Cómplices

Lunes, 25 de abril de 2011. Lunes de Pascua.

¿Cómo explicar lo que siento, sin que suene al mismo tema reiterado y aburrido?
Pero probablemente el diario sea el único espacio en el que a un escritor le esté permitido repetirse, aunque al final lo haga en todas partes. Cuando la vida cotidiana es como la mía, no hay muchas posibilidades de variaciones. Y no es que me queje, al contrario, a veces me parece que es lo mejor que le puede pasar al ser humano. Creo que una de las asignaturas pendientes de esta época es la de aprender a saborear con auténtico deleite el sosiego y la planicie de las jornadas. Sin embargo en este tiempo, a eso se le llama aburrimiento, y el aburrimiento parece que es una maldición. O así se vive. Algunas veces para evitar el hastío de los días se cometen verdaderas locuras… Pero no era sobre esta cuestión sobre la que quería escribir…
He salido del funeral con la sensación de haber participado en una liturgia ajena al ser humano, que sólo las lágrimas de ella han podido equilibrar… He salido del funeral como si mi espíritu hubiera sido abatido por el adagio del concierto para violín de Beethoven, algunas de cuyas partes son de las más tristes y dolorosas que jamás se hayan escrito. En mi opinión. Y también de las más hermosas.
Creo que no pido peras al olmo.
Me parece que sé a dónde iba, era consciente del día que la Iglesia hoy celebra, tengo clara la pretensión de una celebración funeral dentro de un templo católico. Dicho de otro modo, el lunes de Pascua –que es fiesta en casi toda Europa y en buena parte de España, y esto lo señalo para que se entienda que, efectivamente, esta jornada es importante para nuestra fe, el segundo día de la Pascua, nada menos- no es el día más fácil para oficiar un funeral.
Y sin embargo a mí no me parece tan complicado.
De algún modo me parece hasta una suerte.
Sin embargo quien ha presidido el funeral, no ha sabido –a mi modo de ver, y al de muchos de los que estaban conmigo- aprovecharlo. O no ha sabido aprovecharlo para un amplio grupo de los asistentes. Y en su caso quizá haya menos explicación, puesto que conocía a la perfección al muerto y a su familia.
Hoy me he sentido a disgusto. Es como si sus palabras vinieran a confirmar lo que muchos a mi alrededor dicen, opinan y sostienen. Es cierto que el mensaje de la Iglesia –y más en un funeral en lunes de Pascua- ha de encaminarse sin titubeos hacia la esperanza/certeza en la resurrección. Un no creyente que asista a esta celebración y no tenga claro esto desde el primer instante, no sabe a dónde va. De hecho, para los creyentes, es el gran consuelo, la gran esperanza, el asidero casi irrompible con el que superar el inmenso dolor que causa una pérdida próxima, como la de un padre.
Quizá pueda sonar a herético o insultante lo que voy a decir. Nada más lejos de mi intención, nada más ajeno a mi voluntad. Por el contrario, lo digo con dolor, con el inmenso dolor que produce ver cuán lejos nos vamos yendo del verdadero sendero marcado por el Señor. Y también lo digo con el máximo respeto, sin pretender tener razón ni, mucho menos aún, procurar dar lecciones a nadie.
Soy el menos indicado.
Las palabras que supuestamente tendrían que haber servido para el consuelo de la familia, han sido un mero resumen de lo que se había leído. Un resumen frío y quizá teóricamente correcto, pero les faltaba la cualidad de abrazo apretujado, como dice una buena amiga.
Estoy seguro que la viuda, los hijos y los nietos –lo sé porque les conozco- no dudan, su fe en la resurrección de los muertos es firme e inamovible. Pero, sin embargo, el desgarro del muerto lo tienen y lo tendrán ellos en el corazón, y eso no es fe, eso es dolor, un dolor inapelable, un dolor como una pedrada en los ojos, un dolor que tardará en cicatrizar y que puede provocar una sangría en la fe y en la esperanza que concluya en una suerte de anemia espiritual de la que sea difícil reponerse.
Es como si en la misa hubiera habido dos planos que nunca se han rozado, casi ni se han acercado, como si lo sucedido a Jesús al resucitar fuera ajeno a nuestra vida. Como si no hubiera posible unión entre una cosa y otra. En el fondo era como dar la razón a quienes tanto critican e incluso despotrican contra la iglesia. Era como confirmarles con un hecho concreto que todo es teórico, que es pura pantomima.
Cuando, por el contrario, a poco que hubiera intentado acercarse –sólo un poco- a la realidad por la que transita la familia, que además es la razón que nos ha llevado hasta la hermosísima iglesia, habría logrado muchísimo más. Ha sido como si nos hubiera explicado las espléndidas vistas que se ven desde la cima de la montaña y nos hubiera dicho que subiéramos hasta allí, pero sin habernos dejado siquiera un cabo de la soga al que agarrarnos para llegar a la cumbre, donde parecía que estaba tan cómodamente ubicado.
No me extraña que el ser humano del siglo XXI se aleje más de este tipo de ritos… Cada día me extraña menos.
A veces pienso que vivir muellemente arrellando en el salón de estar, al amor de la chimenea y rodeado de quienes piensan lo mismo de modo unánime, y ajenos a lo que sucede en mitad del frío de la madrugada, es el mejor modo de quedarse solos... Tan solos que al final el salón será un espacio vacío, donde sólo los ecos de fantasmas resuenen de tarde en tarde. A veces pienso que tener por único objetivo convencer de un postulado y no acompañar en el tránsito cotidiano es el mejor modo de conseguir justo lo contrario que se pretende.
A veces pienso que vivir en la intemperie, justo en la frontera, justo en el lindero frágil y peligroso de la duda, rodeado y cuestionado permanentemente por quien ni cree ni piensa ni entiende la vida (y la muerte) de un modo tan unánime es una dicha inmensa, aunque pueda ser agotadora y a ratos parezca un suplicio.
El ser humano que habita este territorio del tiempo, más allá de sus propios errores –ajenos a la Iglesia-, es una de las criaturas de la historia que más sufre, aunque sea la época en que haya más abundancia; eso sí una abundancia tan mal repartida que también la miseria es mayor que nunca. Terrible paradoja en cuya raíz quizá anide muchas de nuestras enfermedades morales.
Precisamente por ello, precisamente por tanto sufrimiento que tiene que ver con la soledad, la incomunicación, el odio, la envidia, el miedo, el egoísmo, el hedonismo, la avaricia, la superficialidad, el orgullo, es por lo que es necesaria una mayor cercanía de quien pretende ser luz en medio de tanta oscuridad.
Sin embargo, me da la impresión que tal pretensión se ha olvidado. Es como si su único objetivo fuera tener un número suficiente de socios en el club que permita continuar aspirando a no dejar el poder. Es como si sólo importara el decorado y el ritual, casi como si se tratara de algo mágico.
¿Quién afirmó ante los representantes religiosos de su tiempo que el sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado?
¿Seré yo el equivocado?

Me temo que ciertas lágrimas y cierta desolación se merecen algo más por parte de quien presume de tener la respuesta definitiva a la gran pregunta, probablemente la única pregunta que merece la pena responderse.