Cómplices

Martes, 12 de abril de 2011

Agradecido, como siempre, a las personas que, sin saberlo, iluminan el sendero por el que transito. Éste que me ha tocado. A veces parece que no hay nada que suceda a mi alrededor, pero tal cosa es pura mentira o pura distracción o pura dejadez. Cuando así pienso, no es que no ocurran cosas, es que he desconectado. He desenchufado las cámaras que me ponen en contacto con cuanto me rodea.
No sé quién escribió algo así como que el ser humano es una especie de unidad central donde se procesan todos los datos (el cerebro) y una serie de terminales que son las que nos ponen en contacto con ese mundo con el que dialogamos a través de nuestra existencia. Esos periféricos (los sentidos) a veces se ovillan sobre sí mismos y parece que dejan de recibir la información que nos interpela y nos obliga a responder; pero en otras ocasiones, es la propia unidad central, esa CPU a la que llamamos cerebro, la que se desconecta, y aunque la información percuta sobre las diferentes terminaciones nerviosas, lo único que sucede es que rebota contra una pared silenciosa, casi inexistente.
Estimo que es labor fundamental de cualquier persona dedicada a alguna actividad creativa, mantenerse casi en perpetua sintonía con cuanto le rodea, sin olvidarse de la propia intuición.
Y hoy ha sucedido en varias ocasiones a lo largo de la jornada que la luz ha llegado para intentar alumbrar este camino por el que tantas veces se transita de un modo balbuciente, casi a ciegas.
Y no se trata de mensajes cifrados, ni siquiera se trata de complejas fórmulas cabalísticas o de haber descubierto un mapa con un tesoro… Son cosas cotidianas. Es la propia vida.
Ayer mismo, se podría decir, comenzaron esas iluminaciones. En el buzón me esperaba el CD de José Luis Zúñiga, su último CD, Besos y gatos, donde habita la canción que le da título y que está escrita para romper los diques del egoísmo. Una canción, mejor dicho, un hermosísimo poema que ha devenido en estremecedora balada, en que el amor (de nuevo) es lo único que nos convierte en seres eternos, perdurables más allá de la muerte. Una canción que me hace llorar de emoción cada vez que resuena. Pero en este CD habita la vida en todas sus variantes, hasta la de la risa. La vida. Sólo importa la vida, incluso con la muerte como una de sus pasajeras. Hay que vivir primero para poder contarlo después.
Esta mañana he recogido los dos libros que me envía Elvira Daudet. El número 8 de Hazversidades que es una joyita de edición y Orestes murió en La Habana, una novela de 2001. No me merecía tanto, y se lo he dicho, pero se ha empeñado, y ante los empeños de las amistades, mejor dejarlo correr, aceptarlos en silencio y con una sonrisa agradecida. Lo de Hazversidades me ha hecho pensar en el evangelio. A ella no se lo he dicho directamente –no me he atrevido-, pero es lo segundo que he pensado… Lo primero ha sido como una lágrima en forma de pensamiento. No hay derecho que la edición de poesía se tenga que reducir a un librito en tamaño un octavo con treinta páginas, para que pueda tener salida en una tirada tan mínima como su tamaño. Y no hay derecho porque es una lástima que la poesía no tenga más lectores y que, por tanto, quien edita poesía se vea abocado a semejantes cuestiones. Y digo que el empeño y la idea de Javier Alejandre me parece no sólo magnífica, sino original… Así, un recital no se queda perdido entre una nube, una copa y un cigarrillo. Así, un recital puede materializarse en un libro tan, tan hermoso por su delicadeza y calidad. Un libro además numerado y además dedicado y que empieza con estos versos:
Hubo un tiempo donde todo fue bello
Un tiempo sin violines,
ni noche de satén bajo la luna,
¿quién lo necesitaba? […]

