Cómplices

No es casual que me haya puesto, para poder escribir lo que tengo dentro, “Los nocturnos” de Chopin. Quizá el autor a quien me referiré, no estaría muy de acuerdo con tal elección, porque lo más probable es que él tuviera unos gustos menos melancólicos, aunque tampoco tengo elementos que lo confirmen.
Necesitaba tiempo y espacio, unos días, antes de poder comentar lo que sucedió durante el acto público en que se dio a conocer el fallo del jurado de la vigésimo quinta edición del premio internacional de poesía Gil de Biedma.
Como quien dice, este certamen forma parte de mi calendario, pues apenas llevaba trabajando un par de años en la Diputación de Segovia, cuando se hizo la primera convocatoria. He saludado a la mayoría de los galardonados quienes me han ido firmando año tras año los libros correspondientes, tanto el premio como los accésits.
Sin embargo, en esta ocasión no va a ser posible, al menos en el caso de quien lo ha ganado, pues, por primera vez en su historia, el poeta autor del libro ya ha muerto. Y por si fuera poco, además, el poemario es una crónica de le mortal enfermedad que lo ha llevado a la tumba el veintinueve de mayo pasado. Con ese afán suyo de periodista de raza —aunque siempre se sintió y se definió como poeta— José Miguel Santiago Castelo (como se habrá adivinado), escribió “La sentencia” como una especie de crónica en verso del proceso que fue minándole la salud.
Al abrirse la plica donde se desvelaba la identidad del autor del poemario, una especie de estremecimiento cruzó a los miembros del jurado, y a mí mismo, pues había leído apenas una semana antes, el sábado treinta, en su periódico —el ABC digital— varios artículos que glosaban su vida y su obra.
La muerte es siempre un tema actual, porque es el final seguro de cualquier vida. Nadie suele desear su llegada, y hay muchas maneras de afrontarla, probablemente tantas como individuos. Sin embargo, en pocas ocasiones se puede uno asomar a unos versos que traten del modo en que este instante definitivo se va acercando hasta la persona, y cómo ésta vive estos momentos. Hay en este libro un aire vagamente familiar o próximo al estoicismo que aparece con tanta facilidad entre nosotros, y mucha serenidad de ánimo de quien sabe a ciencia cierta que ese momento es un escalón más, el último peldaño que da acceso, al fin, a la vida inacabable.
No hay resignación, tampoco hay alegría, pero sí hay aceptación y fe. Y dolor. Y queja, o mejor, quizá nostalgia por lo que de aquí abandonará. Pero sobre todo es un libro que abunda en los recuerdos; sin embargo no aparecen al modo preciso en que pudieran aparecer en unas memorias o una autobiografía, sino al modo caprichoso en que estos llegan al recuerdo del poeta. Poemas de la infancia, del noviazgo, de los viajes, del amor tranquilo, de su Extremadura en verano…
Andrés Barba, que deseo pueda firmarme un ejemplar de “El vientre de la ballena” el día de la entrega del premio, ha escrito un libro de una arquitectura poderosa, propia de un narrador que ha llevado al territorio del verso una historia donde la muerte también aparece, pero no como protagonista —como podría deducirse tras una lectura superficial—, sino como fondo, casi como un decorado.
El título, que remite a resonancias bíblicas, es una de las claves de la obra, porque Jonás, aunque parece que muere, en realidad se aloja en el vientre del cetáceo, donde encuentra la verdad. A mi modo de ver, Barba sitúa en este contexto el punto de vista de su poemario: dentro de la muerte o muy próximo a ella (la reciente muerte del padre es el fondo que matiza la luz de su cuadro o sirve de bajo continuo en su obra), la vida continúa, no se detiene, incluso los recuerdos de quien nos falta son casi ‘re-vividos’.
Uno se pone en la piel del jurado e intuyendo que quien ha escrito “La sentencia”, no usa como fábula ‘el argumento’ de la obra, sino que, en realidad, está leyendo una obra póstuma y autobiográfica, acaso los últimos versos escritos por Santiago Castelo —este era su nombre de “guerra”, como recordó JMP en el acto— quizá sea muy difícil evitar que este elemento juegue de modo decisivo en su decisión.
Parece, así contado, que se tratara de libros muy fúnebres, muy tristes, muy melancólicos, y, sin embargo no hay nada de eso. Por el contrario, si uno tuviera que definir ambos con una sola palabra (tan diferentes como son), no lo dudaría: serenidad.
¿Se puede actuar de otro modo cuando se sabe, como lo saben ambos, y como escribió Jaime Gil de Biedma en unos versos que Santiago Castelo transcribe a modo de orla en su poemario, que “envejecer, morir, / es el único argumento de la obra”?