Cómplices

Se acaba septiembre que ha sido un mes fecundo en poemas y podría haberlo sido más. Voy entrando en mi filosofía de la asonancia. Desde ella, veo los poemas, y lo que me falta es tiempo seguido reiterado. Y desde luego dinero. Un curso más trampeando y entrampándome.
Pero unos cuantos días de aislamiento me sirven para ahondar en mis disponibilidades. Estoy dispuesto para la creación para darme entero  a través de ella. He escrito un poema con título y estilo juvenil: Deseo de choque de caballería en un niño. Y estoy escribiendo otro lo mismo, pero religioso: Silueta de Abantos. Y estoy contento y excitado de escribirlo, y de haber conservado algo que me permite escribirlos. Estoy viviendo de mi independencia y exaltación de antes de los veinte años. Sin la conciencia atormentada de entonces.
Luis Felipe Vivanco Los Cuadernos de Segovia –Estancias y Vagancias— Pág. 74 (septiembre 1955)

Hay ciertos libros que se leen con la sensación de que no debieran acabarse nunca, porque están a nuestro lado para acompañarnos, para conversar como se charla con el viejo conocido –ése que es más que saludado, aunque sea menos que amigo— con quien podemos hablar de los viejos tiempos o de proyectos nuevos, sin entrar en intimidades u opiniones más medulares.
Desde que inicié Los Cuadernos de Segovia…–citado varias veces— tengo esta precisa sensación. El día en que lo concluya, porque lo habré de concluir, claro, quizá vuelva a empezarlo, aunque se convierta su texto en el diálogo habitual con los mayores que nos quieren y queremos, repetitivo y previsible, porque acaso lo que importe no sea tanto su contenido, sino el hecho en sí –a veces milagroso— de poder escuchar repetir la misma anécdota o lamentación.
Y como sucede con cualquier encariñamiento, las causas que lo provocan, si se va a mirar, son de todo menos objetivas o racionales...:
Es sencillísimo para mí acompañar al poeta a sus paseos por Segovia pues, aunque hayan pasado unos sesenta años, la fisonomía de la ciudad y sus entornos no ha variado, quizá haya cambiado su piel, por así decir, pero no cuanto debajo de ella la constituye. 
Tampoco es difícil encontrar aquí o allá referencias a personas reconocibles: los Peñalosa, los Lozoya, los Vidaechea… Sí, familias de recio abolengo en la ciudad –las dos primeras de la nobleza, la segunda de la alta burguesía—, pero muy conocidas. (Uno de los niños Peñalosa citados varias veces en estas páginas, actualmente es concejal de IU en nuestro Ayuntamiento, por más que su padre –supongo que su hermano mayor ahora— ostentara el vizcondado de Altamira; los Vidaechea deben su fama y el cariño segoviano, casi a partes iguales, ya como oftalmólogos, ya como músicos (el padre fue oculista de mi madre, y uno de los hijos lo fue mío y de mi hermano y de más de la mitad de los segovianos que hemos precisado de gafas o hemos tenido algún problema en la vista).
También es muy fácil contemplar exactamente la misma línea del horizonte que él escruta o acaricia con su mirada y luego plasma en su texto… 
Pero es que, además, y quizá sea lo más determinante, en muchas cosas encuentro similitudes con mis afanes y miedos, preocupaciones y anhelos. Entonces, en ese preciso instante de comunión a través del tiempo y de las letras, leerle es confortarse, sentir que uno no es exactamente un bicho raro, del tipo ornitorrinco con buzo de neopreno fluorescente, confirmar que intento avanzar –aunque no llegaré tan lejos— por la misma senda que otros hollaron antes, por la que otros avanzaron más:
Sacar adelante a los chicos y dejar hecha mi obra. Y seguir trabajando humildemente de arquitecto.
Luis Felipe Vivanco Los Cuadernos de Segovia –Estancias y Vagancias— Pág. 81 (octubre, 1955)