Cómplices

Viernes, 1 de abril de 2011

Despedir a un compañero cuando ha concluido su etapa profesional puede hacerse por muchas razones, pueden desembocar en la comida o celebración muchos sentimientos y muchos motivos por los que acudir o por los que no darse por aludido. A partir de las tres de la tarde de hoy, hemos estado más de noventa compañeros despidiendo al bueno de Pompeyo que ha decidido colgar los trastos laborales, por así decir. Sólo el número es indicativo del caudal de cariño que su persona origina. No se trata de alguien especialmente popular, al menos en apariencia, ni se ha hecho notar en todos estos años por circunstancias excepcionales. Más bien se podría decir que es silencioso, metido en sus cosas, sin buscar entrometerse en los asuntos de los demás.
El otro día, alguien ajeno a la Institución donde ambos hemos coincidido por más de veintidós años, me comentaba que este hombre es uno de los individuos más desaprovechados de nuestra ciudad, pues su valía y sus conocimientos han sido infravalorados. Y soy de la misma opinión. Quizá su forma de ser, su timidez y su humildad no sean ajenas a estas circunstancias.
Pompeyo es historiador y especialista en arte. De hecho, en la actualidad, era el único doctor que tenía la Diputación. Su sensibilidad y su exquisitez hoy han quedado de manifiesto en un momento de la jornada que resumiré al final.
Por lo que sé –ya digo que era silencioso y a mí no me gusta indagar en las vidas ajenas si el interesado no da pie a ello- comenzó su periplo profesional siendo muy jovencito, con veintipocos años. Creo que su carrera y doctorado los concluyó siendo ya funcionario. Es decir que ha dedicado toda su vida a la Diputación y al Arte. Ha indagado por iglesias, archivos, colecciones particulares para rescatar, catalogar y apuntar procedencias y vestigios de tal o cual autor, de tal o cual obra (escultura o pintura). Alguna arrumbada en algún sitio, olvidada y menospreciada resultó ser de cierta valía, como un Berruguete, sin ir más lejos. Una de sus especialidades es La Granja de San Ildefonso y hacer una visita con él por el Palacio y por los jardines es uno de los lujos que algunos afortunados han disfrutado. Yo, lamentablemente, me la perdí. Quizá aquel día estuviera escribiendo algún no menos lamentable verso.
Pero no era mi deseo hablar de la valía profesional de este hombre. Si por ella hubiera sido, probablemente la comida la hubiéramos resuelto reservando una mesa con cinco comensales. Se trata de él. Detrás de su delgadez espigada, de su rostro alargado y serio –normalmente- a veces se dispara como una catapulta, una sonrisa casi infantil, casi tierna, y en sus ojos arden chispas. Nunca he percibido en él ningún aire de grandeza, ninguna presunción de nada, ningún tipo de orgullo distante. Siempre dedicado a lo suyo, y siempre accesible a quien ha querido requerirle. Y de vez en cuando, aparecía por la oficina con algún texto, con algún documento encontrado sabe Dios en qué circunstancias. (Por cierto tengo uno con el que algo debiera hacer, porque podría ser la base de una buena historia… Si algún día me dejara de tanta inmediatez y me pusiera a trabajar con sosiego y determinación, quizá le sacase partido).
Y me parece que estas cualidades son las que han desembocado en esta jornada que hemos disfrutado, en un ambiente distendido y amable. Como son estas celebraciones, como deben ser, según yo las entiendo. Porque hoy estábamos con él compañeros que nada en absoluto tenemos que ver con su tarea profesional, a los que en raras ocasiones podría ver, salvo cuando nos cruzáramos en un pasillo. Pero estoy seguro de que hay una especie de vibración que nace de su ser y que provoca este tipo de adhesión y cariño. Esa sencillez, esa cercanía… Es como si su sabiduría hubiera descubierto también el secreto de la vida. Como cada uno, tendrá sus defectos, pero ni sé apreciarlos, ni suponiendo que los conociera los sacaría a la luz. Esto lo digo, porque no se crea que todo es miel sobre hojuelas. Más de cuarenta años de trabajo en la misma Institución da para muchas circunstancias y no todas halagüeñas.
Después de la comida, alguien ha propuesto organizar una visita guiada al Convento de San Antonio el Real. No es que tuviésemos que ir muy lejos, pues la comida se celebraba en las instalaciones hosteleras que se han creado en parte de los terrenos de este convento y que llevan su mismo nombre. Este monumento, además de ser uno de los que más quiere Pompeyo, es uno de los más desconocidos de Segovia, porque está a trasmano, fuera de la ruta habitual. Y, sin embargo, es una de las joyas desconocidas. Algo que no alumbra, cuando tiene más luz propia que quizá, otras.
