Cómplices

Miércoles, 9 de marzo de 2011

En otros tiempos –no tan alejados en el calendario-, tal día como hoy, miércoles de ceniza, era una jornada que podría ser considerada pequeño hito en el discurrir del año, en este círculo de la existencia que se desplaza como una rueda en línea más o menos recta. Aunque entrada esta época del año hiciera caso de las costumbres, nunca fue por excesiva convicción, más bien por respeto a unas tradiciones que, al final se convertían en algo cultural y propio de una zona del planeta o de una familia.
Lo verdaderamente importante para mí de la Cuaresma, era que comenzaba una época para la reflexión. Desde muy pronto me llamó la atención la frase del profeta, creo que Ezequiel, pero no estoy seguro, en la que se dice que la verdadera conversión consiste en cambiar el corazón de piedra por uno de carne. Y otra del profeta Joel, en la que se afirma: “Y rasgad vuestros corazones y no vuestros vestidos”. Se podría afirmar que son estas dos frases las que forman el sustrato o el cimiento que me ha llevado a donde estoy, en un proceso que, obviamente, no concluirá mientras viva, si es que entonces concluye.
Los cuarenta días que tal miércoles como el de hoy comenzaban, se convertían en jornadas especiales para mí, porque servían para recapitular y para ahondar. En tres ocasiones o cuatro me enfrenté a un poemario como respueta a este proceso. El mismo poemario en tres ocasiones diferentes, y sobre el que volví –y quizá vuelva alguna vez más, no lo descarto- como quien regresa a un viejo espejo o a un viejo retrato para comparar las marcas que el surco de los días ha ido dejando en el rostro y en el alma.
Poco a poco, y cuando la fruta estuvo suficientemente madura, estos periodos (y algún vendaval exterior e interno –todo hay que reconocerlo-) me llevaron a la posición en la que me encuentro en este momento.
Precisamente tanto dar vueltas a esas frases y otras tantas que podría citar aquí y ahora de memoria sin equivocarme en mucho, es lo que me ha llevado a alejarme de la iglesia, mejor dicho, de la mayoría de la jerarquía que se encarga (o eso creen ellos) de llevar el rumbo de la barca que en teoría manejan. Menos mal que no es cierto y que cada suceso forma parte de un plan muchísimo más hondo, más amplio y de mayor alcance.
En fin, un pequeño pellizco de melancolía a causa de estos recuerdos que se me quedan tan difusos ya.
Lo verdaderamente trágico de todo este asunto, es que quien tiene una respuesta en su poder (no la única, pero si una de ellas), quien atesora una posible lámpara que alumbre en tiempos de tanta confusión y oscuridad (no la única, pero si una de ellas), se encarga con su retórica retrógrada e ininteligible, con muchos de sus gestos hipócritas y muchas de sus acciones directamente deleznables, de acallar las palabras de consuelo y de apagar la llama que debería evitar a muchos caer por el precipicio.
Sobre esta responsabilidad también se avisa en el evangelio y en más lugares. Es verdad que hay cientos, millares, millones de creyentes –incluso con buena ubicación en eso que hemos dado en llamar jerarquía- que con su entrega cotidiana vienen a ser fieles a la misión, pero, por desgracia, otros gestos vienen a taparlos, vienen a confundir, vienen a disuadir a muchos…
Ayer mismo me crucé por la Calle Real con, don Ángel, el obispo actual de nuestra diócesis, un hombre afable y campechano, en cierto sentido ardiente, y que me saluda casi sin conocerme pues sólo me ha visto dos o tres ocasiones, aunque una de ellas era una reunión de trabajo con no muchas personas; un hombre ataviado de modo sencillo (ayer, en concreto llevaba su boina y su bufanda negra); un hombre que vive en un modesto lugar, huyendo del boato. Esto sería suficiente para convertirlo en algo parecido a un buen ejemplo, sobre todo si se hacen comparaciones –que no voy a hacer-. Pero, sin embargo, hay otras cosas, otros detalles que, al final, lo dejan en situaciones de complicada explicación, en todo caso, larga y farragosa. Cuando para que algo se entienda hay que explicar mucho, mal asunto.
Quizá, sin más, se trate de rebeldía mía, de haberme convertido en híper crítico a causa de una situación personal que no tiene respuesta, mejor dicho, cuya respuesta oficial me excluiría o empujaría al disimulo. Cosa a la que me niego, claro. Serían demasiadas pantomimas. Quiero decir que mis críticas, no llevan la intención de declararme víctima; tampoco pretendo decir que soy mejor, ni siquiera me preocupa tener o no tener la razón. Es otra cosa, es una mirada desengañada, un encogimiento de hombros, como cuando subes al desván, abres un arcón viejo, y encuentras una prenda de hace décadas… Incluso aunque te sirviera no te la pondrías, salvo para unos carnavales…
Y la conclusión, entonces, ha sido: Si para mí no hay respuesta, o la respuesta es el sufrimiento ¿para qué sirve esta iglesia? ¿Cómo se puede hablar de liberación cuando te empujan al dolor? Si a uno le quieren fuera, es mejor irse cuanto antes.
Sin más. Tampoco conviene hacer ruido.
Cuando no me quieren en un sitio, normalmente acabo dándome cuenta.
Bastante hipocresía abunda en el mundo, para ser hipócrita con lo más íntimo. Hasta ahí podíamos llegar. ¿Para qué sirve el autoengaño? Y a estas alturas, tampoco entiendo la clandestinidad en estas cuestiones.
En este tema tengo claras unas cuantas cosas, sé de quién me fío, y sé lo que me juego. Lo demás son meros problemas de asiento en un viaje. Al final no importa tanto el lugar que se ocupe en el avión, como estar dentro. Y estoy dentro, pues este avión se llama Tierra…
Esto no quiere decir, claro, que no sienta un cierto pellizco un poco más doloroso llegados determinados días; ni quiere decir que no lamente la existencia, entre los más elevados puestos de la jerarquía, de tantos expertos en Derecho Canónico, Dogmas y Mandamientos; ni quiere decir que no lamente, aún mucho más, la ausencia, en esos mismos lugares, de verdaderos Pastores, expertos en Bienaventuranzas y Misericordia, y apóstoles de la palabra y no expertos diplomáticos que siempre consiguen el milagro de nadar y no mojarse, o siempre logran que arda la hoguera sin empuñar la cerilla.