Cómplices

Jueves, 17 de febrero de 2011

Anoche estuve liado con otras cosas, por eso no lo dejé escrito aquí, pero antes de ir a donde quiero y prometí ayer, tengo que contar unos minutos alucinantes de los que fui testigo hacia las ocho de la tarde, y que esta misma mañana se han comentado en la oficina.
Estaba fumándome un cigarrillo en la ventana, cuando observé la velocidad a la que entraba lo que al principio pensé era una nube; en muy pocos segundos, me percaté de que no era una nube, sino una masa nubosa muy compacta que avanzaba a grandísima velocidad, entrando desde el sudoeste y a relativa poca altura, como si estuviera montada sobre un fórmula 1 conducido por Fernando Alonso. Nunca había visto tal masa a tanta velocidad. Me di cuenta que era como niebla. Penetraba como una voraz lengua gris, un poco más clara que el negror del resto de la nubosidad de la noche. El viento hizo que la lluvia, en vez de caer, disputara carreras entre sí, paralelas al suelo. Se empezó a escuchar el ruido del granizo. El pavimento emblanqueció de inmediato. Tras el pedrisco comenzaron a bailar una danza alocada los copos de nieve, como si hubieran consumido mucho LSD. Uno o dos relámpagos muy breves extendieron sus fogonazos…
Y no hubo más. Si acaso unos minutos de nieve más blanda, más serena, más amable… más niña…
Y el silencio de la noche, subrayada por el silencio de la nieve…
* * *
Me crucé con él, y un gesto casi imperceptible nos sirvió de saludo, de saludo al paso, como una notificación de que ambos nos habíamos visto, aunque cada uno seguía a lo suyo. Que en realidad era a nada en concreto. En mi caso a mover las bielas de mi cuerpo, a ver si alguna vez algunos gramos deciden a bajarse hasta el asfalto…Pero eso es otra guerra…
Pepe tiene, tendrá, un par de años más que yo, quizá tres. No más, seguro. Pongamos pues que tiene cincuenta y dos años como máximo. Cualquiera sin embargo le podría echar cincuenta y seis o cincuenta y siete.
Pepe era el hijo del señor Valentín que tenía el quiosco de los helados en la plazoleta donde bajábamos a jugar todas las tardes de las vacaciones, cuando las tardes de las vacaciones eran el territorio absoluto de la felicidad, cuando el tiempo no se medía con relojes, sino por el aumento de la longitud de las sombras, hasta que llegaba la noche, bien entrada la noche, y la voz de nuestra madre desde el balcón de casa nos gritaba para que subiéramos (sudorosos y agotados y probablemente felices) a cenar. Durante aquellas horas, en la ciudad y en el mundo no pasaba nada, salvo nuestros juegos en la plazoleta que era (que sigue siendo), como una cuña de queso de adoquines. La plaza surgió hacia la mitad de los años sesenta, cuando la ciudad ensanchó el lado oriental del Acueducto, eliminando parte del trazado de una calle, la calle Gascos, para ser precisos…
En aquella plazoleta, donde ya nadie juega nunca, organizábamos eternos partidos de fútbol que podían tener seis o siete partes, o podían durar unos minutos.
Pepe, cuya mayor edad por entonces parecía que le alejaba más de la nuestra, no era de los fijos. Aparecía más tarde o se iba antes y a veces sustituía a su padre en el despacho de helados… Pero en muchas ocasiones, era demasiada la tentación y se unía a nosotros.
Era un magnífico extremo derecho. Quizá no mejor que Óscar o José Manuel (que eran compañeros de colegio, no de juegos estivales), pero no era malo. Algunas veces abusaba de nosotros y monopolizaba la pelota sin que los demás se la pudiésemos quitar.
Eran momentos extraños.
Casi nunca lo hacía, pero cuando lo hacía, los partidos solían acabar de inmediato, reventados por semejante actitud. A nuestro modo casi infantil aún, nos preguntábamos a qué podrían deberse semejantes cambios de actitud hacia nosotros, pero éramos incapaces de llegar a conclusiones concretas.
Aún éramos demasiado puros. Al menos una parte de aquel grupito que formábamos seis o siete niños. Continúamos de este modo durante otro par de veranos, quizá tres. Era una extraña amistad. El resto del año, cuando nos veíamos, sólo nos saludábamos, sin mayores efusiones. Era durante el verano cuando aquellos lazos se estrechaban y parecíamos algo así como camaradas.
