Cómplices

Domingo, 6 de febrero 2011

Para que se entienda mejor, conviene que diga, en primer lugar, que estas letras las estoy escribiendo mientras escucho las notas de los nocturnos de Chopin. Detrás de mí, la televisión emite una serie que mi hija menor ve mientras cena…
Ha sido un domingo tranquilo, soleado, amable.
He escrito, he seguido trabajando en esos poemas que me traigo entre manos…
Ahora vengo de darme una vuelta por algunos de los blog que sigo y con los que disfruto y aprendo, esos lugares abiertos al mundo que, al mismo tiempo, me abren territorios que pueden haber permanecidos más o menos ocultos.
Anoche publiqué en este blog un poema en el reflexionaba sobre los acentos en los versos, esos tenues pivotes que vienen a funcionar como los elementos arquitectónicos que dan equilibrio a una estructura. O así me lo imagino al menos.
Una amiga, una gran amiga, me escribía esta mañana diciendo que así tenían que ser todos mis poemas, que así quería ella que fueran todos, tan directos o tan frescos o tan sinceros o tan inspirados o tan del corazón. No sé aún qué quería decir de todo eso, pero probablemente todo ello…, o no, quizá más aún.
A lo mejor conviene que pare, o a lo mejor es más conveniente que no intente agotar todas las posibilidades. Ahí quizá esté parte del error. No lo sé.
Sin embargo también pienso otra cosa.
Escribir para el blog, o publicar en el blog, es una cosa, y organizar un libro me lo imagino de modo diferente, y más este libro en el que estoy enfrascado, al que le voy viendo una especie de unidad orgánica –nunca mejor dicho- que necesita de otra sustancia que lo adense con más hondura.
De momento ni a su mitad he llegado. Es más lento, emocionante y cansado de lo que parece. Pero aún así ya he escrito casi una docena de poemas, o las primeras versiones de una docena de poemas. Hay poemas en prosa, hay poemas en endecasílabos, los hay en verso libre… ¿Me nacerá algún soneto, algún romance, alguna suerte de tercetos encadenados…?
No, no me importa tanto la forma cuanto el contenido, aunque es cierto –y siempre lo he creído- que la literatura es, ante todo, la forma, o sea, el modo en qué se escribe lo que se quiere decir, pues, a la postre, pocas cosas nuevas se pueden decir, en el fondo están todas dichas y escritas, e infinitamente mejor de lo que pueda hacer este pobrecito escribidor.
Anoche mismo, mientras asistía al recital que se ofreció en Los Diablos Azules gracias a la iniciativa del poeta Fernando Sabido Sánchez, estuvo abierto el chat para los espectadores que asistíamos por Internet.
Y estuvo muy activo, para qué negarlo.
En él, entre otras cosas, se debatió sobre los versos clásicos. Había dos internautas –uno desde Argentina, el otro desde USA- que abogaban con pasión por los versos clásicos. Se quejaban, cabría decir, de la ausencia de rima, de la ausencia de medida y se preguntaban, en resumen, cuál era la diferencia entre la poesía y la prosa, si en aquélla se perdían las rimas y los ritmos. Sin incidir mucho en la cuestión, vine a decir que la poesía es más que los versos clásicos, pero no me expliqué en detalle, prefería atender a los poetas y a las poetas. Pero aún así cité a Rubén Darío, Rimbaud o Juan Ramón Jiménez para demostrar que los poemas en prosa no son un capricho de la contemporaneidad, si acaso, es más contemporánea la escritura fragmentaria…
No lo sé, me parece un debate estéril, pero sobre todo me parece un debate que viene a demostrar demasiados prejuicios. La poesía es otra cosa, y no tiene mucho que ver en su esencia la forma en que se escriba.
La poesía que –por otra parte- ha caído en desgracia hace tanto tiempo, y está maldecida por muchos, por tantos, tiene que ver con la sangre, tiene que ver con una especie de precipicio al que se asoma el ser humano, tiene que ver con escarbar en los latidos del corazón y sacar a la luz lo más hondamente humano que, tantas veces, sin embargo, es lo más inhumano. Y unas veces habrá que escribir una lira o lanzarse a un soneto, y otras veces habrá que abrazar el poema en prosa… Y, en todo caso, unas veces, para ser lo más sincero posible, habrá que adentrarse en los túneles del surrealismo o del irracionalismo y, en otras, ser poeta social hasta impregnarse de carbonilla en los ojos…
O quizá no.
Quizá cada poeta tenga que encontrar una voz propia, un camino que transitar -la mayoría de las veces en soledad- para proponer una voz y una mirada que intente explicar el mundo -su mundo-, pues no otra cosa es la poesía que un modo de asomarse al mundo -al mundo del poeta, al menos, al mundo que vive y sufre y ama y odia y le alimenta-.
No sé, repito.
Quizá esté más perdido que un diablillo travieso en el cielo, pero siento que me vale la poesía del realismo sucio y me sirve el más descabalado de los surrealismo, y tiemblo que los sonetos más clásicos y con la escritura fragmentaria y dolida que, por ejemplo, leyó anoche Ángel Guinda, como temblé con la emoción con que José Zúñiga se vistió al recitar alguno de sus poemas.
Es poesía y a ella me debo, porque ella me ha atrapado.