Cómplices

En una sola línea, se embeben los mimbres de una historia, o mejor dicho, en una sola línea se almacenan las piezas de una construcción que, más tarde y bien dispuestas, podrían formar un edificio.
Refiere Luis Felipe Vivanco en sus diarios veraniegos de Segovia —en concreto hablo de julio de 1960, o sea hace cincuenta y cinco años— una excursión desde la capital hasta Pedraza que compartieron él y sus hijas May y Sol (no cita aquí al hijo ni a la esposa) con la poeta y traductora italo-española Ester de Andreis (descubrimiento interesantísimo que debo a esta página). Tras citar algunos lugares del itinerario que siguió el vehículo para llegar a la villa amurallada (que, por cierto, será noticia este y el próximo fin de semana por sus conciertos de las velas), escribe textualmente LFV:
En las eras hombres, hombres y mujeres, niños, mozos y mozas trillando. Uno de los hombres, con barba cerrada y crecida, no quiso, con malos modos, que Ester le retratara.
No es difícil imaginar (y menos en estos días agobiantes) la escena de una tarde calurosa y agobiante…
Tras una dura jornada de trabajo, encorvado sobre el duro y paupérrimo terreno “quebrantando la mies tendida en la era, separando el grano de la paja” —diría el diccionario de la RAE—, un hombre barbado y curtido, seco y duro, como el terreno de la serranía (esa zona casi oriental del Guadarrama, donde las cimas dibujan contornos más suaves y acaso sean algo menos elevadas) ve cómo un vehículo de señoritos de la capital se detiene junto a la cuneta; observa cómo una señorita lo contempla, se acerca cámara en ristre y le pide que pose para un retrato. La escena acelera su intensidad, no su movimiento que seguirá siendo casi estático. Se divide en dos partes. No me imagino voces. Dentro de la era palabras gruesas pronunciadas con resentimiento pero sin alzar la voz, en la carretera silencios sorprendidos; dentro, gestos desabridos, fuera, estupefactos; dentro, miradas hoscas, fuera, atónitas.
También pienso en la doble reacción, como si un espejo hubiera olvidado reflejar la imagen que contempla.
La del hombre que no entendía el capricho de aquella mujer de la ciudad, tan blanca, tan delicada, tan diferente de las mujeres del pueblo, curtidas, avejentadas antes de tiempo, piel que se empapa del color y la textura de la tierra. ¿Por qué esa reacción? ¿Quizá el miedo ancestral de que capturar la imagen de uno es como cazar el alma del retratado? ¿Quizá el recuerdo de algún momento similar del pasado cuyas consecuencias fueron más bien negativas para el hombre barbado? ¿Quizá la sensación de que retratarlo sería como robarle? ¿Acaso un vago presentimiento que no se puede materializar en razones y menos en palabras, de que su imagen es suya, y si ella la quiere que la pague? ¿Quizá —y esto se me ocurre como más probable— un relámpago furioso que atraviesa el cerebro, como el rayo cruza el firmamento en la tormenta: a qué vendrá ésta ahora, a burlarse de nuestro sudor, a reírse de nuestra torpeza, porque luego enseñará a otros señoritos de la ciudad nuestro retrato como quien muestra el retrato de un animal o de un bruto?
Y la de ellos (las niñas, la poeta, el escritor), de pronto estupefactos por aquella salida de tono tan inesperada; sorprendidísimos por un desaire incomprensible, pues se trata sólo de un puñado inapreciable de segundos para que el hombre aquiete el movimiento y mire al objetivo de la cámara, ese campesino cuyo rostro es tan sugestivo, tan lleno de matices, tan auténtico, tan pegado a la tierra que parece la demostración palpable de que el ser humano es barro que respira, siente y piensa gracias al misterioso hálito divino; y luego, concluyendo la escena, el grupo de excursionistas pensando o comentando —ya instalados nuevamente en el coche— la tristeza de país que tiene que soportar la secular incultura de sus gentes.
He cerrado el libro de LFV para escribir las líneas de más arriba. Y divago sobre esta escena, en apariencia tan anodina, tan poca cosa, tan anecdótica. Pero me sigue dando vueltas en la cabeza.
Barrunto que la historia está en el recuerdo de aquel labrador serrano. Aquella desconfianza que le empuja a negarse a ser retratado “con malos modos” intuyo que se debe al rencor amordazado y escondido, mas no muerto. Un rencor hacia los poderosos, los señoritos de ciudad, quienes ejercen el poder real, quienes se aprovechan de su trabajo casi mular, quienes enterraron en simas de cunetas o despeñaderos de cumbres tantas ansias de libertad.
Y uno —aunque parezca que hable por hablar, como una excusa para forjar una historia casi improbable— intuye que no está muy lejos de haber acertado con esa razón en apariencia desproporcionada o inexplicable. Uno conoce a un puñado de hombres de esa parte de la serranía. Una serie de pueblos y aldeas bendecidos por un paisaje incomparable, pero marginados y ninguneados secularmente. Una serie lugares que aún viven en carne propia los desmanes de aquella guerra incivil que no ha cicatrizado del todo, o lo ha hecho muy mal que es aún peor. Y si todavía en el siglo XXI hay más que vestigios de tanto rencor, ¿qué sería en 1950, cuando el odio era una larva venenosa que emponzoñaba los corazones con más intensidad por culpa del silencio impuesto, a causa de la libertad enterrada junto a los osarios dispersos donde se pudrían padres, tíos, abuelos, hermanos…?