Cómplices

En estos días ventosos, nublados y con tormentas tan desaforadas, los políticos se van sumando al clima, para que los ciudadanos, además de en la calle, debamos ponernos gabardina y abrir paraguas también en nuestras casas.
De algún modo es comprensible esta tempestad de declaraciones, diálogos y comentarios. Y como ocurre con las precipitaciones que vienen desde las nubes, casi nunca llueve a gusto de todos.
No voy a entrar —no por carecer de opinión, sino porque no me apetece— en cuestiones muy concretas, y menos aún en comentarios referidos a otros lugares, pues tras unas elecciones locales, lo primero que uno debe tener en cuenta que el tejido y el hilo que hilvana la urdimbre de las políticas municipales tiene mucho, aunque no todo, de particular: el estado de las vías públicas, la calidad del servicio del agua o de la recogida de basuras, la celeridad justicia y diligencia con que se conceden o deniegan las licencias, el talante de la persona que preside la alcaldía y el modo en que la oposición ejerce su tarea…
Pero a uno que, entre otras cosas, y por ser persona, se siente ciudadano, y que entiende la democracia como un ejercicio cotidiano, algo así como respirar, pagar impuestos o ir a la oficina, le apetece hacer algunos comentarios sobre algunas cuestiones que han ido surgiendo en estos días.
Me sorprende y me entristece, primero, el quejido de quienes pretendieron quitar opciones a las nuevas formaciones que decidieron ponerse en la línea de salida. Y me sorprende y me entristece, por dos razones, sobre todo. Para empezar porque en tal lamentación anida la sombra de la duda sobre la esencia de la democracia, pues es como si no se admitiera que otras ideas y otras propuestas —no siendo éstas delictivas— pudieran ser sopesadas por quienes, por otra parte, somos convocados a las urnas con denuedo y casi desaforadamente; y ello a pesar de que algunos —quizá como quien va de farol en una mano de mus— proponían no hace tanto a quienes protestaban que se presentaran a las elecciones. Y porque, con los resultados en la mano, se demuestra que los partidos tradicionales viven en el limbo de sus organizaciones que parecen dinosaurios nunca ahítos o satisfechos, sólo pendientes de su supervivencia aún a costa de los dineros de los contribuyentes, tal y como se demuestra día sí y día también.
Me sorprende y me entristece, también, que para algunos la democracia signifique gobiernos estables, siempre y cuando quien gobierne sean los suyos. Que la lista más votada sea el único argumento, no deja de ser muy mezquino, pues viene a ser como jibarizar o convertir en rito la democracia. Para algunos parece que ser demócrata es actividad olímpica (un día cada cuatro años), después, lo del diálogo, la negociación —es decir ceder yo y admitir algunas de tus propuestas, haciéndolas mías también—, la toma de decisiones consensuada, es algo inútil, porque ralentiza y parece inoperante. Y en todo caso, al menos para los ayuntamientos y diputaciones, si no existe mayoría absoluta tras la primera votación (se venga con ella directamente de las urnas o se alcance ésta mediante pactos), automáticamente pasa a gobernar la lista más votada. ¿En qué parte de este razonamiento se pierden quienes sostienen que un pacto de gobierno entre dos o más partidos es menos democrático que la lista más votada? Todo ello, además, teniendo en cuenta —porque también se olvida con facilidad— que no se elige alcalde o alcaldesa, sino corporación municipal, y que son los concejales o diputados electos quienes deciden quién ha de presidirlos.
También me sorprende y entristece el desprecio manifiesto a la inteligencia ciudadana que destilan —más bien escurren— algunas declaraciones, realizadas, supuestamente, tras un sesudo análisis de los resultados, cuando cualquiera, con un simple vistazo es capaz de dar con el verdadero quid del asunto. Sin embargo parece cosa de herejes admitir errores, mala selección de candidaturas o, simplemente, desgaste propio e interés de la ciudadanía por dar paso a otras personas. No, no es herejía asumir y decir con tranquilidad y sin dramatismos que los votos son igual de válidos y sagrados cuando a uno le envían al gobierno que cuando le sientan en la oposición.
Y por último, pues entrar en otros asuntos sería adentrarse en jardines que no me atraen lo más mínimo, lo que más me sorprende y entristece de todo lo que se ha dicho en estos días, es que algunos sigan creyendo que el miedo es el mejor recurso retórico, un poderoso modo de convencer raciocinios y mentes adultas y bien formadas.
Muchos siguen pensando que han sido ungidos con el óleo santo de los representantes enviados por la divinidad y no pueden entender derrotas —que en todo caso son pasajeras, como las victorias, dicho sea de paso—. No habiendo por medio acusación de fraude, considerar injusto el resultado electoral, es demostrar una traición del subconsciente, algo así como certificar que el verdadero pensamiento —dicho por lo suave— es que la democracia sólo sirve a algunos si vencen. Y si esto no sucede son capaces de cualquier cosa…, incluso usar el miedo como única arma en su discurso.