Al salir el viernes de la oficina, comentábamos lo rápido que pasa el
tiempo. ¿Cómo es posible que ya estemos otra vez en puertas de Semana Santa,
aunque este año se haya adelantado unos días en el calendario, por aquello de que
la primera luna llena de primavera cae en los próximos días?
Dije lo que realmente pienso, lo que vengo creyendo desde hace
tiempo y que, sin embargo, soy incapaz de aplicarme. No estoy nada convencido
de que el tiempo vaya más rápido que cuando éramos niños. Y no hablo de una
cuestión meramente astronómica o física, eso es obvio.
El problema, a mi modo de ver, está en que nos hemos olvidado de
vivir el presente; el presente se nos escapa pensando en lo que vamos a hacer a
continuación: en el próximo minuto, durante las siguientes horas, mañana, a la
semana que viene, el mes de abril, las vacaciones de verano…
Me parece que de esto, además, somos básicamente inocentes.
Quiero decir que no se trata sólo de una actitud achacable al individuo, sino
que el propio entramado de la sociedad, la manera de entender las relaciones, y
sobre todo la economía, empujan a los poderosos hacia las prisas y a
proyectarnos continuamente —como en una carrera sin punto final— en el futuro.
¿Ejemplos?
Comida rápida y a ser posible sin hablar, pues hay que hacer
algo de inmediato; leer un libro de más de trescientas páginas es imposible, porque muy pronto hay que leer más; conocer la moda de la próxima temporada que
se presenta un año antes; hacer reservas para las vacaciones (quien pueda ir de
vacaciones) incluyendo la compra anticipada de los billetes para los viajes —a
ser posible en AVE o avión, para llegar antes—; próximos estrenos de la
cartelera de cine; novedades casi diarias en cachivaches tecnológicos; sondeos
que estiman la intención de voto en caso de que las elecciones fueran hoy (pero
todos sabemos que no serán hoy ni mañana ni al otro…); predicciones meteorológicas; etcétera, etcétera…
Esta cuestión llega al arrebato absurdo de la prensa, empeñada en anticipar novedades, cuando éstas van a suceder a los pocos instantes.
Por poner un ejemplo cercano, de la semana pasada: unos momentos después de la
última fumata blanca en el Vaticano —es decir que faltaban minutos para conocer
la identidad y rostro del nuevo Papa— los periodistas parecían excitados por saber
el nombre del elegido.
Más. El empeño reciente de comunicar antes de que se produjese
la muerte de Chavez y anticipar qué haría o dejaría de hacer el vicepresidente
Maduro.
Otro ejemplo que se repite cada fin de semana varias veces: los
periodistas radiofónicos que cubren las retransmisiones de partidos de fútbol,
cuando no falta mucho para que se comuniquen las alineaciones de los equipos,
especulan y se impacientan, incluso apuestan por si tal o cual jugador va a
salir o no en el equipo inicial. Y cuando ya todo el mundo sabe quién va a
jugar, son incapaces de esperar a ver el inicio y anticipan las variantes tácticas
que el entrenador ha pensado para afrontar el encuentro.
Así, entre unas cosas y otras, poco a poco se va cayendo en la
trampa, y nuestra cotidianidad se reviste de ese ritmo, no sólo rápido, sino
precipitado y, sobre todo superficial, porque pretender lanzarse hacia al
futuro constantemente sin respirar el presente, significa que uno no camina
sobre él, sino que se desliza, tal que si éste fuera una superficie pulida hasta el
extremo, carente de poros, tersa hasta producir vértigo, sin matices, sustancia
siempre de paso. Pero, cuando al fin alcanzamos tan ansiado futuro (un torneo
internacional de fútbol, la siguiente temporada que permite el estreno de las
nuevas prendas, el fin de semana tan ansiado, la celebración del cumpleaños, las
vacaciones largo tiempo preparadas…), ya estamos proyectándonos en otro tiempo
posterior y somos incapaces, como si estuviéramos mutilados, de disfrutar y
vivir cada momento, cada minuto, con la intensidad que se merecen.
Agotamos el tiempo sin vivirlo, sin pasar por él. No es de
extrañar que nos sorprenda lo rápido que transcurren los días, las semanas, los
meses, las estaciones, los años.
Pero el verdadero problema o, mejor dicho, la consecuencia más
grave de este modo de actuar, no se reduce en ese deslizarse sobre las horas, a
ser posible cada vez más rápido (sin gozar siquiera del paisaje que
atravesamos), sino en que este modo de actuar —al que nos empujan, insisto—
obliga a no pensar, a no reflexionar, a actuar al dictado de quienes sí se
toman su tiempo para llevarnos por donde quieren, por donde les somos más útiles.
El ser humano cuando va deprisa no sabe pensar. Es más, es probable que no sepa
pensar. El raciocinio exige de un determinado ritmo, digamos, que le hace falta
una velocidad de dimensiones humanas, no de máquina.
Es ya muy viejo —uno diría que eterno— este armamento en
posesión de los poderosos. Que el individuo normal piense por su cuenta es el
mayor enemigo de quienes quieren perpetuarse de modo perverso en el poder para
servir en exclusiva a sus intereses, no sólo personales, también colectivos: multinacionales,
bancos, lobbies de todo tipo, oligopolios, iglesias, partidos políticos… Sí, es
imprescindible para nosotros, y peligroso para ellos, que esa persona normal y
corriente pueda sobrevivir con cierta dignidad a cada jornada, incluso con algo
de alegría y ternura en sus días. Y eso sólo se logra disfrutando nuestro
tiempo.
Parece que por culpa de la famosa crisis (esa señora que se ha
plantado en nuestras vidas sin haber sido invitada, así, por las buenas,
demostrando —entre otras cosas— muy mala educación), hemos de sufrir penurias
de diversa índole, y, a mi modo de ver, no es la menor de ellas el aumento de
horarios de trabajo.
Y no digo que este incremento de duración de la jornada laboral
no sea para ahorrar coste a las empresas (doblemente, por cierto, porque se
cobra menos y se trabaja más: toda una conquista sindical), y, de paso, cerrar
puertas a los jóvenes en quienes se ha invertido una buena suma de dinero en
educación que repercutirá en el crecimiento de otras naciones (otro logro de
nuestros líderes políticos), pero creo que la verdadera razón es haber
comprobado que disponer de tiempo libre para pensar, escuchar, aprender… era un
arma poderosísima contra sus intereses. Mejor el proletario de los primeros
tiempos de la revolución industrial. Mejor aún, el campesino analfabeto de la
edad media, sujeto por vasallaje a su señor y trabajando de sol a sol, con
fuerzas solamente para intentar la reproducción —eso sí, sin muchos adornos, no
vayamos a pecar— de vez en cuando.
Que no pensemos es la consigna.
No basta con mantenernos entretenidos con el antañón recurso de
la vieja Roma del pan y el circo (un pueblo distraído siempre será vencido),
ahora es necesaria otra vuelta a la tuerca: que sus pensamientos se ubiquen en
la irrealidad.
¿Y qué mayor irrealidad que el futuro, algo que aún no ha
sucedido, si, además, de paso, no nos percatamos de lo que está pasando junto a
nuestras mismas narices?