Cómplices

Viernes, 22 de abril de 2011, Viernes Santo.

Dedicado a Leonel Licea, Leo
Esta tarde de Viernes Santo he paseado por la calle Real. Hacía muchos años que no lo hacía tal día como hoy. Segovia está abarrotada y no es muy cómodo caminar por el casco antiguo, pero se agradece la llegada de tantas personas en cuyos rostros se adivina la admiración que la belleza de estas calles despierta. Me gusta, de vez en cuando, sentir cómo se deslizan por mis oídos hacia mi cerebro diferentes acentos del castellano o diferentes acentos de otras lenguas. Es algo que desde siempre me ha llamado la atención. Este año, por ejemplo, he visto más latinoamericanos que otros años, más italianos, norteamericanos… Los acentos de las diferentes comunidades autónomas también se alojaban en mi interior. Agrada mucho saber que vivo en una ciudad tan querida.
Ha habido dos razones que me han decidido a variar la costumbre de mis caminatas por las afueras. La primera, la sensación de inseguridad meteorológica. Tan pronto las nubes amenazaban lluvia inminente, como que el sol, a puñetazos, se abría paso entre ellas para contemplar lo que por aquí pasaba… La segunda razón es que Leo me había enviado, a modo de anticipo, el poema que me ha dedicado hoy en su blog, porque, según él ha escrito, mis versos le han inspirado, tal y como ha declarado en su comentario a mi poema de hoy en Pavesas.
Su poema comienza con esta estrofa: “Hay días incidentales. / Días de aliento sincero / y con sonrisa frágil. / Días de brazos largos / que abrazan las derrotas / como si fueran sólo / un número infinito.” En cuanto la he leído, he necesitado revivir un día de brazos largos abrazando las derrotas, ese sentimiento que siempre me ha provocado el Viernes Santo. Así que me he decidido a entrar en la Catedral y en ella contemplar las imágenes de los crucificados que han procesionado por nuestras calles, mientras el tambor retumbaba y las trompetas lloraban o clamaban. Allí estaban los pasos (las imágenes) ajenos y casi extraños a toda la barahúnda de paseantes que cazcaleaban por la girola catedralicia. Porque hoy la Catedral parecía un apéndice de la plaza, de la calle. Quizá no importa, quizá por una vez a mi Esbelta Dorada no le importe ser casi como el ágora antiguo. Pero mi objeto era sentir, como apunta Leo en su segunda estrofa, que “Hay días que, de cuajo, / destruyen el silencio / y nos arrancan los dientes / con parsimonia adulta, / como quien goza viendo / que marchita la sangre / en el indómito muro.” Y para mi bendita suerte he encontrado ese golpe que hace temblar cualquier cimiento, al llegar ante un Calvario que siempre está en la Catedral. Unas impresionantes tallas románicas –quizá apuntando ya al gótico-. En el centro el Nazareno en la cruz, ya ha muerto; uno diría que está dormido, muy tranquilo... un crucificado sin dramatismo, sin sangre, sin ese patetismo al que estamos acostumbrados en Castilla; un crucificado teológico, por así decir, casi a punto de resucitar. Su Madre, a la derecha de la cruz, mira al suelo hacia su izquierda, con unos ojos entre extrañados o sorprendidos, más que tristes. Al otro lado, San Juan, imberbe y jovenzuelo,  sujeta en su mano izquierda un libro (entiendo que su evangelio, quizá el Apocalipsis) y con su mano derecha se sostiene el delicado rostro, mientras mira  con asombro un poco asustado hacia su diestra, también hacia el suelo, equilibranado así el gesto de la Virgen. De este modo el conjunto compone una especie de rombo cuyos vértices superior e inferior son el rostro inclinado de Jesús y un punto del suelo que ocupa el espectador hacia donde confluyen las tres miradas, incluso la de los ojos cerrados del crucificado, como si quienes importáramos realmente fuéramos nosotros, como si dijeran esas miradas que todo lo que acaba de suceder tiene por objeto el ser humano, cada ser humano.