El tiempo nos hizo separarnos definitivamente, incluso durante las vacaciones veraniegas. La vida se había arremangado y se afanaba por llevarnos hacia la juventud.
Y empezaron a suceder cosas. O se empezaron a hacer visibles algunas que ya venían de más atrás. Hechos de los que me enteraba desde lejos, como en la distancia, como si habitáramos territorios diferentes. Y de algún modo así era.
Aún así, y porque uno siempre ha tenido estos ramalazos, no era extraño que alguna tarde de verano, de vez en cuando, comprara algún helado (un corte de turrón) y aprovechaba para cruzar algunas frases con Pepe o con su madre. (El señor Valentín murió un invierno, y casi no nos enteramos). Su hermana era como si no existiera, como si hubiera desaparecido…
Precisamente en esa desaparición de ella comenzaron a cobrar sentido y a explicarse algunos comportamientos extrañas que años anteriores se hacían inexplicables.
Ya no éramos tan puros. La piel de la infancia que hacía años había comenzado a menguar, terminó por desaparecer del todo. Con dieciséis años el mundo se empezó a parecer monstruosamente a lo mismo que hoy se parece.
Se empezaron a oír rumores por la calle, que no merece la pena ni recordar, sobre todo porque pocos años después se confirmaron punto por punto en forma de ataúd demasiado anticipado y doloroso.
El caso es que Pepe dejó los estudios (nunca había sido buen estudiante) y en demasiadas ocasiones se le veía en estado lamentable. Poco a poco se fue convirtiendo en una sombra, una sombra de sí mismo que durante largas temporadas desaparecía.
Siempre me ha impresionado su madre que arrostró y arrostra tanto dolor y tanta ausencia con una entereza que haría temblar a una heroína de las de ficción y de las reales. Una heroína hecha de silencio y de bregar con la vida (y con la muerte) cara a cara.
Después de muchos años, hace unos meses, muy pocos, sin saber muy bien por qué, Pepe se paró conmigo. Aquella tarde descubrí (él me lo reveló), que era poeta, que se dedicaba a escribir poesía. Señaló orgulloso la bolsa de tela que llevaba colgada al hombro, ‘Aquí están. Siempre los llevo conmigo. Así, cuando se me ocurre algo, me puedo sentar en cualquier lado y escribir…’. Me preguntó qué había que hacer para que le publicaran sus versos, me dijo que siempre me había admirado porque yo escribía y me dijo que si le podía leer sus poemas. No me quedó más remedio que desanimarle sobre el tema de la edición de sus poemas y sobre el resto quise ser espléndido. ‘Por supuesto’, le dije, ‘Cuando quieras quedamos y me enseñas tus poemas’, le comenté. También me pidió un ejemplar de Humanidad perdida y también fui sincero al comentarle que lo tenía que buscar, si es que me quedaba alguno por casa, cosa que, sinceramente, no recuerdo. No es cuestión de enviarle la librero de segunda mano que sé que los tiene (pero eso es otra historia).
El caso es que no hemos vuelto a hablar, y nos hemos cruzado en varias ocasiones, como ayer por la tarde. Parece que se ha extendido entre nosotros un muro inexpugnable.
Ahí sigue envejeciendo a marchas forzadas, recordándome que un día fuimos puros y que nuestras vidas se cruzaron en verano ante un balón, en una plazoleta urbana y que luego tomaron derroteros tan separados y que, sin embargo, algo común late en ambos.
Esa poesía que desconozco en todo, quizá sea lo único que le permita mantenerse unido vagamente a este mundo. Quizá, no. En sus ojos hay demasiado dolor, y eso, a pesar del desmoronamiento del resto de su físico, es lo que más queda en el recuerdo. Una resignación vestida de rabia cercenada… Me queda eso y la dificultad cada vez mayor para expresarse.
En muchas ocasiones (quiero decir cuando nos cruzamos o le veo por la calle), pienso que quizá debiera romper el fuego, darle pie, pero en otras me recrimino y me digo si algo así por mi parte no sería forzar demasiado su voluntad. Y ayer, a pesar del aire frío, lo pensé y seguí adelante, moviendo las bielas de mi cuerpo...