Cómplices

Jueves, 24 de febrero de 2011

A estas alturas, hace treinta años, por fin respirábamos. A estas horas, hace treinta años, todavía los políticos se miraban con el miedo prendido en la mirada, y algunos ciudadanos (entre los que me incluyo) también. A estas horas sabíamos que, de una buena vez, se había enderezado el ritmo de nuestra historia. Ocurriera lo que ocurriera durante aquellas horas oscuras –yo estoy seguro que nunca se sabrá del todo-, salvo magnicidio, ningún militar más se atrevería a intentar algo así. El Rey –no sé si por convencimiento, por estrategia o por miedo- había pegado el último portazo a ese tipo de asonadas militares, a las que nuestras Fuerzas Armadas fueron tan adictas desde el siglo XVIII. Habíamos estado al borde del precipicio, otra vez. Este país debe ser un país de acróbatas a quien le ha encantado pasearse sobre el vacío.
Ayer parecía que era el día y la hora de hablar de estas cosas, pero se me fueron las letras hacia la emoción, y me pareció excesivo continuar.
Hay días en la vida de todo el mundo que se quedan tatuados en el alma. Una boda, una muerte, una celebración muy especial, sacar el carnet de conducir, un accidente, una grave enfermedad, el primer beso, la primera vez que… Y hay otros que se quedan grabados en todas las conciencias. Estoy seguro de que aquellos que teníamos más quince o dieciséis años aquel veintitrés de febrero de 1981 sabemos qué hacíamos, dónde estábamos a dónde íbamos en qué cambiaron nuestros planes, si es que variaron, cuando a las seis y veinticuatro de la tarde aquel militar que tanto deshonró a su cuerpo, irrumpió en las entrañas donde pasan sus horas aquellos que los ciudadanos hemos decidido.
Yo tenía diecinueve…
Lo he escrito tantas veces que no me apetece volver a hablar del extraño silencio que me sorprendió cuando subía por la Calle Real hacia la oficina del Banco de España, donde trabajaba como limpiacristales, del número excesivo de policía militar que se movía a toda velocidad por la calle y paraba a grupos de soldados y de alféreces cadetes que, de inmediato giraban sus pasos y se dirigían hacia la Academia, supongo, ni de la entrada en la sucursal, que, extrañamente estaba cerrada a cal y canto, y el modo en que empuñaban sus subfusiles reglamentarios los guardias que custodiaban el lugar, como cada día, y el silencio con que me recibieron, ni el sonido del pequeño transistor que uno de ellos tenía, a través del que me fui enterando del asunto. Ni de la reunión del grupo Literario Hominis en La Tropical (era lunes, y los lunes siempre nos juntábamos, a partir de las nueve en esa céntrica cafetería), los planes absurdos de huida, pues más de uno estábamos fichados por la policía –lo sabíamos a ciencia cierta, yo al menos-. Ni la tensión hogareña de la noche, que sólo se me tranquilizó cuando un hombre joven vestido de militar y lleno de medallas afirmó que el Gobierno seguía en manos de los civiles, a cargo de los Secretarios de Estado, y que la Constitución era la casa común donde todos habitaríamos…
Hoy me apetece hablar de la mañana del día veinticuatro...
Como hoy, el sol brillaba en lo alto.
Las clases de Escuela de Magisterio, fueron un simulacro. La mayoría seguíamos con atención todo lo que ocurría, hasta que en la clase de Música, todo fue imparable. Más de uno nos llevamos un transistor (el mío era tan pequeño, tan verde, tan elemental) y seguíamos al instante lo que nos querían contar desde la cadena SER.
Y como si fuera necesario, salimos a la calle, a la explanada por la que se accede a uno de los edificios más feos de la ciudad, frente a uno de los entornos más hermosos.
Recuerdo perfectamente que el famoso periodista deportivo José María García, a quien todavía admiraba, retransmitía, como si narrara las incidencias de un partido de fútbol o una etapa de la Vuelta ciclista, el momento en que los guardias civiles iban saliendo del Palacio del Congreso. Contaba cada detalle. El modo en que subían la pierna por el alféizar de una ventana, intentando evitar que sus imágenes fueran captadas por las cámaras de TVE o de algún fotógrafo; el modo en que entregaban las armas; el modo en que eran detenidos por militares y policías, los maderos, los famosos maderos.
Hasta muchas horas después, no vi las imágenes televisivas, ni falta que me hacía.
Habían sido demasiadas emociones, demasiado miedo.
Ayer, antes de escribir la entrada de este diario, me di una vuelta por la hemeroteca digitalizada de El Adelantado de Segovia. Quería ver qué publicó el periódico aquel día veintitrés, justo unas horas antes de que estuviéramos a punto de desmoronarnos por un precipicio, nuevamente. Pero de ese día, casualmente –o no- sólo encontré la portada y la Última página. En la portada se hablaba de la segunda votación que daría la presidencia del gobierno a Leopoldo Calvo Sotelo, y de las reacciones que en los políticos de esta provincia propició la decisión del Gobierno Central de no concedernos la Autonomía Uniprovincial. Y en contraportada se decía, entre otras cosas que, quien hace treinta años ostentaba el título de Miss Mundo tenía un deseo: convertirse en entrenadora del Arsenal londinense.
(Tampoco está el periódico completo del veintiséis de junio de 1980, pero eso es otra historia).
Por suerte, en pocos días, nos volvieron a interesar las mismas medianías, y algunos seguimos escribiendo. Por suerte.
Y bien sé lo que digo, y digo poco de lo que bien sé.