Cómplices

Regresando Don Quijote de su aventura en Sierra Morena, gracias a los oficios del cura, el barbero y la colaboración imprescindible de la bella Dorotea, en el papel de princesa Micomicona, comenta el licenciado don Pedro que andan los caminos de la zona un tanto revueltos, por cuanto alguien con poco seso había liberado a un grupo de condenados a galeras que, lejos de esconderse y vivir honradamente tras su liberación, habían vuelto a las andadas de sus fechorías. (Cervantes, sin embargo, no aborda, sino a través de la fina ironía, el asunto de los delitos cometidos y la desproporción con la pena impuesta, galeras, nada menos). El buen Sancho, también ajeno al engaño —como es sabido—, se apresura a meter baza y cuenta con su habitual incontinencia verbal que el autor de tal ‘hazaña’ fue su señor don Quijote.
Aquí quería llegar.
Tras la reacción iracunda del Caballero de la Triste Figura, que arrea un par de mamporros con su lanza al escudero y le reprende con dureza, el hidalgo manchego viene a decir que a él —como buen seguidor de la caballería andante—, le importan un ardite las razones por las que sufren quienes se cruzan en su camino, pues su deber consiste en aliviar el dolor, no juzgar las causas que lo han provocado. Y si una vez confortados de su condena, los individuos delinquen, no es asunto suyo.
Me quedé en suspenso durante un puñado de minutos al leer estas palabras. La esencia de la tarea del caballero es aliviar el sufrimiento, no actuar tras haber evaluado las consecuencias de sus actos.
Un rato antes —la televisión a mis espaldas casi siempre está enchufada— acabé viendo parte de la mala película de 2004 “Yo, robot” protagonizada por Willy Smith donde se reflexiona sobre la posibilidad de que la inteligencia artificial —los robots— mute y se convierta y sobrepase a la humana. Típico tema de parte de la ciencia ficción desde Isaac Asimov. De hecho, sus tres leyes de la robótica son parte de su fundamento teórico.
En un momento determinado —muy avanzado su metraje—, se desvela la razón por la que el detective Del Spooner (Willy Smith) odia a los robots de un modo tan visceral, un odio que supone ir en contra del mundo de 2035, más en concreto de la ciudad de Chicago que tiene tantos robots como la quinta parte de su población. Un día Spooner regresaba del trabajo, cuando vio a una niña de unos doce años que acompañaba a su padre en coche. En ese momento, el conductor de un remolque se distrajo y embistió a los dos vehículos, lanzándolos al río. También un robot vio el accidente y saltó al agua, pero, aunque Spooner le ordenó que socorriera a la cría, éste le rescató a él ya que calculó que el policía tenía el 45% de probabilidades de sobrevivir, mientras que la niña sólo tenía el 11%. Para el detective, el 11% de la chica hubiera sido razón suficiente para salvarla. Según él la lógica de los robots es implacable porque carece de sentimientos, porque se basa sólo en lo científico llevado al extremo. Afirma en la escena —la única que me conmovió de la película— que un ser humano normal, de haber podido, habría salvado a la niña. Los robots son lógicos, precisos y exactos, pero son crueles en su exactitud, porque carecen de sentimientos. Esa crueldad les alejará de los humanos, e incluso puede convertirlos en enemigos casi invencibles.
Y pensé, después —mientras la película entraba en su desenlace de acción desmedida, imposible y superflua—, que el protagonista quizá erraba, pues ya demasiados homo sapiens parecen haber sido poseídos por el tipo de inteligencia robótica tan eficaz, tan precisa, de lógica tan aplastante e irrefutable.
Acaso demasiados seres humanos se asemejan cada vez más a robots que actúan, no para atenuar el sufrimiento, como hace don Quijote quien libera a un grupo de presos condenados en firme por la justicia, sin pensar en que pueden volver a delinquir, sino para que las consecuencias de sus actos sean eficaces, aunque esto suponga llevar el sufrimiento a otros congéneres, como hoy ha sucedido con las condiciones impuestas para conceder el tercer rescate a Grecia.
A lo mejor era menester que un ejército de quijotes, y no de robots con apariencia de tecnócratas imperturbables, poblara buena parte del planeta, aunque entre medias algún pícaro, o un buen manojo de ellos, se aprovechara de su utópica quimera.