Cómplices

Para Ana Carabias Martín y sus compañeras y compañeros
de promoción graduados en Filología española por la
Universidad Complutense de Madrid el 24 de junio de 2015.

Iba dispuesto a que la tarde del veinticuatro de junio nada ni nadie se infiltrase en mi corazón —ese lugar del cerebro que impide ser de hielo a la inteligencia—, porque se celebraba el acto en que la promoción 2012-2015, entre el alumnado mi hija menor, se graduaba en Filología Española por la Universidad Complutense de Madrid. Dicho así, se podría pensar en que mi tendencia al melodrama no abandona mis letras, pero mis hijas saben a lo que me refiero, y que tengo razón.
El acto de graduación se desarrolló en el Aula Magna de Derecho, porque no había espacio en el de Filología, ya que el número de graduados entre español e inglés quizá superase los doscientos. Es decir, más de doscientos nuevos enamorados de las palabras, más de doscientos nuevos letraheridos… Más de doscientos jóvenes que han descubierto que estudiar, conocer y amar el idioma y su literatura va a ser —como ya es— parte importante del argumento de su existencia. Más de doscientos jóvenes que, como se repitió varias veces, habrán respondido en múltiples ocasiones a la insidiosa pregunta, la más formulada en estos tiempos mezquinos y contaminados sólo por la preocupación de la supuesta eficiencia y del supuesto pragmatismo: ¿Qué salidas tiene una filología? Mi hija también lo ha tenido que hacer (me lo ha confesado más de una vez), aunque no a su padre. Casi nadie me cree cuando afirmo que nunca influí en su decisión, al menos de modo consciente. De mis labios sólo salió un consejo, cuando fui preguntado en el trance de la inminente elección de carrera, antes de acabar su bachillerato. “Estudia lo que quieras, lo que te guste, lo que te parezca mejor para ti como persona. No pienses en salidas laborales, eso es absurdo. ¿Quién te garantiza un puesto de trabajo si estudias lo que no te gusta pensando en que así encontrarás?” Esas o parecidas palabras es lo que salió de mi boca. ¿Ha sido determinante para su opción verme tantas horas entre libros o hilvanando palabras, ver cómo he disfrutado y sigo disfrutando con la apasionante aventura de leer o escribir? Esa respuesta le pertenece a ella. En todo caso, la desconozco. Tampoco se lo preguntaré. ¿Acaso importa?
Digo que iba dispuesto a que nada ni nadie se infiltrase en mi corazón y me impidiera disfrutar de la ceremonia (ni el calor pegajoso, ni la mala acústica y peor megafonía), aún sabiendo que es un mero mojón en el camino, un acto de escasas consecuencias vitales. Tuve toda la suerte del mundo en tal pretensión, puesto que, desde el minuto cero, el tono (lo más determinante en este tipo de reuniones) lo marcó quien presidió, la recién nombrada vicerrectora que, hasta hace unas semanas, era profesora de un buen número de graduandos pues daba clase de novela norteamericana, o eso entendí. Me refiero a emoción, no cursilería o gazmoñería; me refiero a esa autopista que conecta directamente a los individuos a través de los sentimientos. Para el rigor científico que se le supone a un acto académico, este tipo de disposición del ánimo parece el más imprevisible, sin embargo, es el más lógico en este caso, pues, al fin y al cabo en él cristalizan tantos esfuerzos y sueños, no sólo de los alumnos (aunque son los suyos los que se celebran y enarbolan), sino de las familias, de los amigos, e incluso del profesorado.
Como cualquiera esperaba, el gran caudal de emoción partía de la bancada de los rostros juveniles que ocupaban —apiñados y sonrientes, nerviosos y expectantes— diez u once filas del graderío central del hemiciclo. Cuando miraba hacia allí, es como si viera una unánime, única y gran sonrisa, sonrisa limpia y optimista, sonrisa horizonte despejado, pues sabe que el futuro es su territorio, el objetivo del que nada ni nadie podrá apearlos. Llegarán tiempos de dificultades y decepciones, de tropezones y desasosiegos, pero también son conscientes, bien a las claras lo demostraron en sus discursos, uno por carrera.
