Cómplices

Jueves, 10 de marzo de 2011

Hoy vengo más tarde, porque he estado leyendo el nuevo número de Alenarte Revista, el número 70 ya. Cuando comencé a publicar allí, nunca pensé que fuera a durar tanto mi aventura. Este número lleva alguna sorpresa que me ha emocionado…
Cuando conocí a C. lo hice desde la supuesta distancia e impersonalidad de este medio llamado Internet. Luego supe que entre nosotros hay una distancia de unos cuantos miles de kilómetros, con lo que en realidad la cuestión varió de modo absoluto. Internet es cercanía…
La historia de C. (al menos la que me sé, quiero decir, la parte que me sé) podría dar para un libro, probablemente de viajes y de buen humor, un libro en el que habría que escribir con letras de molde, sobre todo, el modo especial de aceptar la vida tal y cómo viene; en el caso de C., más que aceptar la vida, la acoge.
Que C. aprendiera nuestro idioma para poder relacionarse con los amigos y amigas de su hija que había trasladado su vida a España, en sí mismo es sorprendente. Que a través de Internet buscara en su afán irrenunciable el modo de aprenderlo mejor, porque aquí aprendía el lenguaje más vivo y directo, el que hablamos habitualmente, no el de los libros, da una idea bastante aproximada de su arrojo y de su capacidad de discernimiento.
Que haya decidido recalar, entre otros, en Pavesas y cenizas es algo que me llena de orgullo. Que haya venido dos veces a Segovia, desde entonces, me desborda. Que se haya comprado un teclado español para su ordenador francés, es un detalle. Y que ahora comparta con ella revista cultural donde publicamos (gracias a Alena Collar, todo sea dicho de paso) explica bien a las claras cómo ha sido su proceso de aprendizaje.
Hay ciertas cosas que uno no puede callar, porque sería indigno por mi parte.
* * *
Ayer escuché en el Ojo crítico de RNE una entrevista a Antonio Orejudo que presenta nueva novela. Conviene escuchar a este novelista. Hablaron, lógicamente, sobre el libro, pero también sobre otros asuntos. Hubo algo de lo que dijo que me hizo reflexionar. O mejor dicho, que me hizo comenzar una reflexión que no sé a dónde me llevará.
(Digresión: estamos en marzo, comienzas las ferias del libro. Llegan las novedades una tras otra. Es como si le hubiera entrado la fiebre a todas las editoriales. Los pobres libreros están desbordados. Y voy y publico un libro de poemas. Mi vista comercial es inigualable, desde luego).
Según él, según Orejudo, digo, una lectora le comentó hace poco que no leía los libros en los que los escritores se lanzaban a largas descripciones, porque tal cosa le dormía. O dicho de otro modo, el modelo de novela decimonónica está agotado, más que por convencimiento de los propios escritores –que también y desde hace muchos años-, por iniciativa de un tipo determinado de lectores.
No hay tiempo que perder. No es que se trate de que los libros sean largos o cortos (si son cortos tienen menos páginas, o sea son más baratos), sino que en sus líneas siempre tienen que verse el nervio, el músculo, el esqueleto, si acaso el cerebro. Nada de ornatos innecesarios, nada de añadidos superfluos. Selección total y estricta de lo imprescindible.
O sea, Proust no hubiera podido escribir En busca del tiempo perdido. Salvo que hagamos las excepciones propias a las que nos obliga el respeto al canon establecido y generalmente reconocido. (Sé que este ejemplo no es el mejor, pues Proust utiliza sus descripciones de un modo que se hacen imprescindibles para entender el texto. Es decir que, en la mayoría de los casos, si desaparecieran el texto cojearía. También es sabido que el autor francés es de los más citados de imaginación, pues muy pocos han leído su obra. Ni siquiera el fragamento de la madalena).
Probablemente la misma razón de fondo justifique el auge de los libros de relatos, de los microrrelatos… Géneros literarios que se convierten en una miniatura donde tiene que estar todo, pero en dosis cada vez más reducidas: el bonsái de las letras.
¿Por qué tanto afán por la esencia?
Es una pregunta que me hago y en la que me demoro excesivamente.
Sé que es algo contra lo que no puedo luchar. En algunas ocasiones, incluso, me he saltado párrafos enteros de un libro, para ahorrarme insufribles descripciones interminables…
Pero hay algo en todo esto (más allá de la cuestión literaria, para la que no me siento muy preparado), que me asusta o me alarma… Quizá este tipo de lector, en el fondo, no sea más que el reflejo de una humanidad en la que cualquier intento de deleitarse morosamente con la vida es poco menos que tachado de dispendio.
Ayer, también, José Luis Sanpedro, a sus noventa y cuatro años, recibió La Orden del Mérito de las Artes y las Letras o algo así. Un galardón muy, muy importante, en todo caso, o eso parece cuando hasta en algún boletín informativo se dio cuenta de ello. Dijo, como suele decir él, cosas con ningún desperdicio. Como economista se lamentó de que las palabras que definan nuestra época sean productividad, competitividad, eficacia… Pero lo que me dejó impresionado fueron unas declaraciones suyas de la víspera que escuché a las siete de la mañana de ayer. Para él era un verdadero despropósito y un atentado a la humanidad que se siguiera aplicando a nuestras vidas la máxima: el tiempo es oro. No recuerdo ahora mismo el calificativo literal, pero me parece que dijo “es una barbaridad”. Según él, el tiempo no es oro, el tiempo es vida.
A esta generación –y el proceso avanza a pasos agigantados desde el comienzo de la Revolución Industrial- nos quitan la vida, porque nos roban el tiempo, porque nos están diciendo siempre en qué sí o en qué no debemos invertir nuestras horas…
El hombre más afortunado, sin duda, es el que dispone de más tiempo, porque dispone de más vida… incluso para leer novelas con muchas descripciones.