La mitad de los comensales, más o menos, nos hemos quedado a prolongar la sobremesa con esta visita. Una gozada…
Hace un par de años o tres, cuando llevé a Marián a que lo conociera, no pudimos hacerla del todo, pues entonces estaban en proceso de restauración de algunas de sus zonas, pero hoy ya está todo como debe. Sobre todo los artesonados mudéjares que se inspiran en los artesonados nazaríes de la Alhambra de Granada y que son todos originales de allá por 1452, cuando su fundador, el rey Enrique IV (hermano de Isabel la Católica a quien ésta sucedió ya que oficialmente el rey murió sin descendencia, por cuanto la heredera, Juana la Beltraneja, fue considerada bastarda; este episodio de la historia está aún por aclarar aunque a algunos estamos convencidos de que lo oficial no tiene nada que ver en absoluto con la verdadero, pero como es bien sabido la historia la escriben quienes vencen), construyó un pabellón de caza, a las afueras de su Segovia, junto a la parte del Acueducto que empieza a elevarse sobre el suelo, primero como muro, para acabar siendo, unos centenares de metros más abajo, esbelta sucesión de arcos. No pasó mucho tiempo para que este pabellón se convirtiera en convento franciscano, que cuando Isabel ya reinaba cedió a la parte femenina de la orden, las Clarisas.
Pero no voy a contar la historia, sino la belleza y la habilidad con la que aquellos albañiles, carpinteros y ebanistas del siglo XV crearon tanta hermosura y armonía. Que este convento no sufriera agresiones de ningún tipo (fuegos, saqueos, desamortización…), salvo el inexorable y ya de por sí dañino paso del tiempo, ha permitido que tras la correspondiente inversión millonaria, podamos disfrutar no de una imitación, sino de los originales en todo su esplendor. El artesonado en estrellas de diez puntas del altar mayor de la iglesia es como un aperitivo que ya podría saciar al hambriento. Los colores vivísimos y espléndidos (carmesí para el fondo y azul para las estilizadas hojas de acanto) del artesonado de las vigas de la sala propincua, nos sorprende por su energía, y nos descubre que nuestros antepasados también conocían de la intensidad de los colores. Los tres retablos de arcilla procedentes de Utrech que están situados en tres esquinas del amplio claustro (cuyo artesonado distinto al resto es otro lujo espectacular) y que costaron a su majestad quince mil maravedíes, según un documento fehaciente, muestran diversos momentos de la Pasión y se podrían catalogar casi como tatarabuelos de los cómics modernos. El artesonado en imitación de las estalactitas de la Alhambra en lo que debió ser la sacristía, donde también vemos el escudo de san Francisco (las cinco gotas de sangre en recuerdo de las cinco llagas del santo) y del rey y el barro cocido del primitivo suelo que se mantiene. La austeridad de un refectorio donde lo que sólo importa y es lo que más destaca: el atril elevado desde donde se leía mientras las monjas comían. El jardín pequeño y recogido –hoy tan cálido- con su fuente en el medio, cuyo centro está ocupado por una campana del siglo XV –parece que la única que queda en Segovia- en la que se instalaron varios tubitos por donde en verano mana y canta el agua. Y por fin, la sala capitular cuyo techo es un artesonado inscrito en octógono perfecto, un ochavo, con estrellas de ocho y doce puntas en el que la armonía del ritmo que causa esta proporción realmente embarga.
Pero si soy capaz de resumir todo esto, sólo se debe a la pasión de la guía que nos lo ha mostrado. María José (así ha dicho que se llamaba) no es una guía al uso, se trata de una persona total y absolutamente enamorada de este lugar. Tanto que acude a explicarlo sólo por las tardes, como voluntaria. Uno podría pensar que daría un brazo si con ello evitara algún daño a este conjunto. Son este tipo de personas, los que son capaces de hacer de una visita un paseo gozoso en el que sólo importa descubrir secretos y bellezas, en que el tiempo se detiene y es casi un estorbo. Personas así consiguen que la atención no se disperse y que los sentidos de uno atrapen la mayoría de la información que transmiten sin mayor esfuerzo. Esto no se consigue con la erudición, esto sólo se logra con la pasión, y es esta pasión la que puede ayudar a la erudición, sin duda necesaria.
Ya de vuelta a la iglesia, Pompeyo nos ha explicado el retablo, también del siglo XV, en madera policromada, también traído desmontado en piezas desde Flandes, cuando los famosos paños de lana de Segovia se cambiaban por obras de arte.
Y aquí nuestro compañero se ha desgranado en pasión tranquila, como un río en su cauce medio, cuando más caudal ocupa su lecho y sin embargo menos se nota. Han sido apenas unos minutos, pero se ha visto cómo admiraba y cómo quería que admiráramos la calidad artística de esta pieza, en que cada rostro es un rostro diferenciado con su propia expresión, en que en muy poco espacio se representan todos los motivos importantes de la Pasión, en que los diferentes criterios del siglo XIX convirtieron en madera polícroma lo que era madera dorada. Y era hermoso y emocionante seguir su voz, su gesto señalando este rincón, aquél otro, esa miniatura, tal expresión, y cómo –una vez concluida esta explicación- como polluelos casi, nos hemos arracimado a su alrededor para preguntarle cosas relacionadas con ésta y otras piezas de alto valor que aún se diseminan por algunas iglesias de la capital.
Ha sido una jornada completa y hermosa, y cuando me he despedido de él, su alegría exultante se ha transformado en leve emoción, pues de algún modo algo ha terminado, pero espero que, para ventura nuestra, empiece algo nuevo para él.