen nuestro idioma, es imposible entenderlos, porque hablan en clave, porque usan un código que sólo los expertos en dinamitar ilusiones entienden.
Haría falta que más políticos dijesen cosas así de claras en
momentos tan solemnes. Cosas que, probablemente, serán difíciles de conseguir
porque la realidad de USA es la que es, a pesar de lo que él dijese.
Incluso aunque el runrún de sus palabras se asemejase al
contenido del poema de Richard Blanco: un canto al esfuerzo común y diario de
la mayoría que cree en el sueño, en ese sueño que representa Martin Luther King
y que cada cuatro años explotan los norteamericanos con esa capacidad que
tienen para convertir en show todo
cuanto hacen. (Saben que son contemplados por el mundo, y cuidan los detalles
escenográficos con escrúpulo).
Y como hay que leer entre líneas, hay que interpretar cada gesto
como una suerte de célula que intentará desarrollarse durante estos próximos
cuatro años —aunque bien suponemos que casi nada logrará ahora—, lo de ayer del
Capitolio en Washington es como un aviso para navegantes. No se trata de que yo
sea un adivino, o un fino analista político. En absoluto. Pero él mismo lo dijo,
y lo dijo Richard Blanco, que para hablar de lo que alumbra el sol que cada día
ilumina desde los Apalaches hasta las Rocosas, habló del bostezo matinal de
millones de personas, de autobuses escolares que avanzan al ritmo de los semáforos
y acuden a sus clases para resolver ecuaciones, cuestionar la historia o
imaginar átomos; habló de camiones que transportan petróleo, leche o periódicos;
habló de madres esforzadas cada día en conseguir que los sueños de sus hijos
alcancen buen puerto, o de padres que no dan lo que los hijos precisan; habló
de los seres amados; y habló del sonido de las lenguas del mundo que se
escuchan cada día, como ese buenos días
con que su madre lo despertaba cada jornada; habló de eso, y sólo de esas
cuestiones, para hablar de la grandeza de un país que —nos guste o no— sigue
siendo la gran potencia del Imperio.
Es probable que todo lo que dijeron Obama y Blanco sea objeto más
bien de los sueños que de la realidad. Uno se imagina a esas élites a las que
aludió Obama riéndose a carcajada limpia, porque saben que, a pesar de los
buenos deseos, ellos ocupan los lugares que hay que ocupar.
Es verdad, el viaje no ha terminado, es más, uno diría, con todo
respeto al presidente de los norteamericanos, que casi aún está por empezar. Y también sospecho que todo lo que ayer se dijo, no tiene nada que ver con el resto del mundo. Más que nunca fue un acto de asuntos internos.