Cómplices

Lunes, 2 de mayo de 2011

Obviar hoy a la muerte/ejecución/homicidio/ajusticiamiento de Osama bin Laden es como no estar en el mundo. Aunque este diario no es más que eso, el apunte veloz de las huellas que los días van dejando en mí, uno no se puede sustraer a determinadas noticias o acontecimientos históricos, como ha dicho esta mañana Juan Ramón Lucas en RNE. Está vez quizá no exagere.
Este profeta de la muerte, la destrucción y el dolor, este hombre que sólo pretendió lo que ha conseguido a medias, parece que ha sido eliminado de la faz de la tierra y su cadáver yace en las profundidades marinas de algún océano, o eso nos están diciendo desde USA. (En estos casos, como dijo otro periodista, la verdad es la primera víctima, así que en principio pongo todo o casi todo en duda). Pero la sembradura de sus teorías extraídas de los viejos manuales de historia y en una interpretación absurda y tendenciosa del Corán, han dado frutos y frutos nada despreciables. Tampoco conviene quedarse ciegos ante una profunda verdad que en este occidente orgulloso y presuntuoso se olvida con demasiada frecuencia. Por mucho que nos duelan nuestros muertos (que para eso son nuestros), no podemos olvidar que es muy fácil difundir la idea de que somos nosotros, nuestros ejércitos o parte de ellos, nuestra civilización o parte de ella la que sojuzga algunas zonas del mundo árabe. Palestina, en este sentido, es una perfecta excusa. No digo que tengan razón, no se me vaya a acusar a mí ahora de lo que no pienso. Lo que digo es que es fácil tener excusas, porque ahí están nuestras injusticias, nuestra permisividad, nuestras invasiones, nuestros asesinatos. Desde este punto de vista, será difícil afirmar que el yihadismo internacional ha sido derrotado, porque todavía tienen argumentos. Sé que a los descerebrados no les hacen falta argumentos, pero mucho mejor si no los tuvieran.
Por otro lado, todo es demasiado fragmentario y cada célula o grupo terrorista tiene suficiente autonomía y sus propios objetivos. Desde este punto de vista la muerte de bin Laden no es más que la muerte de un hombre que era poco más que un símbolo, y ese símbolo probablemente acrezca y llegue incluso a ser mito. Una especie de mártir que se invocará en no pocas ocasiones. En el ambiente en que se mueven, no es ninguna temeridad esta idea que apunto. A veces convendría que se tuviera en cuenta y se respetara un poco más los criterios de los otros. Para sus seguidores, este hombre era un gran muyaidín, y ahora goza en el Paraíso junto a Mahoma.
Invocar a la religión, a la guerra santa, siempre es posible. Y ellos lo harán. Cualquiera explica a quienes han vivido desde que nacieron dentro de esas consignas que sus líderes viven en lujosas mansiones que avergüenzan por sus excesos de todo tipo; cualquiera explica a quienes carecen de casi todo, que cualquier homicidio no está en el plan de ningún Dios, que quien dé por buenos a aquellos que ensalzan la guerra y el asesinato en realidad están justificando la causa del mal. Si Dios existe no puede desear el asesinato o la guerra. En ningún supuesto. Por tanto, menos aún premiará semejantes actuaciones. El verdadero Dios, además de no necesitar ningún edificio especial (llámese iglesia, sinagoga, mezquita o templo), no se impone. El verdadero Dios se insinúa, se ofrece, se muestra, gratuito, desnudo, incluso moribundo, entregado a la tarea no de matar a los demás, sino de morir para evitar otras muertes. El verdadero Dios es el de la vida, no el de la muerte…
Pero, esto, claro, son ideas, afirmaciones que nada tienen que ver con la injusticia en que vive el mundo musulmán. Parece, según se dice, que entre las peticiones que están llevando a la calle a sirios, marroquíes, yemeníes, libaneses… no se escuchan las que tienen que ver con los integristas más recalcitrantes y que pretenden gobernar con los versículos coránicos. Siempre he sostenido que el único medio de evitar la expansión del yihadismo es conseguir un bienestar social, económico y un mayor equilibrio en el reparto de los bienes. Propiciar en los países islámicos sistemas políticos y económicos que consigan un reparto equitativo (lo más equitativo posible) de las riquezas atemperará muchos fanatismos. Nunca todos, es evidente, pero sí lo más estridentes. Quizá no sea del todo casual que la muerte de este símbolo del terror se haya producido justo en el momento de más ebullición del mundo musulmán. Desde Pakistán a Marruecos un proceso hacia la libertad ha comenzado. Habrá que ver cómo esta muerte repercute.
