El jueves santo,
sintiendo ya el viernes, Mariano me ha llevado a Chañe, para ir a lo que en el
pueblo de nuestro padre llaman “La Carrera”, a saber, la centenaria tradición de un vía crucis procesional en que
se cantan “Los Romances a la Pasión de Cristo” atribuidos desde siempre a Lope de Vega. Estos catorce poemas son un
testimonio más de la fuerza que tiene la trasmisión oral, de la importancia del
romance en nuestro acervo cultural y la intensidad de la tradición semanasantera
en estas tierras castellanas. Y Chañe no es el único pueblo español que
mantiene la vetusta tradición de este vía crucis cantado.
Llevo toda
la tarde revisando la vieja novela, y mi espíritu y mi imaginación están
imbuidos en los sucesos de hace casi dos mil años, en la esquina sudeste del
Imperio romano, hacia el año treinta y tantos después de Cristo…
A las
nueve y media ya ha oscurecido. Aunque no sea aún noche cerrada y esquirlas de
luz perfilan los muros de los edificios. La espadaña de la iglesia tiene un par
de nidos de cigüeña, que nos obsequian —en puesto de la olvidada carraca de
pasión— con unos compases de su crotoreo. Hay pocas personas dentro del templo
desde donde partiremos.
Durante
unos minutos, a nuestras anchas, podemos disfrutar del Monumento. Desde la
infancia oigo que se llama así al montaje que se realiza para instalar el
sagrario tras la liturgia del jueves santo hasta la misa de la vigilia pascual,
ahí se mantendrá la eucaristía consagrada, pues durante el viernes y el sábado
no se celebra misa. Con este nombre, mis ojos identificaban adornos florales
con más o menos acierto y sensibilidad montados en torno a un sagrario. En
Chañe esta denominación cobra su sentido. Como si de un escenario para una
función teatral se tratara, se monta un decorado de un material a la vez
resistente y fácilmente manejable. No sé si será cartón piedra o algo por el
estilo. Semeja vagamente un templo griego, romano o neoclásico. En el pináculo
una cruz sujetada por un par de angelotes, el centro del frontón triangular lo
adorna un sudario con la efigie de Jesús coronado de espinas, dos columnas
jónicas jalonan la puerta de entrada, un arco de medio punto; junto a ellas, a
ras de tierra, un par de soldados de aspecto más que romano, medieval, con
armadura y hachas, sobre ellos, imitando la decoración de la fachada, dos
alegorías del jueves santo, una jofaina blanco al lado izquierdo y en la
diestra algo que no estoy seguro de lo que es, aunque pienso vagamente en una
bolsa donde se guarde dinero, los extremos del Monumento se cierran con otras
dos columnas del mismo estilo; cuatro escalones dan acceso al arco, lugar donde
se ubica el sagrario, que sería el centro geométrico, o casi, de toda la
construcción.
De pronto,
diríase que en segundos, la iglesia se llena de gente. Entra un capuchón sin
capirote con hábito oscuro, acompañado por dos mujeres con capa castellana se
sitúan a nuestra izquierda y cogen la cruz con cadena, hacia el centro de la
nave, otro capuchón también con hábito negro, pero con capirote y coge un
Cristo pequeño, otro penitente, éste de blanco toma el estandarte morado, otros
meten la pequeña carroza ataviada con unos austeros faldones de color granate y
sobre ella sitúan la imagen de la dolorosa. Todo se desarrolla en silencio, con
velocidad y precisión. Cada uno sabe lo que tiene que hacer y lo hace sin
dudarlo y con el automatismo de lo cotidiano. El párroco, ataviado con alba y cubierto
con capa morada, inicia el acto con una breve frase. Salimos todos, otros se
unen ya en la calle, donde la noche se ha cerrado del todo.
El
cortejo, si es que así se puede llamar al nutrido grupo del que formo parte, se
dirige, según me han explicado hacia la ermita de San Antonio. Abre la marcha
el estandarte llevado por el capuchón blanco. Tras él va un Cristo crucificado
de, aproximadamente, cincuenta centímetros de alto, cuyo rostro no mira al frente,
sino que se vuelve hacia el pueblo que sigue la marcha. Tras él, a unos veinte
o veinticinco metros, el otro Cristo, similar al primero, en la misma posición,
pero algo más pequeño, quizá de unos treinta centímetros. Luego el capuchón sin
capirote, el penitente, el llamado en el argot de esta procesión, el cruz y
cadena, un penitente descalzo que lleva sobre el hombro la cruz con cadenas
—nada descomunal, nada dañina, puro signo, pura esencia—. Tras él, el paso de
la Virgen Dolorosa, de luto (talla de escuela castellana de autor anónimo que
representa a una mujer madura de gesto entre adusto y triste) sobre la pequeña
carroza que apenas levanta a la imagen medio metro del suelo.
A diferencia
de las procesiones a que estamos acostumbrados en el medio urbano, no hay
público a la vera del itinerario, sino que es el pueblo quien camina
intercalado entre las imágenes citadas, mezclados, cada uno a lo suyo.
Nada más
salir de la iglesia, cantan con sonsonete propio y sencillo los versos del
romance, apenas son cinco o seis personas quienes lo hacen. La inmensa mayoría
de los tres centenares de asistentes es un espectador en movimiento, un
acompañante. No hay pausa, no hay solución de continuidad, un romance se
engarza con otro, ni un silencio de corchea los separa, ni siquiera una voz que
diga si es la primera o la novena estación, el segundo o el séptimo romance.
