Tanta lluvia entristece el espíritu, y más sabiendo que las previsiones
abundan en lo mismo, en una continuación casi sin descanso de cielos bajos y oscuros, que apenas pueden con la carga que arrastran.
Sin embargo, este tobogán hacia la melancolía, donde espero
no subir, también sirve para recogerse, para contemplar ese paisaje que tantas
veces se abandona.
Pasear —como he hecho un buen rato esta tarde— bajo la
transparencia del agua que cae sin apenas impurezas, ayuda a entrar en el
propio ritmo de lo natural, aunque sea una naturaleza un tanto domesticada o
adulterada a causa de tantas civilizaciones urbanitas, que desde hace dos mil años se llevan sucediendo sobre este fragmento de la piel del Planeta. Pero en una ciudad como
ésta, aún bastante acostada sobre su pasado y sin aparentes ganas de
levantarse, ponerse en marcha y correr hacia el futuro —por lo demás, en
algunas cosas bastante desolador—, todavía crecen hortalizas en sus surcos a la vera del río, aún juguetean los pequeños jardines, las calles
estrechas murmuran, las torres de las iglesias contratan a blancos vigías que albean con su vuelo el celaje, en esta ciudad, digo, el horizonte, casi despejado en muchos lugares, consiente que el rumor
de esa naturaleza sea más audible que en otras ciudades.
Aunque me queje muchas veces de lo incómodo que resulta moverse
por las calles con un paraguas abierto en la mano, más atento a otros viandantes, o a las
salpicaduras con que los coches asperjan a los peatones(algunas de ellas
poco inocentes), el grado de molestia no llega a ser exagerado.
Caminar bajo la lluvia, repito, hacia zonas no muy transitadas,
es una manera como otra cualquiera de entrar en la melodía de un concierto. Uno
no se extraña de los cantos de los mirlos que bordan los diferentes tonos
del goteo sobre el suelo ya sea éste asfalto, piedra, césped o tierra, latón,
cristal, tronco o piel.
Voy dejando la mente en blanco, mejor dicho, sólo atenta a
percibir el más minúsculo de los matices de estos sonidos. A la vera del parque
que acuna al cementerio, los trinos de los pájaros empiezan a mostrar las
decenas de gamas de de sus cantos, aunque no soy capaz de distinguir a ninguno
con mis ojos, pues la espesura verde de los pinos, los abetos y los cipreses es
refugio para su perfil; sin embargo percibo el parloteo de la tórtola, el silbo
nervioso del verderón, el canto casi de oboe naranja del mirlo, quizá un jilguero llene
de semicorcheas de colores el camino de un hilo de agua recién nacido que ya corre camino
del mar, y otros tantos sonidos pertenecientes a pajarillos de los que
desconozco todo, pero que intentan derrotar la conversación infatigable de los
gorriones, mis queridos gorriones, esos pardales que hoy parecen pequeñas bolas
encharcadas y que intenta refugiarse en las ramas aún desnudas, como un adagio
trágico, de chopos y álamos blancos.
Y sin darme cuenta, mientras mis pasos y mi respiración se
sumergen en el ritmo de la lluvia (blanda, transparente, constante), es como si
también por dentro me remojase. Siento que la esponja reseca, casi cuarteada,
suaviza su textura y bebe ávida…
Más allá de otras consideraciones, quizá deba aprovechar estos días
que se acercan —en apariencia revestidos de impermeable y paraguas— para asumir, tal que la tierra de los surcos sembrados, esta agua que se nos
regala y dejar que ella haga que la semilla vuelva a germinar, aunque sea tan
despacio como germina un árbol.
Hacerme de silencio y lluvia, a la perenne escucha del sonido que atraviesa el silencio.