Y esto, aunque no lo parezca, afecta a nuestras vidas cotidianas.
Y no estoy pensando ahora en un atentado terrorista –por lo demás no descartable, incluso probable-, sino en la evolución de la convivencia entre Occidente y el Islam. Ahora mismo es probable que un diálogo fructífero (la famosa Alianza de las Civilizaciones) sea un sueño. Conformémonos con una convivencia pacífica, lo suficientemente amplia en el tiempo para que las heridas cicatricen y las desconfianzas mutuas desaparezcan.
Me temo incluso que esto sea demasiado pedir.
* * *
Leía en un blog la convocatoria para un concurso literario. Da igual ahora el blog en que lo he leído o el concurso al que se refiere, porque podría haber sido cualquier otro, o podría haber sido a través de un correo electrónico, o quizá que algún compañero del Área de Cultura me hubiera bajado las bases impresas de un certamen, cualquier certamen.
Quiero decir que lo que me importa no es este concurso, sino el hecho en sí mismo de la existencia de los concursos. Mejor dicho, la necesidad de la existencia de los concursos literarios.
Nunca he sido de concursos. (¿Por qué nunca he confiado en mis posibilidades reales?). He participado en muy pocos con nulo éxito, excepto un segundo premio a los trece años en un concurso de relatos navideños. Salvo que se entienda como éxito pasar una primera criba y acabar entre los finalistas. Algo así como un diploma olímpico, para entendernos. En dos ocasiones. Con el mismo libro, que sigue inédito.
Y aquí llego a la madre del cordero, a la esencia del perfume por así decir. ¿Por qué se presenta alguien a un concurso? Parto de la base de que cualquier motivo es perfectamente lícito y honorable. Parece que estuviera mal visto que alguien lo hiciese por ganar dinero. Renegar de ello es como renegar del concurso, pues el concurso ofrece también la cantidad como acicate, como reconocimiento y como adelanto al pago por los derechos de autor que la primera edición devengue. En mi caso las pocas veces en que lo he hecho ha pesado más la idea de la publicación del libro, sin por ello desestimar la parte más material.
Pero no me gustan los concursos.
Como no me gusta esta competitividad que sólo reconoce a los mejores. No entro en otras cuestiones de las que tanto se habla y de las que tanto se sospecha. Voy a dar por supuesto que en cada caso quien ha obtenido el galardón es quien se lo merecía en tal edición de tal concurso, según la valoración de un jurado muy experto. Como se ve demasiadas encrucijadas subjetivas que en muchas ocasiones pueden concluir en el olvido de una obra que quizá no se lo mereciera…
Pero, por otra parte, también entiendo que sean los concursos quienes filtren a las editoriales la calidad de la obra que se ha de publicar. Aunque leyendo algunas veces algunas novelas o poemarios galardonados a uno le entren ciertas dudas. Muchas dudas. Todas las dudas.
Es decir, los concursos son un mal necesario. Un mal que conduce a la predisposición hacia la competitividad, hacia el encono, hacia el enfrentamiento, hacia el olvido de obras meritorias.
Se me podría decir que las grandes obras que han participado en los concursos han llegado a las imprentas. No lo dudo. No es eso lo que digo, sino lo contrario. ¿Cuántas grandes obras se han podido quedar secuestradas en los desvanes de la destrucción, porque no convencieron al jurado en el concurso?
Hoy en día –sobre todo en poesía- publicar es correr riesgos de muy elevado voltaje. Hoy en día –probablemente siempre- publicar es cuestión de dinero, no de arte. Y si es cuestión de dinero, la aparición de un libro en los escaparates de una librería, ha de ser tratado como el acontecimiento de sacar al mercado un nuevo modelo de taladradora hogareña, o de modelo de persiana. La primera valoración que tiene que hacer quien tiene esta osadía, es estar convencido de que va a obtener una rentabilidad mínima con ese producto. Ese es el quid. Los concursos literarios, en sí mismos, son, más que una paradoja, una contradicción en sus propios términos, puesto que una obra literaria, en general, no nace para vencer a otra, sino para otorgar un disfrute o proporcionar rastros de belleza o un tiempo para la reflexión sosegada del lector. Una obra literaria no se concibe como la fabricación de un yate de lujo, sino más bien como el amasamiento de una hogaza de pan, un pan candeal que tiene que ver más con el alimento de las neuronas que del estómago. Otra cosa son sus consecuencias.