Sólo el cambio en la rima avisa del paso al siguiente poema, a la siguiente
estación. Me parece (pura intuición de base nula), que la distribución de las
imágenes no es casual ni ajena al texto que se canta. Probablemente entre la
primera imagen del Cristo y la segunda, antaño —no sé hace cuántos siglos— se
situarían los que cantaban los versos impares del romance, mientras que entre
la segunda talla y el cruz y cadena estarían quienes ponían voz a los versos
pares, los que llevan el peso de la rima. O a la inversa, ¿quién sabe?
Ahora se
hace muy difícil seguir la historia que va contando el romance tradicional. Son
pocas las voces y a diez o quince metros de ellas apenas se entiende, sólo
llega el rumor de la melodía. Como soy nuevo en el lugar, pronto dejo la
lectura. Si leo, no veo el resto de cosas, y tengo que verlas todas. Me puede la
curiosidad. ¡Quién sabe cuándo volveré!
A medida
que nos alejamos del pueblo y se adensa la noche, las conversaciones encogen,
se apagan hasta hacerse rumor que el rasgueo de los pasos ahoga más aún. Quizá
el silencio no sea absoluto o impresionante, pero se impone a los sonidos,
subrayado en plata por la luna.
Al llegar
a la ermita del santo lisboeta, presidida por la imagen de Nuestra Señora de
los Remedios, Jaime, el párroco, ora recordando los crímenes y la violencia
contra mujeres provocados por el machismo, a la izquierda contemplo al niño
sonriente que sostiene San Antonio pintados por Mariano. Tras una salve, por el
mismo camino, se retorna hacia el pueblo, y se toma la dirección hacia la otra
ermita, la del Santo Cristo de la Misericordia. Mediada esta parte del trayecto
concluye el canto de los romances. Tan abruptamente como empezaron, se acaban.
Y,
sorpresa, justo a pocos metros se inicia el vía crucis físico, quiero decir,
las catorce cruces de piedra que desembocan frente a la ermita. Al pasar junto
a cada una el cruz y cadenas y los demás encapuchados, se arrodillan un
instante. Debido a las obras que el crecimiento del pueblo ha obligado a
ejecutar, con modificaciones en las calles, la distancia entre las cruces ha
disminuido mucho, por lo que en la última parte es continuo el arrodillarse,
casi una coreografía veloz, cada quince o veinte pasos una cruz, otra, otra y
otra…
Ante la
última, justo antes de cruzar la carretera para entrar en la ermita, se produce
el momento culmen del vía crucis. Se vuelve al segundo romance, titulado “A la
oración del Huerto”. El cruz y cadena y
sus acompañantes se arrodillan frente a la cruz de piedra y los otros encapuchados,
por tres veces, escenifican una simbólica afrenta, mientras el pueblo vuelve a
cantar, se escuchan versos como estos: “Que para verificarse / que era
hombre verdadero, / fue menester que su carne / tuviese la muerte en medio. /
Al fervor de la oración / sudó sangre todo el cuerpo, / que sus delicados poros
/ estaban todos abiertos”. En este
instante, el penitente se torna figura del Nazareno, y aunque el texto del
segundo romance de Lope se refiera a la agonía de Jesús en el huerto de
Getsemaní, la escena que estoy viendo intenta aunar todos los instantes en que
Jesús parece más frágil: el mismo del huerto de los olivos, las tres caídas,
algunas de las palabras en la cruz… El pueblo ha captado y ensamblado de modo
intuitivo y certero —como suele hacer el pueblo— que aquí Jesús de Nazaret está
muy próximo a nuestro sufrimiento, que en estos instantes de zozobra, su angustia
se parece mucho a la nuestra, y quizá
podamos aprender de su entereza para superar nuestro padecimiento, como él hizo
con el suyo.
Hablo por
hablar, lo sé, pero algo así capto o intuyo que sucede mientras nos
arremolinamos junto a esa cruz y escuchamos la letra del romance y vemos cómo
el cruz y cadenas, arrodillado, es simbólicamente golpeado por tres veces,
escena que en Chañe llaman Las Venias.
Cruzamos
la carretera que lleva a Vallelado, entramos en la ermita amplia, casi
cuadrada, alta, presidida por un imponente talla de Cristo crucificado. No sé,
la imagen debe tener algo más de un par de metros de alto, la cruz dos y medio,
por lo menos, todo él labrado en madera de tonos casi rojizos, de un castaño
muy vivo, quizá cerezo. Y a su diestra, el último cuadro que ha pintado
Mariano, el Resucitado a punto de abrazar a su madre, que aún no lo sabe, que
aún sufre la angustia de una muerte que, sin embargo, ya ha acabado.
Tras otra
oración, en esta ocasión por todos cuantos sufren injusticia y trato vejatorio,
se regresa a la parroquia, donde se despide el acto. El cuadro del resucitado
de Mariano nos acoge…
Pienso que
esta es la peor noche de todo el año para contemplar los tres cuadros de mi
hermano pues los tres cantan a la vida, acaso como el verso de Machado que no
quieren cantar al Jesús de la agonía, sino a quien anduvo por la mar… Pero
justo es la noche en que he visto a los tres seguidos. Aunque, si lo pienso más
despacio, frente a mí, el Monumento, también hace referencia a la resurrección,
al menos a la vida sin final.
Quizá la
tradición sea más confusa que nuestro racionalismo historicista que tiende a
quedarse en la anécdota de un hecho. Sin embargo, probablemente esa aparente
confusión sea muestra de sabiduría, pues una conmemoración no es volver a vivir
en sentido estricto el pasado, sino, más bien, celebrar lo que ocurrió, sin
olvidar lo que ocurrirá: en el mismo espacio dos centinelas guardan el sepulcro
que es un sagrario dentro de un templo coronado por una cruz y unos ángeles.
Ha pasado
una hora y media. Son las once de la noche. Tenemos casi otra hora para
regresar. Mañana sonará el despertador a las cinco y media, pero no me importa.