Quizá sea una interpretación interesada o forzada, pero mientras me detenía ante este calvario, es lo que pensaba. Me he movido frente a él de un lado a otro, buscando ese punto en que confluían los gestos nada dramáticos de la madre de Jesús y del discípulo amado y era justo en el lugar en que el espectador queda enfrentado al sereno rostro de Jesús. Quizá quien talló estas esculturas –casi de tamaño natural- nunca pensó así, y todo obedece a posteriores ubicaciones de la escena, pero sinceramente me extrañaría que no fuera como apunto, y más sabiendo lo poco que sé sobre la importancia que concedían en aquellos tiempos a estas cuestiones. Y entonces, cobra muchísimo sentido la tercera estrofa del poema de Leo: “Hay días de versos libres / medidos con el aire, / con la urgencia del verbo / en punta de fusil, / que remiendan los pasos / en la onomatopeya / del viento en los sentidos.”. Nadie puede convencerme que mi interpretación es incorrecta. Porque como siempre ha sucedido en la historia, la obra de arte lo es cuando permite el diálogo con el espectador-lector-oyente. Y cada época tiene sus propias necesidades y sus propios pasos que interpretar.
De pronto, casi como una señal del cielo, han anunciado por megafonía que iba a comenzar la celebración de la liturgia de este día, presidida por nuestro obispo. (Una de las liturgias más impresionantes de la Iglesia, dicho sea de paso). Nunca he escuchado a nuestro obispo en Semana Santa (lleva pocos años en la Diócesis), así que me he dicho, por qué no… Y he entrado en la capilla del Santísimo Sacramento. Al hacerlo, se abría el portón de la sacristía. Alguien explicaba desde el ambón del altar los entresijos de la ceremonia. Los celebrantes aguardaban a salir. Me he detenido, respetuoso, y he esperado a que ellos pasaran delante. Frente a mí, al fondo, el altar del mismísmo Churriguera me hacía daño a la vista… Después de mi poema de hoy, después de lo que acababa de ver, después de tantas reflexiones, después de lo que supuso para mi espíritu la escritura de Aquel sábado lluvioso… Y ahí está de nuevo la estrofa de Leo, para confirmar sus hallazgos e intuiciones…: “Hay días –como hoy– / con el ego mesurado / en el pedazo amorfo / del alma entre las manos / con el disfraz de ausencia / prendido en charreteras / de santa inquisición.” Por un momento he sentido que todo lo que presenciaba era ajeno a mí, me ha retrotraído a épocas dolorosas y dañinas, donde las lágrimas se convirtieron en ornamentos, y el amor fraterno se hizo llama de hoguera…
Por suerte la contundencia de la liturgia es suficiente para encontrar cierto alivio, a pesar de que lo que demuestran quienes asisten es pura rutina, casi desgana, cansancio. “Hay días que se ahogan / tan solo en la saliva, /  en la resaca incierta / de todo lo que veo: / Un mar puntual de arena / que nos desmide el tiempo / quemándonos las horas.” Esto es lo que ha escrito Leo, pero, sinceramente, parecía que lo sentía cualquiera de los que estábamos allí. Como si asistiéramos a una función de teatro bastante pesado. Me preguntaba, mientras se leía el capítulo 50 del Libro del profeta Isaías, como quien lee, no la profecía del Siervo de Yahvé, sino otra cosa, qué pensaría un agnóstico o un ateo de nuestra fe si su única referencia fuese nuestra actitud en una celebración, supuestamente importante, a la que se acude porque se quiere, sin que nadie le obligue a uno (ni siquiera en el caso de los católicos más cumplidores, pues hoy no se considera de precepto). Salvo el silencio respetuoso y cierta pose que denota atención, qué encontraría en nosotros para, al menos, preguntarnos y no salir corriendo en dirección contraria. Ya sé que no soy el más adecuado para dar lecciones de nada. Hace años que casi no piso las iglesias, salvo por cuestiones más bien estéticas. Incluso, desde la ortodoxia más intransigente, mi presencia en un templo podría tacharse como piedra de escándalo. Pero no puedo (ni quiero) renegar de mi fe (a pesar de ser tan crítico con la jerarquía clerical), y por tanto, me enervan esta dejadez, esta falta de interés e incluso de cariño.
Después de la homilía del Obispo quien, al menos, ha hablado de misericordia y de esperanza, he salido con una sensación un poco amarga, como si quisiera volver a la seguridad de la infancia, tal y como ha rematado Leo: “Hay días en los que me urge / –casi fortuitamente– / desembocar al borde / de toda mi ignorancia, / profanar la ceguera / de un antifaz antiguo / y renacer, certeza, / de tanta incertidumbre.” Hoy era uno de estos días, sin duda. Un día en que a uno le hubiera apetecido otra cosa, pero hay lo que hay. Cuando he vuelto a las naves centrales del templo, la barahúnda era mayor. Iban llegando los cofrades que han procesionado esta tarde. He preferido salir a prisa por no oír las cosas que oía… Y es que sucede, como le he escrito a Leo, que quizá la tarea del poeta (y él lo es) sea la búsqueda, y la búsqueda, por definición, significa incertidumbre...