Cómplices

Sábado, 23 de abril de 2011. Sábado Santo.

Se podría decir que hoy he vuelto a vivir sensaciones similares a las que había vivido hace diecisiete años, allá por 1994, cuando aquel Sábado Santo se convirtió en la semilla de Aquel sábado lluvioso.
Siete años costó que aquella semilla se convirtiera en libro editado. Seis en escribirlo. Pero eso es lo de menos ahora. Lo que importa es cómo se me ha quedado grabado con tanta precisión aquel momento… Y cada vez que la climatología nos depara una jornada de este tipo -lo que no es nada infrecuente- siempre se me refresca en la memoria este recuerdo.
Mi hija menor, Ana, tenía casi nueve meses. Aquel sábado era 2 de abril e íbamos a bautizarle durante la celebración de la Vigilia Pascual. Era por la mañana, quizá las diez o las once de la mañana, no lo sé. Tenía a la niña en brazos y ambos contemplábamos cómo llovía desde la terraza de la cocina. No sé por qué le llamaba mucho la atención el modo en que caía el agua y estaba muy atenta, quizá el sonido que provocaba en el pavimento de las terrazas de los pisos bajos, quizá el color de la mañana, quizá el dibujo, como de cientos de agujas verticales, que el agua perfilaba en el aire, quizá cómo se empapaba la tierra de un poco más allá... El día estaba oscuro, casi negro, las nubes, en realidad, eran una sola nube inmensa, como una gran superficie de asfalto sobre nuestras cabezas. La lluvia era intensa, como una cortina de transparencia, y no tuvo prisa en ningún momento de la jornada por abandonarnos, infatigable, fría, adusta, pero a la vez tan necesaria siempre en estas tierras tan áridas… Pero eso ya me dio lo mismo. En ese momento en que la niña y yo contemplábamos la caída de la lluvia, me llegó una idea sin previo aviso, poco a poco, casi sin querer, como cuando se cae una hoja de un árbol: 'Así sería el primer sábado santo de la historia', pensé. Se conoce que se me había quedado revoloteando por dentro esa parte del evangelio en que se habla de lluvia, de oscurecimiento del sol… No me fue difícil suponer que, quizá, toda aquella jornada vivida en el pánico por los seguidores del Nazareno, fue lluviosa… Y a continuación me dije, ´¿Y qué harían desde que enterraron a Jesús hasta que resucitó?' En realidad esta es la verdadera semilla de la novela, como la chispa que prendió en mi cabeza, y desde entonces arrancó el motor. A partir de ahí fue surgiendo todo. Primero como un deseo que, poco a poco, se fue plasmando. (Entonces mis circunstancias personales no se parecían en nada a las de hoy –empezando por la edad de mis hijas...-).
Cada novela que he escrito individualmente (por tanto no hablo ahora de Oscurece en Edimburgo) tiene un arranque del que también me acuerdo con bastante precisión. Quizá no la fecha exacta, como en la anterior, pero sí todo lo demás.

¿Será eso la inspiración?
No sé si estoy muy seguro, pero quizá la respuesta sea afirmativa. El caso es que en todas ellas (con independencia de su valía –que del tal cosa no hablo-) recuerdo con bastante exactitud ese fogonazo que sirvió como antorcha para adentrarme en una aventura que me ocupó un tiempo…
No es cuestión de que cuente cada caso, no merece la pena. Lo que quiero apuntar es que, hasta ahora al menos, cada vez que ha sucedido he tenido claro que se trataba de una novela la que me esperaba a la vuelta de un camino más o menos largo, en todo caso intenso.
El resultado, después, normalmente no es el mejor, quizá por precipitación, quizá porque cuando me meto en la tarea me obsesiono tanto que soy incapaz de tomar la perspectiva adecuada. Quizá porque me falte un análisis previo más concienzudo y detenido. Quizá porque la primera redacción, en realidad no es tal, sino un boceto, un borrador, lo que para otros escritores es una especie de esquema… O porque, a la postre, es necesaria mucha menos dispersión, más concentración, más exclusividad en la tarea.