Un libro que, como Elvira ha dicho, supone su rescate del olvido, gracias a la labor de Javier Alejandre...
Pero tras esa reflexión, quizá un poco oscura, quizá un poco inexacta, me ha llegado el otro pensamiento. Ése de carácter evangélico, y que Elvira me perdone. Me ha venido a la cabeza aquello de la sal del mundo. De algún modo, quizá la poesía tenga algo de eso. La sal no se echa en grandes cantidades sobre el alimento, sólo en las apropiadas para realzar su sabor. Quizá así tenga que ser la poesía. Quizá sea ésta la labor humilde, casi invisible pero, al mismo tiempo necesaria, para que de vez en cuando, a lo largo de las vidas, nos encontremos con algunos versos, con algunos poemas, que nos salven de la muerte cotidiana, la que tantos días nos acecha, la que no mata al cuerpo, pues ésa, ésa sólo llega una vez. O dos, como mucho…
Y esta tarde he estado, en la sala de Caja Segovia en la presentación/recital del libro de poemas de Manuel López Azorín. El acto, correspondiente a las rescatadas Veladas poéticas, que antes se celebraban en la Universidad SEK, pero que los nuevos propietarios del negocio (la IE) han despreciado solemnemente, ha sido presentado por Apuleyo Soto quien ya estaba en la organización de las primeras junto a otros poetas, como Santiago López Navia. El entusiasmo de Apuleyo es desbordante y contagioso y gracias a él y a la sensibilidad que suele mostrar Caja Segovia, se ha reflotado esta actividad. Manuel López Azorín (oriundo de Murcia y residente en San Sebastián de los Reyes, Madrid) empezó a publicar, como él mismo ha reconocido, tarde, porque –tal y como nos ha contado- para qué iba a publicar si amigos y miembros del grupo Helicoidal que él fundó ya lo hacían. Y ha citado a José Hierro, a Gloria Fuertes, a Antonio Gala, a Ángel González, a Claudio Rodríguez…, y yo me iba hundiendo en el sillón, enfundado en una losa de vergüenza por mi última osadía, pero al mismo tiempo, diciéndome que alguna vez había que atreverse. En sus versos hay una cadencia en la que habita con naturalidad, una cadencia que se llama endecasílabo. Y de todas las cosas que nos ha dicho, a mí me han llegado dos con la rotundidad y cariño con la que llegan las cartas de los amigos, sin él saberlo: el camino de cada uno es intransferible y es el que tiene que recorrer, no hay más posibilidades. Pero sobre todo una: para innovar –si es que hay que innovar- hay que beber de las fuentes. Este idioma –que es nuestra verdadera patria- ya sabe mucho de poesía, pues desde Berceo han llovido muchos versos, unos cuantos sublimes, acaso insuperables. Por mucho que pretendamos ser árbol, sólo seremos rama. (Incluso me conformaría con ser hoja, he pensado para mí).
Yo lo suelo pensar de otra manera, pero en el fondo es lo mismo. Somos cada uno, un pequeño eslabón de una cadena infinita, y para que la cadena continúe y avance, es necesario que conozcamos los eslabones a quien nos engarzamos. Pero, sin duda, la imagen del árbol es más poderosa y más poética, incluso más real.
Y por si el día iba poco iluminado, al salir del acto me he encontrado con el bueno de Saturnino. Saturnino es un enamorado de la poesía, hasta que se jubiló trabajó en la hostelería. Comenzó como camarero en Cándido, por tanto era compañero de mi padre. De entonces le conozco. De hecho mi primer recitado público (tendría yo unos ocho años) fue ante él, en el Mesón de Cándido, cuando supo que en el cole me habían seleccionado para recitar (de memoria) el poema de Gabriel y Galán, Mi Vaquerillo. Fue como una especie de ensayo general improvisado... Saturnino, pues, pertenece a esa generación de camareros de Segovia que tuvieron en esta profesión una salida a la precariedad laboral y económica que se vivió en España a finales de los cincuenta, principios de los sesenta. Ellos (mi padre, él, un par de tíos míos, y tantos y tantos), con esta profesión, probablemente se ahorraron la emigración, que a otros marcó en aquellas décadas. Y entre este grupo he conocido a varios con inquietudes artísticas que no pudieron completar de mejor manera, precisamente por la dureza (casi inhumana) de aquel trabajo y por la ausencia de un mínimo de formación. Es otra de las pérdidas de este país. No sólo se perdieron los que murieron a causa de la guerra fratricida y ominosa. No sólo se perdieron los que se exiliaron. También se perdieron –como se pierde una cosecha por un pedrisco salvaje en verano- los que no tuvieron opción de cuidar y hacer crecer las semillas que anidaban en su corazón. Pero en ellos (en mi padre, en Satur, en mi tío, en otros) no hay amargura, ni frustración. Ellos han asumido su vida con todo lo que ha tenido, y han seguido adelante hasta donde han podido.
Pues bien, esta misma tarde me he enterado que Saturnino se ha editado un libro con sus escritos, con sus aforismos, sus pensamientos, sus poemas... Si Apuleyo no lo hubiera comentado en público, no me habría enterado. Saturnino, con toda la humildad del mundo y con bastante pudor, parece que lo va regalando a sus amigos, a algunos conocidos. Seguro que se ha gastado sus ahorros en este empeño. Ha sido un capricho entrañable que se ha permitido. Y por si esto fuera poco, en vez de hablar de su libro, se ha dedicado a ponderarme ante Apuleyo y a disculparse porque no pudo estar en la presentación de Versos como carne.
Y yo aquí doliéndome por no sé qué…
Todo empuja en la misma dirección. Mejor no ser my obstinados, mejor no oponerse al rumbo que el viento marca con tozudez y precisión… Mejor, en fin, acostarse en el regazo de la brisa y dejarse conducir... Al fin y al cabo no soy más que una hoja de un árbol... Nada más.