(Para JA.
M. A.)
Las cosas, cualquier cosa, todas
las cosas, se pueden hacer de un modo u otro: bien o mal o regular o por encima
o para cumplir con el expediente… Y también se pueden hacer a conciencia, de
modo óptimo, poniendo la carne en el asador, ahondando en el asunto para no
quedarnos en la superficie.
En
ocasiones, hacer algo del mejor modo supone una diferencia de un puñado de
minutos respecto de no hacerlas o hacerlas por encima, como quien cumple el
trámite de secarse las manos tras habérselas lavado. Incluso quizá sea
posible más veces de las que sospecho; sin embargo, prefiero pensar o creer o
forjarme argumentos irrebatibles que me demuestren a mí mismo que no puedo
hacer nada más de lo que hago, que tal asunto está fuera de mis posibilidades.
Ha llegado
esta mañana con la amabilidad pintada en el rostro sonriente, pero en cuanto ha
abierto la boca para contarnos su problema, se notaba la tensión, cierto nerviosismo,
la dificultad para explicarse, no porque haya algún impedimento físico, sino
porque el asunto que traía es lastre de proporciones poco soportables. Pongamos
que me refiero a un hombre de unos cincuenta y pocos años, más o menos de mi
edad, espigado, enteco, mirada clara, cabellos neblinosos, dos años de paro a
cuestas, el aspecto de vivir su situación como quien lleva un pesadísimo fardo
relleno de culpa, sensación de impotencia, desesperación y algo parecido a la depresión.
¿Quién no lo viviría de ese modo?
Por suerte
para él, JA ha cargado con el peso de la conversación. Si hubiera sido yo,
quizá me hubiera conformado con explicarle cortés y afablemente que el asunto
que se trae entre manos no corresponde a nuestro quehacer y queda muy lejos de
nuestro cometido, incluso —para que no se hubiera ido de vacío y para
justificar mi conciencia— le hubiera indicado a quién podría dirigirse. No sé
si hubiera ido más allá. Y lo peor de todo es que habría estado seguro de haberlo
hecho bien, de haber encarrilado su afán en la dirección adecuada. La buena
obra del día, habría llegado a pensar.
Mas JA,
con el tranco veloz y hondo que procura la empatía, ha intuido a toda velocidad que se
podía actuar mejor, que se podían dar unos pasos más, unos pocos más, de
acuerdo, pero tan decisivos, tan determinantes. En fin, ha preferido no conformarse
con encarrilar, ha intentado (y conseguido) ubicar a nuestro visitante en la dársena
donde debía tomar el vehículo que le llevase a su destino.
¿Hubiera
llegado él sin la ayuda de JA a ese mismo punto? Probablemente. Sin embargo
hubiera tenido que invertir unas energías (no sólo físicas) que acaso le hayan
sido necesarias para poder encauzar el torrente de adrenalina que lo ha
recorrido un par de horas más tarde, o algo menos, cuando ha regresado y JA, de
nuevo JA, ha rematado la tarea, poniéndole lazo y cascabeles a su
intermediación.
Estamos
hablando, quizá, de pan para hoy y hambre para mañana… O quizá no, quién sabe. A
lo mejor hablamos de que ha empezado a alumbrar el sol en una existencia que
durante demasiados días, semanas, meses… ha sido noche cerrada y gélida, turbia
y desoladora.
Es verdad,
como argumentaba JA cuando he comentado que ha hecho algo impagable, que no le
ha costado nada, que si estaba en su mano (y estaba) por qué no hacerlo.
Sí, es
verdad.
Sin
embargo, uno puede hacer bien su tarea limitándose a cumplir el expediente; o puede
hacerla mejor descubriendo que tras un problema palpita una persona dentro de
la que bulle vida con alegrías, sueños, pasiones…, pero también con sufrimientos,
preocupaciones, angustias…
Se suele
optar por lo primero, nada más, aunque se haga sin mala voluntad, sólo por
costumbre, por comodidad, sólo porque la mirada está demasiado pendiente de contemplar
el propio ombligo. Lo otro, únicamente está al alcance de un puñado de personas.
No sé si quedan pocas o muchas, me temo lo peor, aunque hechos como los de esta
mañana me permitan fantasear con lo contrario.