Cómplices

Sábado, 30 de abril de 2011

Cuando anoche tenía escrito lo que escribí, estuve a punto de borrarlo. No porque me arrepintiera de lo dicho, ni me asustaran las consecuencias. Ninguna de las dos cosas me preocupa especialmente, y menos siendo una voz en el desierto.
Pero era tan tarde.
Estaba tan cansado, y tan harto, y tan decepcionado, que hasta lo hermoso de la jornada me pareció, más que hermoso, una prueba más de mi infantil modo de entender una vida que a lo que se ve, tendría más que ver con el enfrentamiento con las vidas de los piratas o de las partidas de bandoleros perdidas en medio de serranías prácticamente intransitables.
Sin embargo, como me ha comentado esta mañana una amiga en un correo, seguramente el sueño reparador haría que viera las cosas de otro modo.
Intentaré olvidar que vivo/vivimos en un medio lleno de hostilidades, donde una de las estrategias que mejor funciona es la de conseguir el éxito o la notoriedad a base de intentar derrumbar lo que otros hacen, en nombre de una supuesta superioridad intelectual o de unos supuestos conocimientos…
* * *
Cuando llegamos de la oficina, dentro del buzón, me esperaba un libro Laberinto carnal de Elvira Daudet. No lo esperaba tan pronto. Las últimas noticias que tenía de la propia poeta me habían hablado de algún tipo de retraso en la impresión de la tirada por alguna razón que no me pudo explicar.
Y ahí estaba encerrado y creo yo que agotado por viaje tan veloz, pues luego, por la noche, cuando abrí los correos electrónicos, me encontré con el de Elvira que me comentaba que el libro estaba de camino.
Así que aquí tengo su portada urbana, donde predomina el blanco. Ese título inquietante y atractivo, que leeré con verdadera fruición, supongo que empezaré esta misma noche.
* * *
Por la tarde, de nuevo Oscurece en Edimburgo volvió a protagonizar parte de mis horas de asueto.
Por el momento no puedo concretar más, salvo que creo que mi intuición fue buena. Esto que escribiré es una perogrullada, pero no tengo más remedio que escribirlo. Fue una intuición repentina. Algo así como un golpe de inspiración. Sólo el tiempo (probablemente no mucho) dirá si fue acertada o más bien mera ilusión.
Pero contemplar los ojos brillantes de Isabel, cuando le contaba la aventura, cuando le explicaba la génesis y los progresos de la novela, mereció la pena. Mereció toda la tarde.
Ahora, al recordarlos, me doy cuenta que me debería haber ahorrado la amargura de anoche. Hay una parte del mundo que no se dedica a ponderar algo hundiendo al vecino. No hay tanto tiempo a lo largo de la vida, como para perderlo en semejantes bagatelas insustanciales.
Isabel es una comerciante de la Calle Real. Y todo sucedió por eso, por ser comerciante. Porque ayer andaba uno detrás de un detalle con que poder obsequiar a su madre el domingo. No es que sea importante, ni siquiera para ella, lo sé, pero me apetece un montón, aunque sea dar la razón a quienes han impuesto semejante costumbre. ¿Y qué…? Muchas veces, si no fuera por estos recordatorios tan materialistas, para nuestra vergüenza, ni nos acordaríamos de llevarle un pañuelito. Y un pensamiento me llevó a otro. Recordé que siempre que entró en esa tienda, Isabel o está leyendo alguna novela, o la tiene sobre el mostrador. Y me dije, justo cien metros de alcanzar la puerta de su local –con mucho aire de bazar oriental-, que por qué no, que por qué no ofrecerle la novela.
Desde que empecé a contarle el asunto, dos chispitas alancearon sus andaluces ojos de carbón. Lastimosamente no llevaba ningún ejemplar encima, así que hube de volver sobre mis pasos, una vez que hice la compra para mi madre. Cuando, unos minutos después, volví a aparecer con Oscurece en Edimburgo, en mis manos todo su rostro se iluminó. La portada le sedujo desde la primera décima de segundo y en tres o cuatro minutos la alabó cinco o seis veces. Y ya casi no pude hablar. Pero de todo lo que me dijo, aún debo callarlo todo. He de esperar.
De todos modos, lo que más me importa ahora es que le guste, porque con esa capacidad que tiene para ilusionar a cualquiera con lo que tiene entre manos, si a ella le gusta, todo es posible.
* * *
¿Y qué decir de los ojos azules de Vanesa, la cajera del supermercado, cuando le he llevado el libro esta tarde?
Tiene su historia que conozca la afición lectora de una de las chicas del súper. Pero no tiene misterio. Casualmente, al menos dos veces, he coincidido cuando a esta joven le venía a buscar la agente del Círculo de Lectores. A partir de ahí, sólo es necesario olvidarse del pudor, de la vergüenza.
Y con esta novela, de esas cosas no uso. No debo usar. Como ya he dicho en otras ocasiones, formo parte de un equipo, y a este equipo me debo.
* * *
Me tendrán que perdonar los versos de Elvira Daudet esta noche.
A cambio, hemos compartido la jamsesion de Diablos azules. Hemos coincidido, al menos cuatro que tenemos que ver con este diario.
Ha sido una noche muy especial y emotiva. Una noche dedicada a la memoria de José Luis Zúñiga. Se lo merecía. Y el nivel ha sido elevado, de una altura tan grande que a uno le da mucha vergüenza decir que es poeta.
Quizá, a diferencia de otras sesiones, la calidad de la lectura ha aumentado considerablemente…
Para un no rapsoda, habrá sido un nivel muy bajo, pero comparándolo con otras sesiones… Aunque no se recite poesía como lo hacen los profesionales, leer poesía (me parece) tiene poco que ver con leer prosa. Si no el verso, ese precipicio blanco en el que concluye el renglón, no existiría. Si existe hay que mencionarlo, y su mención consiste en el silencio, en esa parada que sirve para exaltar el contenido, y así dar voz al pensamiento del poeta.
Hoy se ha leído muy bien la poesía, y subrayo: leído. Salvo un par de casos en que la velocidad, quizá, haya cercenado el sentido del verso. A lo mejor los poetas han querido restar solemnidad de púlpito a sus versos, pero no es eso, a mi modo de ver. Alexis o Mara no han estado tan solemnes como Lostalet o Gollonet, y sin embargo han dado a sus poemas la suficiente pausa, la cadencia, el ritmo… La poesía, por mucho que se escriba en verso libre tiene que tener cierta melodía, y ese melodía, esa musicalidad, cuando se lee, se tiene que percibir mucho, mucho más…