A veces los padres varamos en nuestra memoria sentimental (la más primordial del ser humano, pues fondea en el subconsciente) la imagen de una niña o un niño al que llevamos en brazos, o quizá de la mano. Tal es la fuerza con que hemos clavado esa instantánea que somos incapaces de lograr que lo que nuestros ojos ven y nuestros oídos oyen, sustituyan al ancla del pasado, por el vuelo del presente. A veces el único modo de extirparla es observar y escuchar a los compañeros de nuestros hijos para que comprendamos que su adultez es inminente, que son jóvenes, no sólo muy valiosos, sino imprescindibles para que esta sociedad no se carcoma de hastío y podredumbre en sus cimientos. La rebeldía y los sueños, la pasión y la impaciencia, la sinceridad y el hambre de justicia son los elementos fundamentales del paisaje que forma el territorio de la juventud. Siempre ha sido así, y es necesario que así sea. ¡Cuánto mejor le iría a nuestra sociedad si estos ingredientes abundasen un poco más en cualquier ámbito! 
Empezó el asunto por la última lección, que impartió Arsenio Escolar, quien —acaso porque trajo a sus palabras el recuerdo de sus momentos de recién licenciado en filología y periodismo— insufló optimismo y pasión a raudales en sus palabras. Continuó por la energía incansable de los aplausos que acompañaron a cada alumna y alumno en su camino desde el estrado hasta la mesa presidencial para recibir la beca azul celeste de la facultad de Filología de la Complutense, y el diploma conmemorativo (y eso que durante un momento se me embrumó la mirada y la imagen más anhelada de todas se distorsionó más de lo que deseaba). Y alcanzó el momento más álgido con la lectura de los discursos de los alumnos.
Ambos textos fueron distintos: más festivo e irónico el de Inglés, más hondo y reivindicativo el de Español que, al final, arribó con contundencia en las conciencias y en la emoción de los oyentes. Por lo que nos había dicho mi hija, el discurso de Español había sido elegido por los alumnos de entre tres o cuatro que se presentaron a valoración. Pero de la escucha de las palabras de Alicia —espero no errar el nombre de su escritora—, era bien sencillo deducir que su autora lo había modificado para incluir frases textuales de los otros discursos presentados, al modo en que se citan las obras en que se basan las afirmaciones de los autores. Espíritu democrático y, sobre todo, conciencia de que la verdad no es patrimonio de una sola garganta, conciencia de que es en la diversidad de miradas donde puede brillar el mayor número de caras de una realidad, nuestra vida, tan poliédrica que en geometría no existe el cuerpo que la pudiera albergar, salvo que existiera el ‘infinitoedro’, algo absurdo en sus propios términos.
Y al fondo de ambos discursos (aunque sin olvidar agradecimientos, defectos, carencias, reivindicaciones y errores), la proclamación pública de el amor apasionado por la lengua y la literatura que se demuestra en el convencimiento íntimo e inamovible de que el sentido del mundo no es el mismo con literatura que sin ella; más aún, con la sólida convicción de que unas de las armas más poderosas, eficaces y precisas para mejorar nuestra existencia y nuestro mundo son lengua y literatura. El ser humano evoluciona mediante la comunicación y por más que se modifique el vehículo o canal a través del que lleguen los mensajes, para su elaboración la palabra es, acaso, el material indispensable, aunque no único.
Sin embargo no necesité que mi hija me escribiera un discurso para transmitirme lo que sentía. No hizo falta que le explicase a la velocidad y con la temperatura a la que latía mi corazón. Ya sé que ambas afirmaciones parecen contradictorias con lo que he escrito. También los filólogos y los escritores (sobre todo quienes militamos en categorías inferiores, más aún que el equipo de fútbol de la ciudad) debemos practicar la humildad. Reconozco y sé que algunas veces (quizá las más trascendentales), las palabras no son tan directas, expresivas y contundentes como los gestos y las miradas. Cuando sucede, es que merece la pena haberlo vivido. En el caso de los que solemos pasar tantas horas con las palabras es más importante aún, porque comprobamos en nuestras carnes que, a la larga, las palabras no son el absoluto, sino que también son un instrumento al servicio de la esencia humana, un instrumente que intenta desvelar —al menos en parte— la niebla que nos enceguece y hace que el ánimo, en ocasiones, se trastabille y tropiece.