Cómplices

No es La Casa Encendida de Luis Rosales, aunque Manuel Moya ha escrito Salida de Emergencia (número 28 de la colección Tierra de Isla de Siltolá) con la misma determinación de hacer del poema —el poemario es poema-río— una contundente visión del mundo y siempre el mundo empieza —y en la mayoría de los casos concluye— en lo que a uno le circunda.
Salida de Emergencia aspira a ser el cauce sobre el que se desliza con melodía poco frecuente en el verso libre, melodía fluida como el río, la perplejidad del ser humano contemporáneo que entiende poco y mal la existencia propia, la existencia ajena. Una existencia que, acaso, no ha pedido, a la que se ve arrojado y que intenta aprovechar con todas las consecuencias, pero que necesita una salida de emergencia que nadie sabe dónde está, y puestos a no saber, nadie sabe si a ciencia cierta existe.
Ante la mirada atónita y desbordada del hombre, la vida se sucede sin posible parada y, sobre todo, sin que nadie, ni el arquitecto del hogar ni los trabajadores que cada día se afanan en su crecimiento hayan puesto una señal que indique el camino de la salida de emergencia, que, a pesar de algunas apariencias no es la muerte, y, mucho menos, el suicidio. El pasado, el presente, el futuro, lo posible, lo imposible, lo probable, lo improbable, la tierra tierra, el río río, lo hondo hondo, lo más próximo, lo más lejano, se dan cita, como se dan siempre cita en cada vida: los vecinos, los animales más o menos domésticos, más o menos urbanos, el clima, a veces, incluso la política y muchas veces la interpelación a Dios, exista o no, sea él quien nos ha creado o sea una criatura fruto de nuestro miedo o necesidad.
Da lo mismo.
El lector descubrirá en estos versos del único poema-río que es este libro, una constante, una referencia algo más que explícita a la realidad dialogal del ser humano que interpela cuanto contempla (otra palabra fundamental para entender Salida de Emergencia). Se establece conversación con los gatos, con la tierra, con lo que fue, también con lo que será. Tan honda es la esencia de la comunicación, que el poeta dialoga  consigo mismo sin desmayo, con la conciencia de quien está escribiendo.
Cuando se lea el libro de Manuel Montoya —cuya calidad literaria no voy ahora a descubrir—, el lector poco avezado (a poco honesto que haya sido durante su lectura) se preguntará cómo es posible que el verso libre del onubense tenga un ritmo tan poético en una melodía tan sutil, casi de tono menor, casi como si no estuviera. A mí me parece —y quizá esté equivocado… o no— que este libro está trabajado con la misma quietud, detalle y preocupación por la obra bien hecha que tenían los orfebres, por ejemplo. No me refiero sólo al tiempo que ha tardado en escribir —doce años según testimonio explícito de Manuel Montoya en el epílogo—, sino a la delicadeza y precisión con que cada palabra está situada, al modo en que ha escogido la frecuencia de los acentos, o la estructura de las frases, al modo en que ha pulido cada palabra, al modo con que ha fundido el lenguaje más culto con el más popular.
Después del segundo o tercer verso, el lector descubre que la no medida silábica de los versos no es sinónimo de dejadez o precipitación, sino, por el contrario, significa ajustar como se ajusta el agua al cauce, lo que nos quiere decir o lo que viene a decir con el modo de presentarlo.
Dejar aquí anotado, unos versos, cualquiera, es aún más peligrosos que en otros poemarios, pero aún así tomo el riesgo
Porque he venido, yo no sé, a ponerle zancadillas a mis botas,
a decirme, a malherirme, a revelar que no sé nada,
que todo cuanto creo haber sabido
es y ha sido nada: esa luz que emana de las cosas, la incumplida,
que no cambia de volumen o apariencia ni detiene el lubricán, la luna
abstracta. Yo no sé…
Y lo mejor es que después de doce años de escritura, el poema sigue vivo, no es algo cerrado o concluso, es una criatura que cambia y cambiará; o así lo entiendo de esta afirmación casi postrera del poeta de Fuenteheridos (la negrilla es mía):
Quizás el poema te hable de eso: del soplo, del temblor y del viaje (yo no sé), mientras, las nubes rielan hacia el oeste y los colibríes baten sus alas interminablemente. La vida sigue y quizás es poema-río, este poema-nube, este poema-tierra continúe su lenta metamorfosis hasta que ambos desemboquemos en el mar, que para mí queda al final de esta misma calle, oculto por la fronda de los castaños y que apra el poema esté en ti, querido lector, que lo llenas de sentido.