Cómplices

Miércoles, 13 de abril de 2011

En estos días claros y cálidos, azules y alimonados, hay una hora, precisamente ésta, en que la noche extiende sus cortinajes de un modo tan pausado que es sencillo contemplar la división de la luz y la oscuridad, como si unos rieles invisibles cruzaran el firmamento. Sentado como estoy, frente al norte, a mi izquierda justo el poniente brilla en tonos que van desde los amarillos a los malvas, mientras que por mi derecha, el azul se agrisa tenuemente, se apaga como con cansancio, como esos niños que para dormirse cierran los párpados poco a poco, tan despacio que cada milímetro puede medirse con la propia mirada.
Es un espectáculo cotidiano e impagable, que perdurará hasta que el otoño desenvaine su espada, allá por el final de octubre. Hasta entonces, cada atardecer será un lujo para los ojos y para la piel; quien quiera disfrutar de los colores, de sus casi infinitos matices, que busque un mirador amplio, un horizonte ancho preferiblemente hacia el ocaso. Entonces, verá y sentirá que la luz juega, mientras se despide, riéndose de la oscuridad que le persigue por todo el planeta sin alcanzarla del todo, aunque durante unas horas –cada vez menos, hasta junio- nos parezca que preside el universo. Porque la luz volverá mañana y continuará esta carrera interminable, vistiendo de oro nuestra existencia.
Sí, ya en estos días se puede afirmar que los ocasos son grandiosos y lentos, tal que adagios de Bruckner.