Cómplices

Martes, 5 de abril de 2011

Sobrepasando el temporal, podría decirse.
Quedan los restos del dolor a la deriva, como queda el pecio en un naufragio junto a la costa una vez que el mar ha calmado su bravuconería. Hemos de volver a la rutina, a esa rueca que avanza imparable mientras gira constantemente hacia delante. Algunos miraremos nuestros blogs, y al contemplar las imágenes de nuestros seguidores, veremos su efigie y le recordaremos con un pizco más o menos grande de dolor. Nos faltarán sus versos casi cotidianos, pero mejor no presumiré de sufrimiento. Sería algo un tanto hipócrita por mi parte. Si acaso hablaré de melancolía o de un pellizco de nostalgia. Serán otros quienes sufran de verdad su ausencia. Sobre todo ella, Lidón, a quien, según me ha contado una gran amiga esta tarde, le escribió su último poema. Mi amiga viajó como un relámpago hasta Madrid. En Atocha se juntó con otra grandísima amiga que la esperaba. Desde allí fueron hasta el tanatorio de Tres Cantos. Fueron las últimas en aparecer en el acto de despedida a José. Se leyeron -como no podía ser menos- muchos poemas de Zuñi. El acto fue emotivo y a la vez sereno. Sin duda como a él le hubiera gustado. Y todo concluyó cuando su esposa,  según me han referido mientras el sol y el aire cálido de la tarde se arrebujaban sobre mi espalda sudorosa, leyó esos últimos versos con una serenidad envidiable, con una serenidad que arrebataba el corazón. Ella, Lidón, sí tendrá la herida verdadera, una herida que acaso haya mellado ya para siempre las venas de su corazón (y casi fusilo uno de los versos de una canción de Melendi, lo confieso).
¿Por qué hay personas que se te clavan en el alma aunque nunca hayas cruzado con ellas unas palabras con un vino de por medio, por ejemplo? ¿Por qué hay seres tan especiales que con muy poco se hacen no sólo necesarios, sino imprescindibles? ¿Quizá porque han aprendido las lecciones esenciales de la vida...?
Es algo que me planteo durante estos días. Quizá suceda que en este mundo cibernético, algunas veces, se dirija uno directo al corazón, evitando otros rodeos innecesarios en estas situaciones. Quizá es que en sus versos y en el puñado de mail que nos cruzamos hubiera una fórmula química que hizo que conectásemos tan pronto. El caso es que lo venía siguiendo desde lejos, leía de vez en cuando en su blog y leía con atención sus comentarios en otros blog que compartíamos sobre todo el de Paloma y el de Leo, aunque había más, varios más. Siempre me pareció que tenía una extraña cualidad de penetrar en la hondura de los poemas, con la facilidad con la que los niños dicen la verdad.
Pero aún así, o por ello, me miro a mí mismo, analizo mis reacciones y mis sentimientos y me doy cuenta que algo muy grande había sucedido en tan poco tiempo. Tanto que unas pocas palabras suyas fueron el empellón que necesitaba para hacer lo que hice. Hasta ese punto.
* * *
Hoy he firmado mi primer contrato que me liga por cinco años con un editor, Francisco Concepción. Acabo de firmar –podría decirse que la tinta aún está húmeda- mi contrato como co-autor de Oscurece en Edimburgo. Mañana mismo enviaré el documento por correo a la dirección que me han indicado. Puedo afirmar sin mentir y con verdadero orgullo que tengo editor, mi primer editor.
Y este editor, además, lo sitúo en la órbita de los amigos. Francisco quien, además es otro de los co-autores de la novela, arriesga más que nadie en el empeño. Si no fuera porque nos vamos conociendo, diría que está un poco loco, pero sabiendo –como sé- que es de ese tipo de personas que consigue materializar casi cada sueño, diré que soy optimista. Conseguirá que nos impliquemos en la promoción de la novela hasta la extenuación, como lo hizo con su escritura. En realidad, conmigo ya lo consiguió hace tiempo y por lo que sé con el resto de ‘plumigos’ también lo ha hecho.
Es de esa clase de tipos –no tan numerosos, pero tampoco tan escasos- que tiene el don de entender el liderazgo como el hecho y efecto de potenciar, activar y poner en marcha las cualidades de cada uno de sus colaboradores. Cuando uno trabaja codo a codo con él, se da cuenta que tiene las ideas bien organizadas en los anaqueles de su cabeza. No sé si las ordena alfabéticamente, por tamaños, por formas o por colores, a tanto no llego, pero ahí están. Las expone. A continuación el grupo –alguien del grupo- opina, matiza, refuta, propone y él, cuando es necesario, como si no hubiera existido anteriormente, recoge su idea, la acaricia y la devuelve a su lugar, por si acaso, supongo. Y eso es como si diera tranquilidad al resto. Sabemos que la nueva propuesta, si sale mal, no supondrá el fin del mundo, pues hay otra –la primitiva- que está esperando su oportunidad en caso de que sea necesario. Y lo mejor, lo que sí escasea en el mundo de la dirección, es que no se siente minusvalorado o menospreciado por esa matización o rechazo, sino que se acopla como uno más y pone toda la carne en el asador. Es como si supiera que proponer es más efectivo, mucho más, que imponer; aunque en algunas ocasiones sea más lento e incluso más confuso.
Pero no es esa su única cualidad o característica. Tiene otra que no sé si es más o igual de importante. Otra parte de sus neuronas funciona como los radares en la guerra rastreando la presencia de los enemigos. Pero en su caso, su misión no es la de capturar o neutralizar adversarios, sino la de recoger y utilizar las ideas que de pronto aparecen bajo su jurisdicción e intentar ponerlas en práctica, y cuando las acoge lo hace como si hubiera descubierto un tesoro o, al menos, la veta que nos dirigirá a sus joyas.
Ahora pensarán que soy un pelota, pero no es así. Escribo lo que pienso, y quienes me conocen saben que simplemente me callaría si no lo pensara. (Tampoco estoy diciendo que mis palabras sean una verdad absoluta, sino que son la concreción de mis ideas). Si los líderes políticos, sindicales y empresariales almacenaran un porcentaje no muy elevado de esas cualidades, probablemente otro gallo nos cantaría en todos los aspectos. Cada día estoy más convencido que en un mundo tan plural y poliédrico como el que vivimos, es mejor jefe no quien acumula más poder, sino quien sabe escuchar a quienes están a su alrededor y quienes se ha confiado. Eso, probablemente, aumente la dosis de responsalidad del grupo, de cada miembro del equipo.
Sólo resta confiar en que quienes le acompañamos en esta aventura no le fallemos. Y estoy casi convencido de que no lo haremos.