Pasión, búsqueda, mirada diferente, depuración, voz propia,
silencio, soledad…
Acompañado de una jaqueca que en pocos minutos
pasó de ser un germen a frondoso arbusto, a pesar del paracetamol que me dio la
joven mejicana que trabaja en la librería, acudí el miércoles a Entrelibros, a
la presentación del nuevo poemario de José María Muñoz Quirós “La voz
del retorno” editado con su habitual
esmero y delicadeza por Eurisaces. Es el segundo libro que conozco de esta colección
—el otro es “Punto K” de David Hernández
Sevillano, quien el miércoles presentó a JMMQ con su habitual capacidad para
penetrar en lo fundamental—. Ahora confirmo mi anterior impresión: las pequeñas
editoriales dedicadas a la poesía se esmeran con sus criaturas como si fuesen
los dones más preciosos que han recibido, el mimo, el cariño, el cuidado que
ponen en su obra debería ser aprendido por otras, acaso más pendientes de otras
cuestiones que tienen que ver con la cuenta de resultados y no tanto con el
cuidado por la obra bien hecha. Sentir en las manos y en los ojos que el texto
respira, que el papel abraza con firmeza las letras que allí se ofrecen al lector,
que cada detalle cuenta y cuenta mucho, parece patrimonio casi exclusivo de
quienes saben que el lector de poesía no se conforma con cualquier sucedáneo de
libro. (No es lo mismo el pan de supermercado que el de panadería).
[Cada día comprendo mejor la inmensa fortuna
que he tenido con la edición mis poemarios. El continente en los cinco casos (las
dos autoediciones y el libro de Unaria y el de Siltolá, y, por supuesto, el
regalo que me hicieron ahora casi hace un año —la edición no venal de “Los andamios
de los pájaros”, un capricho y lujo, se mire por dónde se mire—) se puede encuadrar en el mismo grupo de Eurisaces;
al fin y al cabo, Marcus Virgilius Eurisaces era panadero romano que abastecía
a la población de la urbe y a las huestes del Imperio].
Y acaso todo esto no sea tan casual, pues leer
poesía requiere de tranquilidad, silencio y una calidad que no se llevan muy
bien con presentaciones en abigarrados renglones de letras con cuerpos pequeños
sobre papeles enclenques, porque si siempre es rigurosamente cierto que el lector
es la clave del proceso literario, pues de su tarea depende completar el proceso
de comunicación que inicia el autor con su propuesta, en el caso de quien lee
poesía, lo es aún con más intensidad, pues el sentido último de los poemas difiere
con cada mirada. Que el lector se encuentre cómodo con un libro de poemas entre
las manos, es más importante aún que en narrativa y los verdaderos editores de
poesía lo saben a ciencia cierta.
Y si esto es así en general, en el caso
particular de los poemas de Muñoz Quirós el asunto cobra más importancia.
Hace algún tiempo (aunque sea de modo
intermitente) que sigo su obra. José María me es familiar desde hace años,
desde que obtuvo el Gil de Biedma, y con posterioridad, se incorporó a las
tareas del prejurado y de jurado. Tal cercanía se ha acentuado este año al
compartir tarea en el “Huerta de San Lorenzo”.
Que uno hable del poeta abulense —que ya ha sido
objeto de estudios universitarios—, podría considerarse osadía por mi parte,
pero su cercanía y su convencimiento de que la lectura de cada lector es necesaria,
imprescindible e importante, me evita el rubor.
En “La voz del retorno” avanza JMMQ por el sendero que viene
transitando desde hace algún tiempo. Cada nueva entrega es un paso más en ese
camino hacia lo esencial humano, hacia la desnudez de la palabra, hacia la
sencillez formal del poema —generalmente de arte menor—, hacia lo liviano de la
anécdota que da pie al poema, hacia lo más ‘espiritual’ de nuestro ser. Uno
siente que sus pasos son paralelos a los de Colinas —buen amigo de Muñoz
Quirós—, al menos en lo fundamental, no en la forma en que cada autor concreta
su propuesta.
Pero a falta de la lectura serena del libro
—al que apenas he echado un vistazo rápido, fugaz casi—, me quedo con algunas
palabras del acto, precisamente las que encabezan esta entrada.
La pasión con que el poeta vive la poesía, que
puede llegar a ser obsesión cuando más enfrascado está en su obra. Su afán de
búsqueda infinita o de radical inconformismo. Su mirada diferente sobre el
mundo y cuanto lo ocupa o lo preocupa. Su constante e incansable tarea de depuración
de los versos, decantando y destilando sin pausa para intentar que lo superfluo
desaparezca. Su afán por hallar la voz propia que, por muchas influencias que cada
poeta tenga, a la postre debe ser reconocible e intransferible, aunque sea su
voz mínima, acaso enmudecida en mitad del ‘mundanal ruido’ que, incesante, vocea
sus mercancías. Y, en fin, el silencio y la soledad —sobre todo interiores—: claves
insustituibles para que todo lo anterior sea factible, no mero deseo, no mera
ilusión casi inalcanzable…