Cómplices

Viernes, 25 de febrero de 2011

¡Qué impaciente la primavera! Como una adolescente pugnaz, ha decidido asomarse, para romper la soledad del invierno con sus pequeñas risas en forma de las primeras florecillas de los almendros que se desperdigan ahí abajo, frente a mis ojos.
Tengo la espalda apoyada sobre el granito. Me abraza la sombra del ciprés, donde me protejo de la intensidad del sol de la tarde que comienza a rodar hacia el poniente. Frente a mí, envuelto en luz menos clara que la víspera, como atrapada por gasas casi transparentes, más que nunca la osamenta de la ciudad parece el esqueleto de una nave, bien atracada a los pies de la sierra a causa de la fortaleza del Acueducto, ese ancla como una cadena cárdena que, como ciendedos de piedra y luz, escarba la tierra, e impide que el mascarón de proa -el Alcázar-, haga que el resto del buque, continúe el viaje hacia el ocaso para hundirse en los sueños de la noche. Pero las velas de los palos de este velero están arriadas. Siglos para cumplir un deseo, zarpar meseta adentro hacia algún punto que quizá, desde la cofa del palo mayor -la torre de la catedral, mi Esbelta Dorada-, pueda vislumbrarse.
Giro levemente el cuello hacia mi izquierda, y el Peñalara se carcajea blanco como si un niño hubiera pintado con ceras una cartulina, o como si fuera una campanada imparable. Un blanco tan intenso que parece diseñado en un estudio de ingeniería informática, si no fuera porque parecen sus lomas, las redondeces de tu cuerpo añorado.
Y si vuelvo mis ojos hacia la derecha, despacio, como si me quisiera aprender de memoria cada centímetro de la panorámica, descubro, en la cumbre de Navacerrada, el edificio que lo corona, la cresta abrupta de Siete Picos, con menos nieve, con menos luz, y el sueño estancado de la Mujer Muerte, a la que un vuelo de nubes se acerca para retocar alguna de sus prendas.
Durante unos instantes, o menos, todo se aleja, excepto el silencio, quien se adueña de mis oídos y de mis latidos. Lo intenta una, dos, tres veces, pero la calzada de la autovía no descansa de ser calzada, y aunque la frecuencia del paso de vehículos es escasa, no lo es tanto como para conseguir que, al menos durante medio minuto, todo se me aleje, menos este silencio…
Y ahí, bajo mis ojos, una vez salvada esta cárcava donde se eleva el Mirador de El Terminillo, unos prados sestean y toman el sol, un caballo castaño trisca y alza la cabeza –es el único movimiento veo en él- y la Primavera se ríe y susurra como una adolescente pugnaz, asomada en las florecillas de los almendros…
Mañana o pasado, según dicen, el invierno hará otra batida, y estas risillas se convertirán en decapitados cadáveres de florecillas, pero esta tarde, mientras el cigarrillo se consume, y mi espalda reposa sobre el granito, he podido sentir su latido, el primero.
Diga lo que diga este viejo invierno, sea cual sea su discurso, sea cuál sea el número de cadáveres que aún deje en sus estertores, sabe que está derrotado, sabe que no podrá con la nueva sangre que empuja con decisión y valentía…
* * *
Mientras regresaba, venía pensando en los acontecimientos que se van acercando, y me daba cuenta de que, como la Primavera, cada vez están más próximos, son inexorables, y a poco que nos descuidemos serán recuerdo.
Conviene ir preparando el corazón y el ánimo para ellos, para disfrutar de ellos como se disfruta de los hijos o del amor. Tendrán quizá inconvenientes pequeños, quizá supongan un esfuerzo extra, pero al final merecerá la pena, porque nos harán un poco más felices…
Y pensaba en Versos como carne, en su presentación el día catorce, y pensaba en Oscurece en Edimburgo que tiene que salir a pesar de las pequeñas dificultades de los últimos días…
Esta mañana, porque a veces las mejores noticias surgen de modo espontáneo, he hablado por teléfono con A. sobre una cuestión laboral que, por fin, parece se va a solucionar, después de tantos meses. Pero lo mejor de la conversación, obviamente, no ha sido eso, sino que, en medio de ella, me ha dicho, ‘En cuanto solucione esto me pongo con Oscurece en Edimburgo que tiene una pinta maravillosa’. Le he preguntado, con el corazón galopando de alegría, si había visto la noticia en el periódico o en Internet. Y me ha contestado que estaba leyendo un blog llamado 7 plumas, en concreto un post que se titula Novela que engancha, y que todo tenía muy buena pinta, y que cuándo iba a estar en formato de libro.
Que esta conversación haya sucedido así, de este modo tan espontáneo, tan sorpresivo para mí, me ha alegrado la mañana, porque este proyecto es uno de los que más ilusión me ha provocado durante los últimos meses. Quizá, porque no es sólo mío, quizá porque gracias a él he podido intimar con seres humanos de una altísima categoría, quizá porque se ha tratado de una aventura pionera y construida desde el respeto y el cariño, y la dedicación, tengo unas ganas tremendas de que vean la luz sus palabras revestidas de libro.
Van a coincidir en el tiempo, casi como mellizos, mis dos primeros libros nacidos de Internet. Porque a los dos los considero míos. Y ninguno de los dos en propiedad exclusiva.
Versos como carne es la apuesta de un grupo de amigos que me leyeron durante más de un año. Oscurece en Edimburgo es la criatura concebida y gestada por siete plumigos, lo que, para qué engañar a la puesta de sol o al lucero del alba, es una especie de escritor que también hemos inventado nosotros y que abunda menos que los ornitorrincos verde topacio.