La pereza, no descanso o vacaciones o fiestas o jornadas
de asueto, sino lo que el diccionario define como “negligencia, tedio o descuido
en las cosas a que estamos obligados”, la verdadera pereza, en fin, no es, paradójicamente,
animal lento o inconstante, ocioso o distraído, inactivo o cansado; la pereza,
por el contrario, es bestia incansable y voraz, paquidérmica y sigilosa,
incesante y astuta, aunque parsimoniosa; no suele precipitarse, espera el
momento adecuado y cuando actúa es difícil escapar de su abrazo constrictor o
de su mordedura cuyo objeto no es acabar con su pieza, sino abastecerse de ella
durante mucho, mucho, mucho tiempo.
Porque es, además, un abrazo engañoso, un aprisionamiento
que parece menos definitivo de lo que en realidad es. Distrae a la presa; no la
inmoviliza del todo: permite que respire, accede a que sustituya una actividad
por otra, la hipnotiza procurando convencerle de la necesidad de un descanso, o
de la inutilidad de la tarea o de su incapacidad para realizarla de un modo
digno. (Esta es la peor de las trampas, si la víctima acepta que ya no sirve
—¿sirvió, acaso alguna vez?— para hacer aquello para lo que se desvivía, entonces
casi no hay solución: con toda probabilidad acabará por ser deglutida por esta
especie de boa constrictor que nunca tiene prisa, pero que acecha sin desfallecer).
Y se hace muy difícil escapar al dulce sopor
con que paraliza al damnificado por su abrazo. El tiempo se contrae, como una
de esas prendas cuyo tejido encoge al ser lavado, es apetitoso el sucedáneo (o
sucedáneos) con que al principio sustituye la tarea.
Así, cuando el herido quiere darse cuenta,
casi ni consume su tiempo en otras actividades o tareas, sus jornadas discurren
en la total acidia, con la sensación de no vivirlas, sino de sobrevolarlas. A
veces sube, baja o gira la mirada, busca aquello que antes le ocupaba las horas
más felices de sus días y contempla de pronto, entre sorprendido y asustado,
una elevadísima montaña escarpada, llena de paredes verticales, sin senderos
visibles por donde acceder a ella. Entonces menea la cabeza con un suspiro
inaudible: nunca regresaré a esa cumbre, se dice, e incluso se pregunta: ¿Acaso he estado
allí alguna vez?
Y lo mejor, lo que distingue a la pereza de
otras alimañas aún más peligrosas y dañinas, es que inmoviliza, pero no
consume: perdura el buen ánimo, continúa el trato con otras personas —siempre y
cuando sean ellos quienes inicien la conversación—, no afecta a los buenos propósitos ni a la esperanza incierta y vaporosa. Es como si su alimento
dependiera de que su víctima no perezca del todo, como una sanguijuela que
precisa del fluir sanguíneo de su víctima para alimentarse, cobijarse y no
perecer de inmediato.