Cómplices

Domingo, 24 de marzo de 2013


Al salir el viernes de la oficina, comentábamos lo rápido que pasa el tiempo. ¿Cómo es posible que ya estemos otra vez en puertas de Semana Santa, aunque este año se haya adelantado unos días en el calendario, por aquello de que la primera luna llena de primavera cae en los próximos días?
Dije lo que realmente pienso, lo que vengo creyendo desde hace tiempo y que, sin embargo, soy incapaz de aplicarme. No estoy nada convencido de que el tiempo vaya más rápido que cuando éramos niños. Y no hablo de una cuestión meramente astronómica o física, eso es obvio.
El problema, a mi modo de ver, está en que nos hemos olvidado de vivir el presente; el presente se nos escapa pensando en lo que vamos a hacer a continuación: en el próximo minuto, durante las siguientes horas, mañana, a la semana que viene, el mes de abril, las vacaciones de verano…
Me parece que de esto, además, somos básicamente inocentes. Quiero decir que no se trata sólo de una actitud achacable al individuo, sino que el propio entramado de la sociedad, la manera de entender las relaciones, y sobre todo la economía, empujan a los poderosos hacia las prisas y a proyectarnos continuamente —como en una carrera sin punto final— en el futuro.
¿Ejemplos?
Comida rápida y a ser posible sin hablar, pues hay que hacer algo de inmediato; leer un libro de más de trescientas páginas es imposible, porque muy pronto hay que leer más; conocer la moda de la próxima temporada que se presenta un año antes; hacer reservas para las vacaciones (quien pueda ir de vacaciones) incluyendo la compra anticipada de los billetes para los viajes —a ser posible en AVE o avión, para llegar antes—; próximos estrenos de la cartelera de cine; novedades casi diarias en cachivaches tecnológicos; sondeos que estiman la intención de voto en caso de que las elecciones fueran hoy (pero todos sabemos que no serán hoy ni mañana ni al otro…); predicciones meteorológicas; etcétera, etcétera…
Esta cuestión llega al arrebato absurdo de la prensa, empeñada en anticipar novedades, cuando éstas van a suceder a los pocos instantes. Por poner un ejemplo cercano, de la semana pasada: unos momentos después de la última fumata blanca en el Vaticano —es decir que faltaban minutos para conocer la identidad y rostro del nuevo Papa— los periodistas parecían excitados por saber el nombre del elegido.
Más. El empeño reciente de comunicar antes de que se produjese la muerte de Chavez y anticipar qué haría o dejaría de hacer el vicepresidente Maduro.
Otro ejemplo que se repite cada fin de semana varias veces: los periodistas radiofónicos que cubren las retransmisiones de partidos de fútbol, cuando no falta mucho para que se comuniquen las alineaciones de los equipos, especulan y se impacientan, incluso apuestan por si tal o cual jugador va a salir o no en el equipo inicial. Y cuando ya todo el mundo sabe quién va a jugar, son incapaces de esperar a ver el inicio y anticipan las variantes tácticas que el entrenador ha pensado para afrontar el encuentro.
Así, entre unas cosas y otras, poco a poco se va cayendo en la trampa, y nuestra cotidianidad se reviste de ese ritmo, no sólo rápido, sino precipitado y, sobre todo superficial, porque pretender lanzarse hacia al futuro constantemente sin respirar el presente, significa que uno no camina sobre él, sino que se desliza, tal que si éste fuera una superficie pulida hasta el extremo, carente de poros, tersa hasta producir vértigo, sin matices, sustancia siempre de paso. Pero, cuando al fin alcanzamos tan ansiado futuro (un torneo internacional de fútbol, la siguiente temporada que permite el estreno de las nuevas prendas, el fin de semana tan ansiado, la celebración del cumpleaños, las vacaciones largo tiempo preparadas…), ya estamos proyectándonos en otro tiempo posterior y somos incapaces, como si estuviéramos mutilados, de disfrutar y vivir cada momento, cada minuto, con la intensidad que se merecen.
Agotamos el tiempo sin vivirlo, sin pasar por él. No es de extrañar que nos sorprenda lo rápido que transcurren los días, las semanas, los meses, las estaciones, los años.
Pero el verdadero problema o, mejor dicho, la consecuencia más grave de este modo de actuar, no se reduce en ese deslizarse sobre las horas, a ser posible cada vez más rápido (sin gozar siquiera del paisaje que atravesamos), sino en que este modo de actuar —al que nos empujan, insisto— obliga a no pensar, a no reflexionar, a actuar al dictado de quienes sí se toman su tiempo para llevarnos por donde quieren, por donde les somos más útiles. El ser humano cuando va deprisa no sabe pensar. Es más, es probable que no sepa pensar. El raciocinio exige de un determinado ritmo, digamos, que le hace falta una velocidad de dimensiones humanas, no de máquina.
Es ya muy viejo —uno diría que eterno— este armamento en posesión de los poderosos. Que el individuo normal piense por su cuenta es el mayor enemigo de quienes quieren perpetuarse de modo perverso en el poder para servir en exclusiva a sus intereses, no sólo personales, también colectivos: multinacionales, bancos, lobbies de todo tipo, oligopolios, iglesias, partidos políticos… Sí, es imprescindible para nosotros, y peligroso para ellos, que esa persona normal y corriente pueda sobrevivir con cierta dignidad a cada jornada, incluso con algo de alegría y ternura en sus días. Y eso sólo se logra disfrutando nuestro tiempo.
Parece que por culpa de la famosa crisis (esa señora que se ha plantado en nuestras vidas sin haber sido invitada, así, por las buenas, demostrando —entre otras cosas— muy mala educación), hemos de sufrir penurias de diversa índole, y, a mi modo de ver, no es la menor de ellas el aumento de horarios de trabajo.
Y no digo que este incremento de duración de la jornada laboral no sea para ahorrar coste a las empresas (doblemente, por cierto, porque se cobra menos y se trabaja más: toda una conquista sindical), y, de paso, cerrar puertas a los jóvenes en quienes se ha invertido una buena suma de dinero en educación que repercutirá en el crecimiento de otras naciones (otro logro de nuestros líderes políticos), pero creo que la verdadera razón es haber comprobado que disponer de tiempo libre para pensar, escuchar, aprender… era un arma poderosísima contra sus intereses. Mejor el proletario de los primeros tiempos de la revolución industrial. Mejor aún, el campesino analfabeto de la edad media, sujeto por vasallaje a su señor y trabajando de sol a sol, con fuerzas solamente para intentar la reproducción —eso sí, sin muchos adornos, no vayamos a pecar— de vez en cuando.
Que no pensemos es la consigna.
No basta con mantenernos entretenidos con el antañón recurso de la vieja Roma del pan y el circo (un pueblo distraído siempre será vencido), ahora es necesaria otra vuelta a la tuerca: que sus pensamientos se ubiquen en la irrealidad.
¿Y qué mayor irrealidad que el futuro, algo que aún no ha sucedido, si, además, de paso, no nos percatamos de lo que está pasando junto a nuestras mismas narices?