Cómplices

Domingo, 1 de mayo de 2011

Algunos días parecen el reducto de todas las celebraciones que a uno se le puedan venir a la cabeza. Tanto que al final unas se superponen a otras, como pidiendo permiso, como para reclamar su cuota de protagonismo, que sin duda se merecen…
Si escribiera, por ejemplo,: “Mi madre, infatigable mujer trabajadora siempre sin empleo, en vez de ir a la marcha, se ha emocionado con la ceremonia de beatificación de Juan Pablo II y con el detalle que le hemos obsequiado esta tarde, detalle que, por cierto, no hemos comprado en la Feria de Artesanía”, probablemente habría resumido todo lo que esta jornada encerraba al ser primer domingo de mayo, ser primero de mayo, vivir en Segovia…
Porque coincidiendo con el día de la Madre, o sea, el primer domingo del mes de mayo, la asociación Amigas de Segovia, ha organizado esta marcha por la Igualdad por cuarto año consecutivo. Y por ser primero de mayo los sindicatos (y los trabajadores en general) celebran una de las jornadas claves, un hito, casi lo que explica su razón de ser. Este año me ha parecido que la manifestación era más nutrida, quizá se acercaran a las doscientas personas. Y por ser el primer fin de semana de mayo, la asociación de artesanos de Segovia, celebra su feria en la que, por cierto, me he comprado un cuaderno hecho a mano por unos artesanos hispalenses y que en su portada pone Poesías...
Lo excepcional de este domingo me lleva en volandas al recuerdo. A lo sucedido hace seis años, cuando Juan Pablo II murió en Roma, cuando él quiso, cuando le llegó su hora, no cuando muchos quisieron que muriera. Fue terco en todo este Pontífice, hasta para morir; no es que se resistiera, es que abrazaba a la vida con tanta dedicación que a uno le hizo sospechar que probablemente por cumplir hasta el extremo la voluntad divina, hasta a Dios le iba a costar convencerlo de su final. Pero lo determinante para mí de lo sucedido hace seis años, fue lo que se vivió en Roma con posterioridad a su muerte. Sobre todo el entierro. Escribí y escribí sobre el asunto, y aún me queda en la memoria retales de aquella mañana ventosa y multitudinaria de la Plaza de San Pedro. Dudo que en alguna ocasión se vuelva a ver algo ni siquiera parecido. En aquella ocasión no estuvo mal traída la famosa frase que devalúan los periodistas al usarla casi para cualquier acontecimiento: fue una jornada histórica. Aquella mañana (me había pedido el día libre en la oficina, estaba solo en casa embebido en las imágenes de la televisión) sentí que había una fuerza inexplicable que era muy poderosa, casi indestructible y que aquel hombre había encarnado con formidable tenacidad durante más de veinte años.
Que Juan Pablo II sea hoy beato, a mí ni me pone ni me quita nada. Como ocurre con la mayoría de fieles cristianos (incluso los no practicantes), este hombre es santo desde el mismo instante en que murió. Que lo sea o no en los santorales, es más determinante para futuras generaciones. Junto con Madre Teresa, probablemente serán los primeros santos de los que se tenga tanta imagen televisiva. Pero a pesar de ello, lo de hoy en el Vaticano, levantaba un punto de emoción, sobre todo al ver nuevamente fuera de su tumba, el sencillo y austero ataúd de pino que sirve de morada a los huesos del ser humano nacido en Cracovia y muerto en Roma.
Su sucesor sabía desde el mismo día en que presidió los funerales (probablemente sospechaba que él sería elegido Papa) que su misión sería una misión capitidisminuida, pues la sombra del papado polaco no es que sea larga, es que es casi infinita. Y lo que ha hecho con admirable pragmatismo germánico ha sido dejarse cobijar por esa sombra, quizá en aplicación directa y práctica de lo que dice el refrán castellano. Y que él mismo haya sido el encargado de acelerar todo el proceso de beatificación, no es más que una prueba de lo que digo…
Pero lo importante de esta jornada, es que sea el día de la Madre. Eso es lo que verdaderamente la marca. Y yo puedo seguir diciendo que hay una mujer que aún me mira como un niño del que siempre hay que estar pendiente, no vaya a sucederle algo.
Esa mirada es invencible, por más que uno intente que se modifique. Es mejor hacer lo que hace Benedicto XVI, admitir las cosas como son, y, si acaso, aprovechar la situación y permitir que esos ojos se demoren en uno, sintiendo que me sigue viendo como entonces, a pesar de los años, inexorables e imparables, a pesar de que pregunte por sus nietas y sus cosas, a pesar de todo, digo, soy a sus pupilas, aquel niño a quien tiene que proteger con su amor invencible de cualquier peligro, incluso los imaginarios.