Cómplices

Jueves, 21 de marzo de 2013


Pareciera que hay fechas en el calendario propicias para vestirse de largo, como si fueran una de esas hermosas jovencitas que acuden a su primer baile tan emocionadas como acicaladas, o más aún.
Hoy se celebra el día del árbol
Hoy se celebra la poesía.
Hoy se celebra el día del Síndrome de Down.
¿Por qué, para qué…?
A mi modo de ver, acaso equivocado, estos ‘días internacionales de’ significan o equivalen lo que una limosna para lavar las conciencias de los más pudientes ante una mano vacía, sucia y vacilante. ¿Una vez pasados los recordatorios y conmemoraciones, dónde se nos quedan los versos, los árboles y las sonrisas de esas personas tan especiales…?
No digo yo que no sea necesario recordarnos ciertas cosas, porque a veces es la única manera de que, al menos una vez al año, se hagan presentes en nuestras conciencias. Para algunos quizá sea el único día todo el calendario en que pensarán en estos niños y sus problemas, los árboles y su trascendental importancia para nuestra existencia presente y futura, y en la necesidad de que el mundo no pierda la poesía, aunque sólo sea como una brisa que de vez en cuando sirve para aliviar el sofoco del trajín cotidiano.
Sin embargo, tiendo a pensar que se trata de un arma de doble filo, porque una vez concluido el día veintiuno de marzo volverán a ser invisibles los árboles, los seres con esta peculiaridad y no digamos los versos.
Hay voces críticas, no pocas, que dudan de todo esto porque a la larga sirve para bien poco, incluso en demasiadas ocasiones para lo único que son útiles es para que algunas autoridades aparezcan (todavía más) en los medios de comunicación, como si hiciesen algo, como si hubieran actuado con determinación y eficacia para que el medio ambiente no se deteriore (todavía más), los niños con este síndrome tengan un horizonte de vida más esperanzador, o la poesía no sea esa cosa ajena a la vida que huele a naftalina dentro de un libro aún intonso.
En todo caso, y por lo que sé sobre el asunto, respecto del día de la Poesía —que en esta tierra de Segovia celebraremos el sábado, acogiendo gracias a la incansable iniciativa de Norberto Herranz a poetas llegados de otras tierras—, no se trata tanto de una jornada reivindicativa, como de una celebración, como de una fiesta, como gritar al mundo que otra mirada es posible, acaso necesaria, aunque tantas veces sea dolorosa.
Los poetas —incluso los más humildes, los siempre prescindibles— sabemos que la poesía nunca llegará a grandes colectivos, ni siquiera en lugares donde ocupa un lugar de prestigio, como Latinoamérica. Y a medida que el tiempo va decantando nuestros corazones, somos conscientes de que un solo lector es más que una piedra preciosa, es un tesoro completo. Pero el poeta tampoco busca lectores, al menos en un primer momento, simplemente busca el camino de la verdad, al menos de su verdad. Y no lo busca, como algunos pudieran pensar, por esnobismo o porque no encuentra nada mejor que hacer, sino porque no puede hacer otra cosa.
Incluso cuando calla, cuando su verso se adelgaza tanto que desaparece, está en lo mismo. Es el verdadero ADN del poeta. Lo de menos, en este sentido, es si lo hace vestido con frac o se afana en la tarea desnudo —tal que los hijos de la mar—. (De hecho no es infrecuente que quien empieza el camino revestido de los más glamorosos ropajes, concluya su viaje mostrando su piel cicatrizada o apenas cubierta por un leve lienzo, un cendal apenas).
Me había planteado, acaso como una imposición a plazo fijo, escribir hoy unos versos, aunque fuesen versos secretos, pero no he sido capaz.
Así que mi celebración del día de la poesía, será recordar la sonrisa más pura y de imbatible hermosura de aquellos niños y niñas que hace tantos años ya me enseñaron que lo único que identifica al ser humano respecto del resto de criaturas de la creación es la capacidad de amar sin límites, con una desmesura que a uno le producía verdadero vértigo, una vergüenza tan grande como los chopos que flanqueaban el patio donde las tardes caminaban hacia sus ocasos.