Mañana del jueves santo.
En ningún sitio está escrito que los días señalados en el calendario,
sean días para la calma. La vida continúa su discurrir, más allá de lo
establecido. De pronto gira con brusquedad o se tropieza con cualquier
obstáculo en apariencia inexistente, pero que ahí acecha.
Uno, a pesar de lo que diga —y escriba— planea, organiza,
supone, idea cosas para un mañana próximo, prácticamente inmediato, pero ni
siquiera estos pequeños proyectitos se realizan siempre.
De repente, entre dos luces —la despedida de la madrugada y el
hola del alba oscuro y lluvioso— suena el teléfono. Por unas centésimas de
segundos, dudo. No es el despertador. Hoy está desconectada su musiquilla del
móvil. Y sé que algo pasa. Pero no es lo que me imagino; no se trata del
habitual zarpazo al que ya nos vamos acostumbrado con la resignación de lo
inevitable.
En el corazón se abre un nuevo archivo para la preocupación.
En algún lugar suenan cornetas lejanas que preceden a la alarma.
Pudiera ser que se trate de un sobresalto injustificado. Quizá el vigía ha
confundido las señales, y aunque lo pareciera, no se trata de un ataque
preocupante, sino de una leve escaramuza, apenas un intento que se rechaza sin
mucho esfuerzo.
Y otra jornada más compruebo en la propia piel que el único
hilván que se puede coser es el de cada día. Apresurarse, a más es arriesgarse a
tener que deshacer todo lo hecho y no porque esté mal, sino porque sea inútil,
porque ese camino iniciado, sea como un callejón tapiado que no lleva a ninguna
parte.
*
Tarde del jueves santo.
Me
mezclo con el gentío que llena el cauce de la calle Real. La lluvia, después de
varios días, esta tarde nos ha dado un pequeña tregua.
Siento que desaparezco, como gota prescindible, dentro de la
riada de personas en un continuo movimiento de subibaja que, probablemente, sería
imperceptible si algún ojo mirase desde una altura determinada, por ejemplo la
de un globo o una avioneta… Del mismo modo que las fronteras y los accidentes
del terreno empequeñecen a medida que nos alejamos de ellos. Del mismo modo en
que desde lo alto de la montaña, las ciudades —por más que se extiendan— son
apenas manchas. Del mismo modo en que desde los aviones las fronteras son una
ficción casi inexplicable. Del mismo modo en que desde el espacio el Planeta es
uno, y a medida que nos alejamos desaparece hasta convertirse en ese minúsculo
grano de sílice que gira alrededor del sol pero que pasaría desapercibido para
casi cualquiera… Del mismo modo me siento una brizna inapreciable entre los
centenares y centenares de personas con quienes me cruzo o me adelantan o
sobrepaso.
Como esos cantos ortodoxos de los coros rusos o griegos o
búlgaros en que todo se hace compacto, sin espacios casi para los silencios…
Esta mañana —mientras la relajación llegaba a nuestros ánimos—,
hemos escuchado alguna de estas piezas. Ahora, picado por ese gusto, ambiento
la habitación donde escribo con esas armonías tan bellas, tan repletas de
matices, aunque un poco ajenas a los gustos a los que estoy acostumbrado.
Es en el perfecto ensamblaje de voces y melodías donde nace la
sensación de paz, donde a uno le gustaría sumergirse y desaparecer, pero no
para dejar de ser, sino para ser más, para fundirse en plenitud con el resto.
Como el lento paseo de esta tarde: un desconocido en medio del
resto de los desconocidos, pero con la clara conciencia de no ser ajeno…
Supongo que es imposible vivir como si uno no fuera el centro
del universo, pues, al fin y al cabo, veo, oigo, toco… desde el yo más profundo,
y no puedo alterar el funcionamiento de mi organismo, ya que, de lo contrario,
dejaría de pertenecer al género humano. Sin embargo, qué distinto sería todo si
consiguiera que esa mirada tuviera en cuenta que es una porción despreciable si
se establece la proporción respecto del total de miradas que en el mundo
existen.
Si fuera capaz de situarme en la perspectiva de quien tengo cerca,
quizá alguna variación lograría, quizá comprendiera que mi punto de vista no es
el único ni, mucho menos, el acertado.
Creo que el camino hacia la verdad pasa por comprender que, como
la melodía no la compone un solo instrumento o voz, sino la suma de todos
ellos, incluyendo los más inapreciables para los oídos del inexperto o del neófito.
A medida que fuera capaz de afrontar ese ejercicio quizá mi
capacidad para atisbar aquello que es mucho más grande que yo mismo y que me
abarca y me acuna, se acrecentaría.
Si es posible la justicia en el mundo, si es posible que el
hombre no destruya al hombre como viene sucediendo desde que el ser humano
habita la tierra, la única fórmula empieza por saber que nadie mira mejor que
nadie, que mi mirada es una aportación más —infinitesimal, pero necesaria— a
ese conjunto inabarcable y acogedor.